Cárcel o una vida en el
exilio: El derecho de la
desidencia cubana a elegir
Mónica Baró Sánchez
Ilustraciones de Manuel Vargas
Podría decirse que los cubanos han vivido permanentemente en crisis. En los últimos años, además, se han enfrentado a una de las oleadas migratorias más alarmantes de su historia. En un contexto de represión, escasez y violaciones a los derechos humanos y a la libertad de expresión, la falta de una alternativa política al régimen comunista ha hecho que periodistas, artistas y activistas tengan que elegir entre el exilio o la cárcel. En el caso cubano, el exilio es un privilegio, fundamentalmente blanco, instruido, intelectual.
“Nos vemos en nueve días”. Eso fue lo último que Yanelys Núñez le dijo a su madre, el 3 de marzo de 2019, antes de salir de Cuba rumbo a Praga para tomar un taller de videoperiodismo, sin saber que ésta sería la antesala de su exilio a Madrid. Se despidieron enfadadas. El activismo que Yanelys hacía en Cuba era una fuente de tensión familiar. También de estrés. Un año atrás, en enero de 2018, a sus veintiocho años, Yanelys había sufrido una parálisis facial, la segunda de su vida. La primera ocurrió cuando tenía diecinueve. La última la interpretó como una alerta. “El cuerpo me estaba diciendo que no podía seguir con ese ritmo de vida”, afirma. Pero en los meses que siguieron, las presiones no disminuyeron, sino lo contrario.
El año 2018 fue decisivo en la historia reciente de la isla. En mayo se celebró la Bienal 00: un evento artístico independiente que se concibió como respuesta a la cancelación de la Bienal de La Habana por parte de las instituciones culturales del país, debido a los estragos del huracán Irma. A pesar del acoso constante de la Seguridad del Estado, que persigue cualquier iniciativa de la sociedad civil que escape de su control, contó con la participación de unos 140 artistas cubanos y extranjeros. Dos de sus principales organizadores fueron Yanelys Núñez, historiadora del arte, y su pareja en ese momento, el artista Luis Manuel Otero; ambos, jóvenes negros,1 de orígenes humildes, con una postura crítica frente al elitismo en el arte. Dos meses más tarde, en julio, apareció publicado el decreto-ley 349 en la Gaceta Oficial de la República, un mecanismo de censura y represión del arte independiente que, entre tantas barbaridades, establecía que una persona debía contar con autorización gubernamental para crear, ser considerada artista y difundir su obra. Lo aprobó Miguel Díaz-Canel pocos meses después de asumir la presidencia del país y convertirse en el primer jefe de estado, desde 1959, que no se apellidaba Castro. Por su radical estocada a la libertad artística, el decreto supuso un punto de quiebre en la historia de la disidencia.
El 21 de julio, justo el día en que comenzaban los debates del anteproyecto de reforma a la Constitución de Cuba en el Parlamento, Yanelys Núñez cubrió su cuerpo de mierda para protestar contra dicha normativa afuera del Capitolio de La Habana, un inmueble emblemático de la Cuba republicana, aunque se construyó durante una dictadura, en 1929. No estaba previsto que ella fuera la protagonista. La idea había sido de Luis Manuel Otero, el artista del performance sería él, pero lo detuvieron violentamente antes de empezar, mientras estaba sentado con dos amigos en las escaleras del edificio. El rol de Yanelys, según el plan, era llevar en su bolso la materia fecal de Luis Manuel, una cámara de fotos y un cartel con la consigna: “No al decreto 349. Arte libre”. Algo así decía. Pero cuando vio que lo estaban arrestando dos policías, decidió tomar su lugar.
“Esto es lo que le hacen al artista cubano. ¡Libertad! ¡Pinga! ¡Libertad!”, gritaba Luis Manuel mientras lo forzaban a entrar en una patrulla.
Del otro lado de la calle, Yanelys se untaba la mierda en el cuerpo y la cara. Hacía un sol fortísimo, mucho calor. Ella estaba sudando. Iris Ruiz, actriz y amiga, la vio aparecer y empezó a filmarla. La animaba: “Dale, Yanelys, estamos aquí contigo, no te van a tocar ni pinga, ni pinga te van a tocar”. El video del suceso se encuentra disponible en YouTube. “La cultura cubana está siendo pisoteada, por eso es esto. Y si Luis Manuel no pudo hacerlo, yo lo voy a hacer. Esto es mierda y que me lleven también”, decía Yanelys. “El gobierno se tiene que reunir con nosotros porque somos artistas. Yo soy una profesional, yo soy historiadora del arte, yo no soy ninguna delincuente”.
