Samanta Schweblin: “El mal no es la tecnología; es quien está al otro lado”
A Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) se le da bien poner precio a las cosas. Por ejemplo, para los talleres de literatura que imparte en Berlín —ciudad en la que vive desde 2012—, lo tiene claro: “El precio medio entre ir al gimnasio e ir al psicoanalista”. A su última criatura, los kentukis protagonistas de su novela homónima —la primera desde su hit de 2015 Distancia de rescate, nominada al premio Man Booker—, los tasa en 279 dólares.
Y bien, ¿qué son los kentukis, esas criaturas artificiales que permean todos los rincones de su segunda novela? “Algo a medio camino entre un teléfono y un peluche”, describe la autora. Como si fuera la evolución de un furby, lo que distingue al kentuki de otros peluches, y lo que le da a Schweblin la herramienta perfecta para señalar muchos de los males (y bienes) de la sociedad hipertecnologizada en la que de repente estamos inmersos, es que además del “amo” del muñeco aquí interviene el muñeco mismo: alguien anónimo maneja el juguete a distancia desde una tableta que puede estar al otro lado del mundo. Un futuro distópico sugerente pero a la vez pasmosamente posible, como un episodio (de los buenos) de Black Mirror convertido en literatura.
"La gente se toma la novela como algo de ciencia ficción, pero toda la tecnología que sale ya existe"
Schweblin, que a las primeras de cambio se confiesa pesimista con respecto a la disrupción tecnológica, añade un matiz: “Desde hace muchas generaciones pensamos la tecnología como este mal gigantesco pensante. La Inteligencia Artificial, un Gobierno supremo, una mega empresa…. No digo que eso no vaya a pasar, pero hoy por hoy ese mal no está en la tecnología en sí, sino que está en el otro”. El otro, en su novela, puede ser alguien que se convierte en tu mascota un par de horas al día, pero también un voyeur, un espía, un tarado. Suena familiar.
“Me fascina cómo la gente se toma la novela como algo de ciencia ficción, cuando todo lo que sale puede ser real, la tecnología ya existe”, confiesa. “El ejercicio de Kentukis en todas sus historias es disparar los interrogantes que tienen que ver con los límites de esas tecnologías. ¿Hasta qué punto es o no legal, moral, correcto?” Preguntas que son zonas móviles en las distintas sociedades del mundo, zonas de conflicto. “Terrenos inhóspitos.”
Bregada en los libros de cuentos, la estructura de la novela de Schweblin sigue a diversos personajes a lo largo del mundo: un padre que ve cómo la aparición de un topo de peluche (o quien está detrás) trastoca a su familia, una mujer que a través de su nuevo cuervo comienza a ver a su novio con otros ojos, un hacker que se aprovecha del terreno aún no regulado de los kentukis para ofrecer experiencias a la carta. Ese terreno de la acción antes de la regulación es una de las partes más sugerentes de la novela. “Hay gente dispuesta a pagar por vivir la pobreza unas horas, hacer turismo sin moverse de sus casas, pasear por la India sin una sola diarrea, un chico sin piernas que quiere un amo que practique deportes extremos, pero también quien buscaba pasearse como muñeco toda la noche sobre los papeles de un estudio de abogados en Doha”, esgrime en un momento el hacker. “Las nuevas tecnologías llegan antes de la regulación, que al final es decidir quién saca beneficio de ellas. Hasta entonces, se pueden hacer cosas maravillosas con ellas. También terribles”, cuenta Schweblin. Por el lado bueno vemos, por ejemplo, la compañía que hacen los kentukis a los ancianos de una residencia. Por el malo, vemos cómo las relaciones afectivas con los peluches a veces se vuelven de dominación, a veces de sumisión, a veces de chantaje e incluso bordean el filo de la sexualidad.
La vida en Berlín ha supuesto para Schweblin, además de la distancia necesaria para sobrevivir al éxito —“tengo pocos amigos, y si me encierro en mi casa nadie llama a mi puerta”—, una refundación de su herramienta de trabajo: el lenguaje. “Mi español está manchado de otros españoles. Mis amigos ya no son solo porteños, hay mexicanos, chilenos, guatemaltecos, venezolanos… Por un lado se neutralizó mi español, por otro descubres nuevas esquinas, formas”. Algo que ha venido muy bien para una trama que, tecnología mediante, se desarrolla en medio mundo.
“Las tecnologías han cambiado ya todas las artes. Música, cine, teatro… ¡y lo ha hecho para bien! Ha hecho una herramienta más preciosa, exquisita y sensitiva”, exclama Schweblin sobre la irrupción de la tecnología en la cultura. Aunque se pone a sí misma un pero: “En el único lugar que no pudo meterse es en la literatura. Creo que como sociedad es de vital importancia tener un espacio donde funcione la ficción. Me parece algo curativo, ordenador, el espacio en que nos pensamos, nos probamos como individuos y volvemos a nuestra vida ilesos y con una información vital”. Eso son los kentukis, y eso es su novela. La misma experiencia, afortunadamente, por bastante menos de 279 dólares.
Jorge Morla es redactor de EL PAÍS. Desde 2014 ha pasado por Babelia, Cierre o Internacional, y colabora en diferentes suplementos. Desde 2016 se ocupa también de la información sobre videojuegos, y ejerce de divulgador cultural en charlas y exposiciones. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster de Periodismo de EL PAÍS.
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