Pilar Quintana |
¿Quién es Pilar Quintana? En esta entrevista revela todo
La entrevista de la ganadora del premio Alfaguara con revista BOCAS
21 de enero 2021 , 11:09 a. m.
Cuando la marea del Pacífico subía, Pilar Quintana (Cali, 1972) tenía que regresar a su casa nadando. A veces el mar se elevaba tres metros. A veces ocho. Vivía en Juanchaco (Buenaventura, Valle del Cauca), en una vivienda que ella y su marido de entonces construyeron sobre un acantilado. Era otro mundo: libre, lejano, extremo.
Cuando abría las ventanas, la casa se convertía en una gran terraza con biblioteca y vistas al océano. Caminaba por la selva, leía, escribía, nadaba. Así se le iban los días. Estaba, dice ella, “en el sitio más bonito del universo”. Pero nunca más volvió. No quiere. No puede.
En los nueve años que vivió en esa zona abandonada del país está la génesis de La perra (Random House, 2017), su cuarta novela, premio EAFIT 2018 y PEN Translates Award 2019, traducida al inglés, el danés, el holandés, el italiano, el alemán, el griego, el hebreo, el francés, el portugués y el islandés. Además, acaba de ser finalista –en la categoría de novela traducida– los National Book Awards, un prestigioso premio que desde 1950 celebra la mejor literatura de Estados Unidos y que ganaron figuras de la talla de William Faulkner, Philip Roth, Cormac McCarthy, Flannery O’Connor o Thomas Pynchon.
Quintana fue elegida en 2007 entre los 39 escritores menores de 40 años más destacados de América Latina. Sin mucho ruido, se ha ido convirtiendo en una de las voces más sólidas de la literatura latinoamericana actual. Su obra la completan Cosquillas en la lengua (Planeta, 2003), Coleccionistas de polvos raros (Norma, 2007), Conspiración iguana (Norma, 2009) y la colección de cuentos Caperucita se come al lobo (Cuneta, 2012 y Random House 2020).
¿Cómo llegó la literatura a su vida?
Desde muy chiquita. En la casa de mi papá siempre hubo libros. Cuando yo tenía preguntas, él me las respondía, pero siempre sacaba un libro y lo dejaba abierto para que yo siguiera investigando. Cuando no sabía leer, mi mamá nos leía cuentos y yo soñaba con aprender para leerle a mi hermana.
Dice que empezó a escribir a los siete años. ¿Recuerda qué fue lo primero que escribió?
La literatura fue el lugar donde yo encontré que podría ser yo y hacer, decir lo que de verdad pensaba, donde no tenía que disimular
Usted ha dicho que escribir le permite ponerse en los zapatos del otro, que puede ser un monstruo e incluso hablar de cosas como el deseo de las mujeres sin sentirse culpable.
Eso lo explora muy bien en los cuentos de Caperucita se come al lobo. Hay un relato especialmente perturbador, el de la violación.
Recuerdo exactamente la noche que lo escribí. Estaba lloviendo muy duro en Juanchaco y no podía dormir. Me salió como si me hubiera poseído la musa, pero lo engaveté porque está contado desde el punto de vista del violador y la escritora, que soy yo, no juzga. Yo pensaba, “esto es lo más espantoso que he escrito”. Pero resulta que me nombraron en Bogotá 39, nos pidieron una antología y yo tenía ese cuento y lo mandé. Después empecé a ver que había personas a las que les gustaba.
Volvamos a “los años de las cucarachas en la cabeza”. Su paso por el liceo Benalcázar, de Cali, la marcó mucho.
Estuve allí desde quinto de primaria. Es un colegio bastante particular que se autodefine como feminista. En cierto sentido lo es, pero también era muy machista.
Se sentía inadecuada allí…
Con el trauma que eso supone.
Yo creo que a mi papá le hubiera gustado que hiciera medicina o psicología o alguna cosa así. Algo más tradicional. Cuando le conté que quería estudiar comunicación me dijo “chévere si eso es lo que querés”, pero al mismo tiempo no le gustaba cuando yo volví a Cali, después de estudiar en Bogotá, e iba a la oficina [trabajaba en publicidad] con el bluyín roto, con el pelo alborotado. A él no le parecía bien que yo no fuera como mis amigas del colegio, que iban alisadas y maquilladas.
¿Eso los distanció?
Sí. Mi papá y yo estuvimos peleados diez años. Dejó de hablarme. Cuando me gradué de la universidad me regaló un apartamento en Bogotá. Yo lo vendí, me devolví a Cali, compré un apartamento allí, también lo vendí y le dije que me iba de viaje. Eso le pareció la cosa más horrible. Y lo entiendo.
Entonces se rapó y se fue a recorrer el mundo…
Me rapé porque no me cabían los productos para el pelo en la maleta. Tenía 27 o 28 años y estuve tres años dando vueltas por ahí.