Efectivamente, nadie la tocó. Un oficial de la Seguridad del Estado le tumbó el cartel y nada más.
Hoy, desde España, explica: “La mierda se utiliza mucho en las cárceles cubanas para protestar, porque cuando tú te echas mierda la policía no te coge. O, por lo menos, demora en cogerte”.
Ante la pregunta de si sintió asco, responde que no. “Realmente no tuve ningún tipo de escrúpulo. Con la sangre tan caliente, no me molestó ni el olor. Fue como echarme un maquillaje. Así lo sentí yo”.
Además de Luis Manuel Otero, ese día detuvieron a cuatro personas más: la actriz Iris Ruiz, el poeta Amaury Pacheco (esposo de Ruiz), el rapero Soandry del Río y el activista José Ernesto Alonso. Todos estaban ahí para cumplir una función en el performance-protesta.
Los elementos de la Seguridad del Estado le dijeron a Yanelys que se marchara a su casa a ducharse. Ella vivía a unos quinientos metros de allí, pero antes pasó por un parque con conexión a Wi-Fi —en ese año, los cubanos aún no tenían acceso al servicio de datos móviles— y desde ahí subió a las redes sociales el video de lo sucedido. Después llegó a una de las dos estaciones de policía a las que habían llevado a sus amigos y, una vez que soltaron al primero, José Ernesto, fue que ella se bañó. A Iris también la liberaron un poco más tarde, pero el resto pasó hasta tres días en privación de libertad.
Con cada acción, el activismo expande los límites de lo permitido por el poder y a la libertad se le coge rápido el gusto, así que la indignación por el 349 no se detuvo ahí.
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En octubre de 2018 un grupo de intelectuales heterodoxos y activistas fundó el Movimiento San Isidro: un espacio horizontal que buscaba conectar el arte con la vida cotidiana de la gente. De ahí su nombre, el mismo del barrio donde residía Luis Manuel Otero. La sede del colectivo era, de hecho, su casa, que más adelante se convertiría en un refugio y hasta en trinchera, vigilada siempre por la Seguridad del Estado. En su sitio web, San Isidro se define como una iniciativa para “promover, proteger y defender la plena libertad de expresión, asociación, creación y difusión del arte y la cultura en Cuba, empoderando a la sociedad hacia un futuro con valores democráticos”.
Durante esos años se respiraba cierta esperanza. Muchos jóvenes sentían que el país iba a cambiar o que iban a poder cambiarlo. Las ligeras aperturas que impulsó Raúl Castro entre 2010 y 2014, la reanudación de las relaciones diplomáticas oficiales entre Estados Unidos y Cuba en 2015, la visita presidencial de Barack Obama con su familia en 2016, la ampliación de los servicios de acceso a internet y el auge de medios independientes como El Estornudo, Periodismo de Barrio o 14ymedio, entre otros sucesos, hicieron sentir a la población que, por fin, Cuba se estaba encaminando hacia la normalidad. Tras el acercamiento a Estados Unidos, el régimen quedaba sin un enemigo a quien culpar de sus problemas y sin la mitad de las excusas que utilizaba para restringir los derechos humanos, tratar a los ciudadanos como soldados y a la nación como un campamento militar. Pero, en poco tiempo, todas esas ilusiones se desvanecieron. La represión era ya un hábito y con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y el retorno de las hostilidades entre ambas naciones, ese hábito se vio reforzado.
