Ilustración de SakoAsko
Ha-ha-he, Hebe Uhart
O de cómo burlarte de tus colegas
BIOGRAFÍA
Quienes nos dedicamos al arte y a las humanidades alguna vez hemos poetizado hasta la manera en que una mosca cae sobre un vaso de leche, sin importar que después vertamos el contenido en el lavaplatos. Acostumbrados a buscar belleza en la inmundicia, pecamos de exceso poético: hay quienes creen que la Luna sale solo para que le reciten un verso mientras se agita una copa de vino o quienes consideran que al confeccionar un poema con versos de arte mayor salvan de catástrofes al mundo. Entre los que piensan que tienen un código secreto para comunicarse con la Luna y los que piensan que sus endecasílabos salvan vidas, los segundos ameritan una mayor atención: hablar con los astros es inofensivo; creerse un artista redentor no (suelen iniciar su propias inquisiciones). Lamentablemente, abundan más los de esta última especie, cuyas características sociales y fenotípicas se podrían resumir de la siguiente manera: bípedo citadino de alta alcurnia que cubre sus huesos con ruana, mochila y alpargatas, tiene tatuado un símbolo de la cosmogonía [inserte aquí el grupo aborigen de su preferencia], su dieta consiste en comer cualquier producto cuyo empaque diga “orgánico” o tenga una etiqueta que anuncie “durante 45 días un campesino vio crecer de la tierra lo que hoy tiene en sus manos”; ocasionalmente aspira rapé, colecciona artesanías indígenas, tiene una fundación sin ánimo de lucro y dice con orgullo que vivió una temporada de inmersión con la Madre Tierra cuando en realidad cumplía su semestre de práctica social. También es fácil de identificar por las expresiones que usa para sustentar la importancia de su proyecto cultural: “autóctono”, “identidad nacional”, “búsqueda de raíces”, “tradicional”, “hecho a mano”, “somos Abya Yala”.
Por fortuna para quienes renegamos de esas virtudes, hay escritores que en sus obras se burlan con astucia de estos agraciados individuos. Tal es el caso de la argentina Hebe Uhart, conocida por sus numerosos libros de cuentos, crónicas y novelas cortas. Su narrativa no aspira a un tratamiento grandilocuente, sino que, con un estilo sencillo, hace convivir al hombre en situaciones triviales, que es la materia con que está hecha la vida. Hablar del carácter cotidiano y corporal de la vida es una facultad que Kundera descubrió en Cervantes. Así lo explica en El telón: gracias a la astucia de Miguel sabemos que un personaje legendario como Alonso Quijano también puede angustiarse por el estado de sus dientes después de sus luchas como caballero andante. Ese tipo de logro prosístico sobresale en los cuentos de Uhart, quien ubica a sus personajes a ras del suelo, hace que se preocupen por el día a día, que los sacerdotes se avergüencen por no saber latín y pongan a ventilar el colchón en el atrio de la iglesia, que un pintor sea ignorado en su propia fiesta de bienvenida y, en fin, que todos se topen con la precariedad cotidiana de la realidad. En medio de estas pequeñas penurias, Uhart no se olvida del gremio de artistas y gestores culturales. El secreto de su humor reside en la manera como desenmascara la ingenuidad de las mentes ilustres convencidas de hacer cosas trascendentales a través del arte y de la cultura.
“El centro cultural”, publicado originalmente en Turistas (2008), es probablemente el cuento que mejor condensa los hitos del humor de Hebe Uhart. Arturo, su protagonista, es un hombre de clase alta, culto, alternativo, amante de lo premoderno, reciclador por cuestiones estéticas, admirador de lo “hecho a mano”. En una casona heredada, sueña con construir un centro cultural multidisciplinario de donde salgan generaciones de hombres neorrenacentistas: que pinten, sepan de literatura y también hornear un pastel de conejo. La tarea es ardua, pero no imposible. De los oficios de carpintería y restauración se encarga Ramoncito, oriundo de la provincia del Chaco. Arturo saca provecho de la pobreza de su ayudante y lo toma como su pupilo para instruirlo en el mundo de la cultura: “Ramoncito se enteró de una porción de cosas que jamás hubiera presentido en su casita del Chaco: que los objetos viejos tienen más valor por su antigüedad (quedan como ennoblecidos), que era una picardía cambiar el piso de la gran sala, aunque estuviera todo cuarteado, eso no importaba: conservaba los mosaicos de su construcción primitiva”. Tristemente, Ramoncito se cansa de tanta lección y abandona la escuela dorada.