¿Dónde estuvo?
¿Qué más había detrás de ese viaje?
A mí me parecía que mi vida era horrible porque no podía hacer lo que quería. Y lo que yo quería era viajar y escribir y vivir de escribir.
Salía, tomaba mucho, fumaba bareta; estaba en un momento muy autodestructivo de sexo, drogas y rock and roll. Fueron dos años de crisis. Escribí mi primera novela y me fui
¿Cuándo lo tuvo claro?
Cosquillas en la lengua.
Tenía que posar...
Hay que ser muy valiente para asumir que a uno no le gusta su vida, que la quiere cambiar, y hacerlo. ¿Se reconoce así de valiente?
Creo que sí lo soy, pero también siento que no tenía alternativa. Era eso o matarme, como tener una pistola en la cabeza.
Entonces sale Cosquillas en la lengua, que no le gustó nada a su mamá.
Yo había sido libretista de televisión y luego trabajé dos años en publicidad. Terminé la novela y no conocía a nadie, salvo a libretistas y a los publicistas de Cali. Entonces busqué editoriales en el directorio telefónico. Imprimí como siete paquetes y los envié. Como me iba de viaje, tuve que dejar la dirección de mi mamá porque no tenía casa. Anagrama devolvió esa novela diciendo que era muy chévere, pero que no la iban a publicar. Después me la publicó Planeta. La novela llegó a la casa de mi mamá.
¿Y?
La noté rara. Le pregunté y me dijo que había leído la novela. “¿Usted cree que esto es arte? Esto es lo que uno nunca debe decir”, me dijo. Yo la miré y en ese momento algo se me iluminó. Eso es, dije. Eso es arte. Hacer lo contrario de lo que se espera de uno.
¿Pero qué podía ser tan terrible?
Es que el personaje se llamaba Pilar Quintana, fumaba marihuana, se comía tipos que no eran sus novios... y estaba borracha.
Creo que hay un bar mítico de Cali que está muy presente en esa historia…
En los años 80, en Cali no había muchos bares de rock y de repente hubo como un surgimiento. Uno de esos locales fue Martyn’s, que se convirtió en centro de reunión de gente que se conocía de algunos colegios y barrios. Yo tenía un parche de amigos, luego todos nos fuimos a estudiar y cuando volvimos rumbeábamos ahí los fines de semana, desde el jueves. El bar tiene bastante presencia en la novela, pero al dueño, que es un irlandés, no le gustó la descripción que hice y se molestó un poco conmigo.
Hay otro momento fundamental en su vida y es cuando se va a vivir con su pareja a Juanchaco, a la selva del Pacífico, de 2003 a 2012.
Creo que eso fue una continuación de mi vida de viajera. Me encantaba andar descalza, leer, escribir, nadar y caminar por la selva.
Ha contado mucho esa experiencia de la selva, pero algo que resulta fascinante es que a veces tuviera que volver a casa nadando.
A mi casa, que quedaba en el acantilado, la separaba del pueblo, que estaba en la playa, un estero. Los esteros se vacían con la marea baja y puedes pasar caminando. Cuando la marea sube están llenos de agua y entonces tenés que pasar nadando. Pasás en lancha o nadando.
Y así durante nueve años. ¿Qué era lo más duro?
Los bichos. Me dio malaria y leishmaniasis. Y a las cinco de la tarde tenía que estar bañada y de manga larga en ese calor.
¿Cómo fue padecer leishmaniasis?
La enfermedad no es terrible y yo me la pillé muy rápido porque estaba pendiente. Me di cuenta de que había una heridita que no sanaba y me fui al centro de enfermedades tropicales en Cali y me diagnosticaron. Lo horrible fue que me aplicaron dos inyecciones en cada nalga durante 28 días.
En qué diría que es más fuerte, ¿en lo emocional o en lo físico?
En ambos. Soy fuerte, pero también supervulnerable. Es decir, parezco fuerte, pero mirá las cosas que me han pasado en la vida. Yo viví durante doce años con un marido maltratador. Mucha gente me pregunta: “¿pero uno cómo puede?”. Y es que el maltratador no te está dando puños en la cara todo el tiempo. Con mi marido teníamos una vida maravillosa en la selva y algunas semanas jartas.
Entiendo.
A mí me salvó una autora que se llama Alice Miller. Ella me mostró cómo fui una niña maltratada desde la infancia. En realidad, casi todos somos niños maltratados. En mi generación, los papás pensaban que, si no nos pegaban, no nos estaban educando bien. Era natural y uno creía que se lo merecía por necio e insoportable.
Resulta tremendo reconocer que durante muchísimo tiempo el castigo físico era algo normal en las familias.
Pero también pienso que nuestros padres hicieron lo que pudieron y que fueron mejores que sus padres, y que sus vidas fueron más duras que las nuestras. Yo ya estoy reconciliada con eso.