Casi cuatro años más tarde, gran parte del movimiento periodístico y cultural que se gestó en torno a esas esperanzas de transformación se halla en el exilio, en una cárcel o en silencio. Lo que ha ocurrido con quienes participaron en la protesta de julio de 2018 frente al Capitolio es una síntesis perfecta. José Ernesto Alonso y Soandry del Río siguen en Cuba, pero se han distanciado de la esfera pública disidente. Luis Manuel Otero está en la prisión de máxima seguridad de Guanajay, en la provincia de Artemisa, donde se ha sometido a huelgas de hambre y sed para exigir su libertad. Fue detenido en La Habana el 11 de julio de 2021, el hoy histórico 11J, cuando intentó sumarse a las protestas populares masivas contra el gobierno que estaban ocurriendo en decenas de ciudades y pueblos del país, algo que no había pasado en Cuba desde 1959. Las autoridades lo acusaron de ultraje a los símbolos patrios, desacato, atentado, resistencia, desórdenes públicos y difamación de instituciones, organizaciones, héroes y mártires. Iris Ruiz tuvo que separarse de su familia y marchar a Miami en octubre de 2021, pues la Seguridad del Estado le había negado el acceso a atención médica y ella llevaba un año con hemorragias, inflamación y fuerte dolor abdominal. Amaury, su esposo, se quedó en Cuba al cuidado de cuatro hijos y bajo amenaza de terminar tras las rejas por los presuntos delitos de instigación a delinquir y desorden público.
“Ya yo sabía que en Cuba no podía estar”, dice Yanelys, quien solicitó asilo político en España y desde hace tres años espera una respuesta. “Estaba enfadada con el pueblo cubano, con su inmovilidad, su resignación continua; ya no sólo con la comunidad artística por la falta de solidaridad. Entonces me dije: ‘Yo no tengo que liberar al país, cada quien se tiene que liberar por sí mismo, cada quien tiene su responsabilidad en la sociedad’. Fue tomar conciencia de por qué yo hacía activismo. Principalmente, lo hacía por mí, por mi derecho a trabajar en mi país, por mi derecho a estar y vivir libremente y con seguridad; ya luego, por mejoras sociales. Han pasado tres años y todavía a mí me cuesta hablar de eso. Yo llegué muy desestabilizada emocionalmente, porque también está el tema de sentir que has abandonado, que has abandonado a tus amigos, que has abandonado la lucha”.
Iris también piensa quedarse en Estados Unidos. Logró salir con dos de sus seis hijos, una adolescente de catorce años y un muchacho que dentro de poco cumplirá veintiuno. Tenía miedo a morirse y no tener a nadie de su familia a su lado, de no poder despedirse de ninguno de sus hijos. Cuando llegaron, el médico los examinó a todos y descubrió que los chicos estaban desnutridos. Al mismo tiempo, el mayor cayó en una depresión. “Le salió para afuera todo y tuve que ingresarlo. Está bajo tratamiento psiquiátrico”, relata Iris. “Ya Amaury, mi esposo, tiene cincuenta y pico de años; yo tengo cuarenta y tantos. Él le ha dedicado a esto [el activismo] como veinticinco años y yo, como veinte al lado de él. Los muchachos han vivido todo esto y como quiera van creciendo, pero no tienen oportunidad de nada. Una va dejando todo en el camino por la lucha, por la lucha, por la lucha, y cuando miras para la familia, ¿qué hiciste?”.
“Yo estoy viendo si hago mi proceso de asilo y luego mi reunificación familiar”, dice Iris. “¿Qué va a hacer Amaury al final?, ¿salir con un bastón para la calle a caerle a bastonazos a la Policía? Tiene que aprovechar su inteligencia, su creatividad; él es artista y allá adentro ahora mismo no está haciendo nada […]. El exilio no es fácil: es muy difícil, porque en realidad nadie hubiera querido irse. Yo no hubiera querido irme nunca. Ahí está enterrada mi mamá desde hace un año. Pero una se da cuenta de que la salud no le da para más y tiene hijos que terminar de criar y darles un futuro. O un presente, porque ya no sólo es que en Cuba no tienes futuro: no tienes ni presente”.
Amaury, con tres niños chiquitos a su cuidado y otro hijo de diecinueve años, está prácticamente inmovilizado. Teme que lo apresen y sus hijos queden solos y sin su protección. “No sé si me permitan salir de la isla, no lo sé porque hasta ahora no me han invitado a ningún lugar, así que no puedo tener ninguna claridad”, afirma. Para salir de la isla, además de una visa del país destino, un requisito que deben cumplir muchos viajeros del mundo, los consulados suelen pedirles a los cubanos una “invitación” de una persona u organización local. La esposa de Amaury, antes de irse, estaba regulada, que es el término que utiliza el régimen para referirse a las personas que tienen prohibido salir de Cuba. Hasta 2020 la lista de ciudadanos regulados por motivos políticos ascendía a 245. Afortunadamente, a Iris le permitieron salir luego de ser retenida un rato en el aeropuerto por los oficiales de migración.
