Uno de los criterios más usados hoy en día (y de los que más desconfío) a la hora de recomendar un libro es ese vocablo, tan descriptivo y a la vez manido, que se incluye en frases como: “este libro te engancha desde el primer momento y ya no lo puedes dejar”; sí, el vocablo al que me refiero es “enganchar”. No ya por las connotaciones asociadas a la adicción que pueda tener, sino porque este grado de “enganche” suele ser inversamente proporcional al tiempo gastado en leerlo: si alguien se “engancha” a un libro suele leerlo en tres sentadas, sin dormir prácticamente y, a continuación, busca como sea otro libro de las mismas características. ¿Esto es malo? No, claro. Que un libro te dé ganas de leer es bueno. El problema es que otro tipo de lecturas no te “enganchen” y la frustración origine que abandones otros libros más retadores.
Según uno lee y lee libros se da cuenta de muchas peculiaridades. Una de estas es el ritmo de lectura. Evidentemente, unos libros se leen más rápido que otros, todos los que leemos lo notamos. Es parte de su personalidad, cada libro exige una forma de leer: velocidad, atención, … algunos te solicitan calma, reflexión, una atención total cuando estás en su lectura. Otros te piden marcha, velocidad, atención más dispersa. En el caso de Don Delillo nos encontramos con lecturas sosegadas, tranquilas, reflexivas. Él mismo lo comenta en su estupenda novela “Body Art” (2001):
“Se llevó a la boca una cucharada de cereales y olvidó saborearlos. En el intervalo transcurrido desde que se llevó la comida a la boca hasta el desdichado instante en que lo tragó hubo un momento en que perdió el gusto.”
Si extrapolamos está metáfora a la literatura podríamos decir que, hoy en día, falta un poco saborear los libros, centrándose la mayoría de lectores en el hecho de “tragar novelas” sin más reflexión.
Delillo escribió “Los Nombres” tras su experiencia vivida en Grecia, por la contraportada (“asesinatos rituales de una secta obsesionada por el lenguaje”) podríamos deducir que se trata del típico best-seller conspirativo, paranoico y cargado de acción e investigación. Pero, muy al contrario, es un simple pretexto, ya que el objetivo es estudiar el lenguaje (“Era el propio alfabeto. Les interesaban las letras, los símbolos escritos que formaban una secuencia fija“) y los límites de la cultura afectados por el uso del lenguaje.
Pasando por los diferentes ambientes que nos propone en diversas localizaciones (una isla del Egeo, el Peloponeso griego, un desierto en la india), la persecución de la secta que origina estos asesinatos rituales desembocará en el estudio deconstructivo del lenguaje y sus implicaciones en la cultura y en la identidad de la persona; así, el escritor habla en el capítulo del desierto, ya llegando a la parte final del libro que “en el desierto todo cuenta. La palabra más simple contiene un enorme poder. Cada sonido corresponde únicamente a un signo. Ahí reside la genialidad del alfabeto. Simple, inevitable.” En una memorable y desconcertante coda, todo se desmonta, el lenguaje es fallido como expresión, como signo de identidad, es necesario reinventarlo (“Haz lo que tu lengua te diga que debes hacer. ¡Entierra el antiguo lenguaje y libera el nuevo“) para definirnos nosotros mismos.
Todo ello realizado con la calma de la que hablaba en el principio, deleitándonos con lugares paradisíacos y con el monólogo interior de los personajes, hay miedo a la muerte, y superioridad por tener ese conocimiento. Hay crítica de la sociedad que nos rodea, hay maestría para expresar todo esto.
Delillo es uno de los mejores escritores actuales, el postmodernismo en su plenitud, si estás dispuesto a dedicarle tiempo, ese tiempo que sus novelas requieren, parafraseando al escritor: a “no olvidar saborear sus novelas”, es más que probable que no te decepcione, muy al contrario, será tan estimulante que, posiblemente, no quieras parar de leerlas.
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