Enfrentado a la soledad del maestro incomprendido, Arturo organiza su primer evento: una fiesta de indígenas de la provincia de Santiago del Estero. Mientras todos están en pleno jolgorio, Arturo hace agudas observaciones: “Las empanadas estaban bien cocidas y ceñidas, eran de un tono moreno claro, como la cara de los concurrentes”. Al final, el evento cumple con sus expectativas, pues uno de los asistentes era un poeta cantor que “habló de la identidad, de las raíces, del terruño y de la unidad... Eran todos criollos finos”. Sin embargo, con aquella fiesta Arturo agotó sus posibilidades folclóricas: ya habían leído todos los poetas santiagueños que residían en Buenos Aires.
Más tarde, llega una alemana a salvar su apuesta cultural: “Soy la esposa de Anastasio Quiroga, el inca”. Como representante legal de su marido, le propone a Arturo hacer un recital de música de la Puna, una región seca y montañosa de los Andes que atraviesa a Perú, Bolivia, Chile y Argentina. A pesar de que a Arturo no le cayó bien la alemana, “le conmovió el hecho de que estuviera en pareja con el coplero del Norte, un indio auténtico. Ella lo debía mover, porque Anastasio Quiroga, como todo indio, debía ser tímido y estaría perdido en la ciudad. [...] como era alemana, nuestras raíces e identidad serían promovidas en la vieja Europa”. El performance de Anastasio inicia desde su llegada: se encierra en una habitación vacía y se queda solo y quieto. Uno de los asistentes ingresa por error a la habitación, pero la alemana interviene: “Debe retirarse. El Cóndor está meditando”. Anastasio es tratado como un tótem, como una reliquia antigua de carne y hueso que debe ser protegida en un museo para que nadie se robe los secretos de su cultura milenaria. No es gratuito el hecho de que la alemana prohibiera tomar fotos y grabar durante el acto musical. Arturo esperó, impaciente, poder estar a solas con Anastasio “para que le revelara los secretos de su alma coya, para ver qué encerraba ese silencio tan ensimismado”, pero la alemana nunca bajó la guardia. Si Arturo pudiera coleccionar indios, desde luego lo haría. Al final, este cuento engendra en nosotros, los lectores cultos, una pregunta profunda: ¿cuántos Arturos vivirán en La Candelaria y Teusaquillo? Arturos que defienden la propiedad intelectual de artesanías emberas, las cuales venden con un poema sobre la cosmogonía impreso en la etiqueta –factor que las encarece y las vuelve una pieza de arte exclusiva–; que acompañan sus publicaciones de Instagram con un pie de foto que destaque la conexión metafísica con el paisaje o el objeto retratado; que exponen sus obras en barrios del sur o en San Felipe y, ojalá, en lugares en ruinas para apreciar el paso del tiempo e integrar las vigas podridas en su exhibición, y le recitan un poema al indigente que les sonrió en la calle, lo que se vuelve tema de reflexión en las veladas nocturnas con gente selecta.