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Ahora mismo la isla vive una de las crisis migratorias más alarmantes desde 1959. Tras la apertura de las fronteras el 15 de noviembre de 2021, luego de un prolongado cierre por la pandemia de covid-19, y la decisión del gobierno nicaragüense, una semana más tarde, de eximir de visado a los cubanos para viajar a su territorio, unas 72 800 personas procedentes de Cuba han ingresado a Estados Unidos de manera ilegal por la frontera con México. Tan sólo en el mes de marzo arribaron más de 32 000, casi el doble de lo registrado en el mes anterior. El mar ha sido otra de las vías elegidas por quienes no cuentan con recursos para pagar un boleto de avión hacia Nicaragua y a los coyotes para cruzar Centroamérica. Estadísticas de la Guardia Costera de Estados Unidos advierten que, desde el comienzo del año fiscal en curso, el primero de octubre de 2021, hasta el 19 de abril de 2022, han interceptado a 1 399 migrantes cubanos, casi siempre en embarcaciones precarias.
La inmensa mayoría es luego deportada, pero algunos corren con suerte, como Elián López, un instructor de buceo cubano que salió de Varadero rumbo a Florida en una tabla de surf con vela, un GPS y celulares, en marzo de 2022. Los guardacostas estadounidenses lo encontraron a unas catorce millas de Islamorada, dos días después de su salida, casi deshidratado, y lo trasladaron a un hospital. Su familia le dijo a la prensa que él había sido paciente de cáncer, que tenía una colostomía y que quería buscar acceso a un tratamiento de calidad. Las autoridades le permitieron quedarse.
En enero de 2017, poco antes de dejar el poder, Barack Obama eliminó la política de “pies secos, pies mojados”, que confería un estatus legal a los ciudadanos cubanos que llegaran a suelo estadounidense de forma irregular. Sin embargo, este tipo de emigración no ha cesado. Disminuyó entre 2017 y 2020, debido también a las políticas restrictivas de Trump con respecto a los migrantes, pero a finales de 2020 volvió a aumentar. La flexibilidad del gobierno de Joe Biden hacia quienes huyen de ciertos regímenes autoritarios, la pandemia, la brutal escasez de alimentos y medicinas, la falta de libertades y el auge de la represión política tras el 11J son parte de las causas múltiples de este fenómeno. En marzo de 2022, por ejemplo, The National Review informó que Cuba ocupó el primer lugar en el Índice Anual de Miseria de Steve Hanke, en 2021, entre 156 naciones evaluadas. Pero hay un anhelo especialmente poderoso en la determinación de miles y miles de cubanos de emigrar a Estados Unidos o a cualquier otra parte del mundo; un anhelo que se manifestó con fuerza el 11J y que se escucha constantemente en los videos que difunden por redes sociales los migrantes que logran llegar a su destino: la libertad.
A diferencia de lo que han narrado diversos medios extranjeros, no fueron la crisis económica ni la pandemia lo que motivó a miles de cubanos a tomar las calles en julio. Cuba ha atravesado numerosos momentos de crisis desde 1959; podría decirse que ha vivido casi permanentemente en crisis. Lo que volcó a gran parte del pueblo a protestar como nunca lo había hecho fue un sentimiento de cansancio histórico, una necesidad de construir un país distinto y trazar nuevos paradigmas. Para mucha gente, la isla es una cárcel gigantesca a cielo abierto. Casi cualquier cosa se prohíbe o criminaliza. No es raro que los cubanos sientan que tendrán más derechos y oportunidades como indocumentados en Estados Unidos que como ciudadanos de su país.
