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Crítica de 'El silencio': libro del desasosiego
La novela de Don DeLillo condensa un universo que se contrae, la prueba de que vivimos cada vez una vida más pequeña, insignificante y débil, cuando nuestra peor pesadilla es la muerte de la tecnología
Sergi Sánchez
2 de noviembre de 2020
Es lo que tiene el Apocalipsis: a menudo se queda sin palabras. A este crítico el último libro de Don DeLillo le recuerda esa obra maestra de Béla Tarr titulada 'El caballo de Turín' en la que un granjero húngaro y su hija, cercados por el viento y cansados de comer patatas hervidas, se consumen a la misma velocidad que se apaga el mundo. La condensación de 'El silencio', la novela más breve de DeLillo, solo puede ser la traducción de un universo que se contrae, la prueba de que vivimos cada vez una vida más pequeña, más insignificante, más débil, cuando nuestra peor pesadilla es la muerte de la tecnología. DeLillo acabó 'El silencio', que tiene el título del Armaggeddon de Ingmar Bergman, poco antes de la pandemia, y en el estupor de sus personajes el día del 2022 en que la SuperBowl solo existe como fuga psicogénica, radiada por un obseso de la teoría de la relatividad, está el miedo del contagio y el confinamiento, esas “esquirlas de la civilización” que DeLillo ya diseminó en otra novela visionaria, 'Cosmópolis', que anunció la crisis de Lehman Brothers cinco años antes de que se produjera.
Dos parejas, un exalumno como invitado de piedra, la SuperBowl como acontecimiento social y televisivo. ¿Qué puede salir mal? Un avión cayendo en barrena y un apagón tecnológico. No funcionan las pantallas, los ordenadores y los móviles, y la gente sale a la calle como perro sin collar, o como las víctimas cubiertas de cenizas del 11-S en 'El hombre del salto'. ¿Acaso el tiempo ha dado un salto hacia adelante, o se ha desmoronado?, se pregunta uno de los personajes. Lo que ha ocurrido es que se ha abolido el presente, ese lugar donde todos percibimos la realidad en una suerte de celebración sonámbula, conectados como estamos al vacío de los chips de silicona y las redes sociales. Nos han arrebatado el presente, y por eso la novela tiene ese aspecto estático, frío, de entrada de Wikipedia escrita por un filósofo del lenguaje. Es una práctica que, desde 'Body Art' hasta 'Zero K', pero especialmente en 'Punto Omega', es típica en las últimas obras de DeLillo: paisajes mentales, diálogos robóticos, distopías de la semántica tecnológica, informes sobre ciegos que ven más allá de una imagen congelada.
DeLillo confiesa que le fascina la disposición de las palabras en un folio escrito a máquina, que escribió 'Los nombres' con ese arrebato formalista en la cabeza, como si la literatura tuviera algo de pintura tipográfica. Hay algo puramente estético en la concisión de 'El silencio', próxima a la agonía de las palabras, que a duras penas pueden disfrazar su pesimismo ontológico con secos aforismos o profecías de vidente. Los amigos que quedaron para ver la SuperBowl ya no pueden establecer comunicación entre ellos, separados por capítulos que, como muros de contención, los aíslan en un tiempo que se pliega sobre sí mismo, negando su futuro. En su apabullante sencillez conceptual, 'El silencio' es un breve libro del desasosiego, aquel que ahora mismo parecemos merecernos.
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