Detengámonos brevemente en otro cuento donde los marginados ya no son los indios, sino los estudiantes perdularios que descubren la poesía en la calle. La inmersión en “Revista literaria”, también del libro Turistas, tal vez nos asegure una mayor empatía con su protagonista. Fernando deserta de la facultad de letras y desde entonces se reúne en un café con dos amigos para discutir sobre serias cuestiones estéticas: “Ya habían hablado mucho sobre la diferencia entre erotismo y pornografía, sobre la oreja de Van Gogh y la huida de Gauguin a Tahití”. Como la academia no fabrica escritores, la deserción le da a Fernando la libertad de declararse a sí mismo escritor y de imaginar con antelación sus posibles entrevistas: “Cuando iba y venía en ese tren un poco destartalado, para aguantar la cotidianeidad se hacía un reportaje a sí mismo. Él se preguntaba y se contestaba. ¿Qué piensa del concepto de vanguardia? Bueno, el concepto de vanguardia se acuñó en...”. Y como todo escritor debe ser crítico y promotor cultural de sus propias ocurrencias, Fernando inicia el proyecto de una revista literaria, cuya impronta es rescatar del olvido a los escritores que han sido oprimidos por una sociedad materialista que no sabe apreciar el verdadero arte. Echemos un vistazo a la nota editorial del primer número artesanal: “Por eso en este medio daremos un lugar a todos los artistas de lo oscuro, oscuros porque sus voces no llegan a la superficie y porque su juventud esperanzada no encuentra una mano que los acompañe para salir de los escombros de un mundo hecho pedazos”. El protagonista también descubre que las transgresiones del lenguaje adquieren un carácter especial cuando tienen una intención estética:
Fernando miró con detenimiento un envío que empezaba: “Escribir es okupar, llegar con palabras a poblar vacíos”. Dijo:
–Mucho ojo con este. Me gusta y también usa la “k”. Es lo que se usa ahora.
José dijo:
–Se usa también en los negocios, zoketes, karamelos, yo lo tengo visto.
–No tiene el mismo significado. En literatura, la “k” resignifica la palabra.
Después de haber engendrado con su mente dos números de la revista y haber sido testigo de las gemas que salieron a la luz pública, Fernando lamenta tener que desistir de tan necesario proyecto cultural y volver a la academia, en vista de que la gente nunca sabe apreciar el verdadero arte. Las mentes brillantes nunca son comprendidas por su generación. Por eso a nosotros, el melancólico séquito de Fernando, no nos queda otro remedio que seguir estudiando, participar en los recitales de la universidad porque aseguran un público de más de cinco personas, hacer un semestre de intercambio en el exterior y escribir un diario sobre la soledad en un país desconocido, publicar un fragmento en un periódico no tan godo y con aires alternativos, como El Espectador, o en una revista cultural que solo leerán los parceros de la carrera, como El Malpensante o Arcadia.
Aunque Uhart haya dicho que la literatura, como el amor, no sirve para nada, gracias a varios de sus cuentos sabemos que es más fácil poetizar la presunta conexión con la tierra del indígena, elevarlo como patrimonio cultural, que tratarlo como a un igual en la vida real. Así, algunos personajes operan como una bofetada para el lector, nos recuerdan cuán ridículos podemos llegar a ser y nos permiten reírnos de las verdades que solemos callar, por pudor académico, para no quedar mal con nuestros colegas. Habría que seguir ahondando en esta especie para entenderlos, mirar como ellos miran a los indígenas: como una causa estética que no puede ser desperdiciada. Si Picasso descubrió a los africanos, ¿por qué no emprender la misma tarea con los nativos de nuestra tierra? No se trata de romantizar la pobreza y la vida del campo, sino de saber distanciarse del cuadro para apreciar mejor el paisaje y descubrir que la mirada ancestral del indio se ve más insondable si se imprime en tono sepia.
Uhart también pone al servicio de la risa la intimidad del hogar, el acecho de la pareja sentimental. Por eso hemos seleccionado, para esta edición de la revista, un cuento en el que se perfila a un amateur, tanto en el sentido de “amante” como de “diletante” soplador de instrumentos de viento.
Autora de "Libro de hallazgos" (Animal Extinto, 2019). Hizo la maestría en estudios literarios de la Universidad Nacional. Ante la crisis sanitaria que impide los eventos masivos, está ansiosa por recibir su diploma en pdf.
EL MALPENSANTE
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