Actualmente, según registros de organizaciones no gubernamentales, en Cuba hay unos novecientos presos políticos y la mayoría, unos 750, enfrenta privación de libertad por haber participado en el estallido social de julio de 2021. Muchos residen en barrios históricamente marginados, empobrecidos y habitados por familias negras. Hasta ahora sólo se ha podido determinar el color de la piel de 399 casos pero, de ellos, 185 son de piel negra o mestiza; a pesar de que 65% de la población cubana es de piel blanca, de acuerdo con datos oficiales. Asimismo, las condenas han llegado, sobre todo para quienes fueron acusados del delito de sedición contra la Seguridad del Estado, hasta los veinte, veinticinco y treinta años de cárcel. Pero las personas que salieron a la calle a protestar contra la dictadura los días 11, 12 y 13 de julio fueron muchísimas más. Los cálculos de activistas, periodistas y organizaciones defensoras de derechos humanos van desde los sesenta mil hasta los 150 000, y quienes quedaron libres, difícilmente se sienten a salvo. Ni siquiera quienes no salieron podrían sentirse seguros en un lugar donde el ejercicio de un derecho humano puede costar más de veinte años de prisión. O la muerte. El 12 de julio, en el barrio La Güinera de La Habana, el manifestante Diubis Laurencio Tejeda murió por un disparo con arma de fuego a manos de un policía. Tenía 36 años. Pero Laurencio no fue la primera víctima de la represión en el país. La historia de la dictadura cubana, desde sus inicios, viene cargada de fusilamientos, campos de trabajo forzado e, incluso, masacres. Una de las más famosas es la del hundimiento intencional del remolcador 13 de Marzo, en 1994, en la bahía de La Habana, que dejó 41 muertos, entre ellos, diez menores de edad. Las víctimas de ese crimen también intentaban emigrar a Estados Unidos de manera ilegal. Sus sobrevivientes fueron acosados durante un tiempo por la Seguridad del Estado para que no hablaran, hasta que consiguieron exiliarse.
¿Acaso es posible que un mismo grupo de poder gobierne un país durante 63 años sin hacer uso de la violencia?
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El miedo que genera el régimen trasciende fronteras. Alcanza el corazón de cualquier cubano que mantenga en su patria un familiar, un ser querido, el más mínimo interés. Pero el imperio del terror va en declive; conforme la gente en Cuba ha ido perdiendo el miedo, lo han ido perdiendo también quienes están fuera. Los exiliados organizan manifestaciones por la libertad desde ciudades europeas, estadounidenses o latinoamericanas; difunden denuncias de violaciones a derechos humanos; ayudan económicamente a activistas y familiares de presos políticos; etcétera. Madrid ha reunido a una parte significativa de las nuevas generaciones de disidentes. No le sorprendió a nadie que, a mediados de diciembre de 2021, en su discurso de clausura del tercer pleno del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, el presidente Miguel Díaz-Canel hablara de una supuesta “miamización de Madrid”. A su entender, “la derecha dura de la vieja metrópoli está compitiendo con los impresentables políticos anticubanos basificados [sic] en Miami”.
“Detrás de esta nueva temporada teatral hay un antiguo y pérfido propósito: restaurar la ‘posición común’ que tan mala memoria dejó en la política europea, en tanto la subordinó obedientemente a los mandatos de Washington”, expresó el mandatario, en alusión a la postura que sostuvieron aliados del viejo continente desde 1996 con respecto a la isla y que concluyó con la entrada en vigor del Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación entre la Unión Europea y Cuba, en 2017. Su molestia estaba también asociada con la atención que los medios internacionales, academias, organizaciones políticas y defensoras de derechos humanos estaban prestando en ese entonces al actor y dramaturgo cubano Yunior García Aguilera, tras su llegada a España el 17 de noviembre de 2021, en compañía de su esposa, en un esfuerzo por ponerse a salvo de la violencia policial.
Por “nueva temporada teatral” Díaz-Canel se refería a la convocatoria que organizó García Aguilera, al frente del movimiento independiente Archipiélago, para que los cubanos salieran a las calles el 15 de noviembre de ese mismo año a exigir pacíficamente un cambio democrático y la libertad de los presos políticos del 11J. La marcha no fue posible debido a la intensa represión impulsada por las fuerzas policiales, que dejó un saldo de unas noventa detenciones. Todavía hoy quedan al menos ocho personas en privación de libertad a raíz de ello. Y García Aguilera, ante las amenazas de cárcel, el acoso en su vivienda y las campañas difamatorias de los medios estatales, decidió exiliarse en España, donde ya había una tradición de recibir opositores. Fue a España adonde llegaron casi todos los activistas y periodistas que conformaban el grupo de los 75 presos políticos de la Primavera Negra de 2003, luego de que la diplomacia española, la iglesia católica y el gobierno castrista negociaran ponerles en libertad entre 2010 y 2011. Pero en los últimos años, en especial por el accionar del Movimiento San Isidro, los vínculos entre la comunidad cubana en Madrid y la isla se han reforzado. El exilio quiere ser parte del cambio.