Ya soy una señora en mis cabales y sé lo difícil que es esta profesión. Me conformo con que la novela les guste a mis amigos y venda un número que me permita publicar con el mismo editor
No puedo creerlo. Mi editora en inglés me decía “pues vas a tener que creerlo, porque es verdad”. Me pareció impresionante.
Sus amigos cuentan que el lanzamiento de La perra fue muy discreto. ¿Qué expectativa tenía?
¿Le costó distanciarse emocionalmente de la selva para escribir esta novela?
¿Volvería?
No quiero volver porque ahí fui muy feliz. A mí me parece que donde yo vivía era el sitio más lindo del universo. He viajado por muchos países y he visto muchos sitios y esto era precioso. No soy capaz de volver allá y sentir que ya no es mío, que no puedo vivir ahí. De solo pensarlo me derrumbo y me siento como morir. Los indígenas de Australia dicen que la tierra no es de uno, sino que uno es de la tierra. Y yo era de esa tierra y tuve que renunciar de esa manera tan traumática. Entonces es doloroso. Además, allí viví uno de los momentos más felices de mi vida, pero también uno de los más oscuros.
Algunos críticos ven una influencia clara de Yerma, de García Lorca, en La perra.
Hay otro detonante en su cabeza y es la imagen del cadáver de un perro que usted se encuentra en un camino y que es devorado casi en tiempo récord.
La relación de Damaris (el personaje principal de la novela) con su perra Chirli pasa por la ternura, los celos, la violencia. Me pregunto, ¿cómo es su relación con los animales?
Uno establece con los animales relaciones tan complejas como con los seres humanos. Cuando viví en la selva tuve tres perras y una gata. Una se murió envenenada. Era mi perra adorada. Luego tuve una gata maravillosa que amé, pero le dio leishmaniasis después que a mí y tuvimos que sacrificarla. Esas dos experiencias fueron determinantes para la novela. También tuve otra perra, hija de una que estuvo con nosotros cinco años. Resulta que cuando creció se volvió salvaje, cazadora; se perdía y aparecía al cabo de los días vuelta mierda y se volvía a escapar. La regalamos. No hubo una Chirli como en la novela, fueron varias.
Usted tenía muy claro que no quería ser madre. ¿Qué la hizo cambiar de opinión?
Lo que creo es que no quería tener hijos con mi primer marido porque en el fondo de mi corazón sabía que había algo muy malo en esa relación. Recuerdo que inmediatamente después de separarme y estar en ese proceso de duelo salía a caminar y veía parejas con niños y pensaba que yo no los había tenido. Me preguntaba por qué si se suponía que no quería. Y ahí empecé a pensar que quizás sí los hubiera tenido, pero no con ese man. Para entonces tenía 39 años y creía que ya no iba a pasar porque a uno le meten en la cabeza que a los 40 es una anciana decrépita. Incluso pensaba que nadie me iba a querer y que tampoco me iba a enamorar. Me sentía muy derrotada. La terapia me sirvió para aprender a entender qué me había pasado y a no repetirlo.
Me dio un infarto que tiene un nombre muy poético, Síndrome de Takotsubo o síndrome de corazón roto. Da por estrés emocional, pero el corazón vuelve a estar normal, sin cicatrices
Y entonces llega este nuevo amor a su vida, alguien a quien ya conocía...
Después de ese episodio sufrió un infarto...
Un corazón triste, que literalmente se rompió...
Se rompió. Yo pensaba que no me iba a volver a quedar embarazada. Y aunque la ginecóloga me decía que era una mujer fértil, no le creía por eso que nos han dicho, que las mujeres después de los 40 ya no vamos a ser madres. Supongo que eso fue muy duro para mí.
Aparte de la maternidad frustrada, La perra también nos traslada a esa zona de Colombia que nadie ve, nos pone delante el racismo sistémico de este país, el abandono.
El Pacífico es esa zona olvidada a la que le damos la espalda y que tiene una cordillera que es un muro. Entonces yo tengo que hacer que la vean. Creo que los escritores tenemos esa responsabilidad. Y también quería desmontar esa creencia de la selva como acogedora y maravillosa, que lo es, pero también es terrible. No quería pintar esa idea occidental romántica, sino mostrar cómo era.
En su obra también es recurrente Cali. Pareciera una relación amor-odio.
No, yo no odio a Cali; la quiero. Lo que pasa es que me parece difícil vivir allá, es una ciudad donde no permiten al que se salga de la norma. Es diferente llegar y verla porque es maravillosa, el río que la pasa es divino, el viento por la tarde, los árboles, la salsa. Pero en el lugar donde crecí es difícil que me acepten como soy porque rompo un poco sus esquemas.
Leyendo La perra, y escuchando sobre su vida, uno pensaría que ha podido exorcizar casi todos sus demonios.
* * *
POR: TATIANA ESCÁRRAGA
FOTOS: RICARDO PINZÓN
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 101. NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2020
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