Algo curioso que sucede en el caso cubano es que hay quienes se convierten en exiliados no tanto por lo que hicieron mientras vivían en la isla como por lo que han hecho desde afuera. Uno de los ejemplos más claros es el de la artista visual, editora y activista Salomé García Bacallao, una de las coordinadoras de la plataforma Justicia 11J, que ha documentado minuciosamente más de 1 440 detenciones vinculadas al estallido social. Ha sido promotora de numerosos boicots, protestas e iniciativas de denuncia del régimen. Para Salomé, volver a Cuba implicaría un riesgo enorme. A sus treinta años es, probablemente, una de las personas más aborrecidas por la Seguridad del Estado. Comenzó a destacar por su activismo cuando residía en Valencia —sobre todo, en los primeros meses de la pandemia en Cuba, en 2020— y se volvió muy rápido un referente de todo lo que se puede hacer desde el exilio. En febrero de 2022 se mudó a Miami.
El caso del artista visual Hamlet Lavastida, el año pasado, dejó una lección decisiva a muchos cubanos: lo que dices y haces fuera de Cuba puede traerte consecuencias si regresas. Lavastida regresó a Cuba en junio de 2021, tras concluir una residencia artística en Alemania, y no llegó a poner un pie en la calle. Pasó casi noventa días privado de libertad en Villa Marista, cuyo nombre oficial es Órgano Especializado de Investigación Criminal de Delitos contra la Seguridad del Estado. O, en palabras del propio Hamlet, “un espacio paranormal. Llega un momento en que el delirio es tal que se pierde la conexión con la realidad; o sea, no hay categorías físicas que puedan describirte lo que hay allá adentro”. ¿La causa de su detención? Unos mensajes que compartió en un grupo de chat privado donde les proponía a sus interlocutores en Cuba que marcaran billetes de pesos cubanos con símbolos y palabras de la disidencia. La acción ni siquiera se materializó, pero bastó para que lo acusaran de instigación a delinquir y desobediencia civil. La policía política no necesita demostrar nada cuando quiere poner a alguien tras las rejas. “Para serte sincero, Cuba se parece bastante a Villa Marista; el país completo es muy similar. Un lugar donde no hay confianza por otro ser humano… tienes que ensayar el cinismo, el sarcasmo, la falsedad. Es un microlaboratorio del país completo”, dice.
Lavastida fue excarcelado a cambio de un trato: la poeta y activista Katherine Bisquet, quien era su novia, debía marcharse de Cuba junto con él. Ella también les incomodaba. Katherine había defendido públicamente la opción de oponerse al proyecto de reforma de Constitución, que se refrendó en febrero de 2019. Había participado en el acuartelamiento del Movimiento San Isidro, en noviembre de 2020, en la casa de Otero, para demandar la libertad del rapero Denis Solís. Y había protestado junto con unas trescientas personas en las afueras del Ministerio de Cultura de Cuba y no mostraba intenciones de callarse o rendirse. De hecho, en 2021, la Seguridad del Estado montó un cerco policial de varios meses en los alrededores de su vivienda, en La Habana, que ella compartía con la artista visual Camila Lobón, para impedirles a ambas salir y recibir visitas. Lobón se marcharía luego a Estados Unidos.
Bisquet y Lavastida salieron de Cuba a finales de septiembre de 2021 rumbo a Polonia. En su camino al aeropuerto los escoltaron policías y agentes de la Seguridad del Estado hasta que abordaron su vuelo. Fueron forzosamente exiliados. “No me impactó la salida de Cuba. Ésa era una realidad inminente. Me impactó la manera en que me expulsaron. La naturalidad de la Seguridad del Estado para conducirme hacia el avión. Como si yo estuviese saliendo a un evento importante del régimen y necesitase una escolta, gente que me llevase las maletas, que violase los trámites aduanales como si yo fuese la presidenta de Cuba y no una supuesta criminal sin ningún derecho a elegir mi destino”, recuerda Katherine, quien reside en Madrid desde 2022.
“No sólo me veo como exiliada. Me veo como alguien desplazada, desterrada. Yo no escogí esta salida. No ahora. Mi exilio forzado no me hace verme como una emigrante que planea su futuro, que crece en su nueva vida. Mi exilio forzado me ha hecho verme como alguien expectante, con una vida en suspenso. Sin ganas de construir nada. Soñando posibles vidas desde la cama”, precisa. En cuanto a su relación con Cuba, reconoce que está marcada por el hastío y que cada cosa que ve de Cuba le repugna. “Traté de encontrar en Cuba alguna esperanza para poder hacerme una vida allí y lo logramos, pero todo eso se volvió a apagar. Mi relación con Cuba no es a través del terreno o la patria. Mi relación con ese país es con mi familia y mis amigos. Todos ellos, la mayoría, en el exilio y una parte importante, presa. Entonces, mi relación con Cuba está dividida entre en exilio y la cárcel”, agrega.
Hamlet vive ahora en Berlín, desde donde intenta transformar su experiencia en arte. “Siempre pensé que iba a pasar por algo similar, pero nada te prepara para eso. Voy a tratar de ser bastante analítico, bastante objetivo, para no caer en exageraciones ni grandilocuencias”, se advierte a sí mismo como artista. Ya desde antes su trabajo, caracterizado por una profunda investigación histórica, dialogó con figuras del arte y la política que habían atravesado maquinarias similares. Ahora él, su memoria, es parte de la materia prima con que crea. Cuba no solamente existe en la isla, sino también afuera. “Es parte indisoluble del ser cívico cubano porque, en definitiva, la cubanía también se ha edificado desde el exilio”, afirma.
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Con algunas variaciones, en estas circunstancias han salido de Cuba decenas de artistas, periodistas, científicos y defensores de derechos humanos en tiempos recientes. Al menos, quienes han tenido la oportunidad de elegir entre el exilio o la cárcel, porque el exilio cubano es fundamentalmente blanco, instruido, intelectual. En las fotos que se toman, por ejemplo, en Madrid, se nota. Yanelys Núñez, como mujer negra, hasta cierto punto es un caso excepcional, pues cuenta con estudios universitarios. Pero para quien heredó la piel negra, la pobreza, la marginación, no cuenta con avales académicos y, encima, se opone al régimen, la suerte puede ser muy distinta. Es el caso de Luis Manuel Otero y su amigo, el rapero Maykel Castillo, conocido como Maykel Osorbo. Ambos negros, ambos de origen humilde, ambos autodidactas. El año pasado, por su participación en el tema “Patria y vida”, una especie de himno de las protestas de julio, Castillo ganó dos premios Grammy Latino, noticia de la que se enteró en una prisión de máxima seguridad de Pinar del Río. Desde el 18 de mayo de 2021 permanece tras las rejas.
A la historiadora de arte Carolina Barrero, la Seguridad del Estado le prometió que, si se iba de Cuba, liberarían a Maykel, quien presenta una inflamación en los ganglios desde finales del año pasado y aún no cuenta ni siquiera con un diagnóstico, aunque tampoco confía en los médicos del régimen. Barrero accedió. Ya la habían detenido e interrogado en decenas de ocasiones, conocía gran parte de los calabozos de La Habana, había pasado seis meses en arresto domiciliario y bajo vigilancia; nada de eso la había convencido de irse. En realidad, el de Carolina era un caso peculiar. A diferencia de muchos cubanos, ella había vuelto a Cuba a luchar por la libertad. Tras vivir en España poco menos de diez años, decidió, a finales de 202o, regresar a su país, por tiempo indefinido, a resistir. Carolina es una lección de resistencia. La única forma en que pudo sacarla el régimen fue proponiéndole a cambio la liberación de Maykel; la amenazaron, además, con encarcelar a madres de presos políticos y a una activista, amiga suya, si se quedaba. Salió del país a los pocos días de su último arresto por participar en una protesta en las afueras de un tribunal donde se juzgaba a manifestantes del 11J.
“Yo, en realidad, no quería salir de Cuba en ese momento. Nunca dije algo tan disparatado como que nunca iba a salir de Cuba, como no tiene sentido decir que nunca más voy a volver, pero yo no planifiqué salir. Yo no me sentía agotada, no necesitaba refrescarme, a pesar de toda la violencia. Yo quería estar dentro de Cuba; incluso me parecía que después del 11 de julio lo más pertinente no era irse, sino quedarse y resistir más, aunque respeto la libertad de la gente y es absolutamente legítimo querer salir por la razón que fuera. Para mí esto fue llegar a la nada: yo me he podido sostener aquí gracias a la generosidad de amigos. No tengo casa, no tengo beca, no tengo trabajo”, advierte Carolina. Desde Europa ha continuado con su labor de denuncia ante organismos internacionales, “para que acabe de una vez el mito que sostiene a la dictadura”.
Nadie sabe si es posible volver. Los destierros de la periodista Karla Pérez y la investigadora y profesora universitaria Anamely Ramos, ambas críticas al régimen, en 2021 y 2022, respectivamente, han mandado otro mensaje importante: podemos impedirte que vuelvas a tu país. Tanto Karla como Anamely supieron que no podrían volver a Cuba en el aeropuerto, a través del personal de la aerolínea con la cual pretendían viajar. Karla se encontraba en Costa Rica, donde había estudiado periodismo, luego de que la expulsaran de dicha carrera en Cuba por motivos políticos, mientras que Ramos estaba en Estados Unidos de visita, dándole continuidad a su labor de denuncia. El activismo que hacen ahora lo hacen desde el destierro: quizás la dimensión más profunda del exilio, porque implica la confirmación de no poder volver al país de origen. Para ellas, que Cuba cambie es la única posibilidad de volver al país donde nacieron. No son las primeras en esta situación: de historias como las suyas está cargada esta diáspora.
El escritor cubano Reinaldo Arenas, quien salió de Cuba rumbo a Estados Unidos durante la crisis migratoria de 1980 —también llamada el Mariel, en la que unos 125 000 cubanos se marcharon al país del norte—, conoció bien el desarraigo del destierro. En su autobiografía Antes que anochezca, que concluye en 1990, el mismo año en que se suicidó, sostuvo: “Me doy cuenta de que para un desterrado no hay ningún sitio donde se pueda vivir; que no existe sitio, porque aquel donde soñamos, donde descubrimos un paisaje, leímos el primer libro, tuvimos la primera aventura amorosa, sigue siendo el lugar soñado; en el exilio uno no es más que un fantasma, una sombra de alguien que nunca llega a alcanzar completa realidad; yo no existo desde que llegué al exilio; desde entonces comencé a huir de mí mismo”.
Tal vez si Arenas hubiera sido testigo de un estallido social hubiera sentido que su lugar soñado podía ser otra vez su lugar real. Al menos, algo así le ha pasado a Yanelys Núñez tras el 11 de julio, día que coincidió con su cumpleaños número 32 y supuso su reconciliación con Cuba. “Si había algo que a mí me había alejado de Cuba era el no poder imaginar que eso ocurriese. Me costó trabajo creer que fuera verdad, pero ya luego con los días empecé a tener más conciencia de lo que había sucedido y lo importante que fue, no sólo para la gente dentro de Cuba sino para el exilio”, dice. “Ahora mi rabia es con la comunidad internacional, pero con el pueblo cubano, después del 11 de julio, me he reconciliado. ¿No era lo que habíamos querido todos estos años? Pues ya el pueblo de Cuba salió a la calle y dijo lo que quería. ¿Ahora qué?”.
1. Es importante aclarar que, en Cuba, las personas negras se reivindican orgullosamente como personas negras. Llamarles afrodescendientes puede incluso resultar peyorativo y excluyente, al contrario de lo que sucede, por ejemplo, en Estados Unidos.
Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W. K. Kellogg.
Mónica Baró Sánchez. (La Habana, 1988). Periodista y escritora. Se graduó de Periodismo en la Universidad de La Habana en 2012 y ha trabajado con los medios independiente cubanos Periodismo de Barrio, El Estornudo, Rialta y CiberCuba. En 2016 resultó finalista del premio Gabriel García Márquez, en la categoría texto, con “La mudanza” y, en 2019, lo ganó con “La sangre nunca fue amarilla”. Actualmente reside en Madrid.
Manuel Vargas. Manuel Vargas creció en un pueblo muy pequeño de Venezuela donde los relatos fantásticos relacionados con el mundo natural construían la cultura popular. Por ese motivo, en su obra, la selva, los animales y el misterio son temas recurrentes. Licenciado en Artes con especialidad en diseño, su trayectoria se enfocó en la dirección creativa y la ilustración. Como ilustrador, se ha centrado en el trabajo editorial, haciendo ilustraciones para revistas, libros y portadas de libros, además de piezas para marcas y eventos culturales. Ha trabajado en proyectos para Facebook, Soho House Europa y Slowdown. Su trabajo ha sido exhibido en Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, Ecuador, Polonia e Irlanda.
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