Historia de las paseantes rebeldes: por qué te da pereza salir a deambular a la calle
La desescalada recupera el ideal del paseo sin fines productivos pero pone en evidencia la falta de estrategias urbanísticas para disfrutarlo, especialmente si eres mujer.
NOELIA RAMÍREZ | 12 MAY 2020 23:59
Uno de los mayores placeres de la desescalada es poder salir sin cartera. Como si de un desafío a la vieja normalidad se tratara, durante las horas estipuladas por decreto, y con muchas grandes ciudades todavía inmersas en la fase 0, nos hemos visto animados a tirarnos a las calles con espíritu idealista y sin el afán de comprar, gastar o sentir que únicamente nos movemos para engranar la rueda de la productividad. No todos han recibido esta medida de alivio con optimismo. «Yo es que salir a pasear así, sin objetivo ninguno, pues no lo veo. Así que sigo sin salir. Ya cuando se puedan hacer cosas, hablamos», tuiteó el periodista Quique Peinado –luego lo borró–, generando un polarizado debate entre los que se sentían identificados con el hastío que les producía la idea de vagar por las calles sin rumbo y los que se horrorizaron ante esto de entender el ‘yo’ como un sujeto medible y de provecho en la comunidad.
¿Por qué a algunos urbanitas les da bajona la idea de pisar la calle si no pueden hacer nada? ¿Qué ha fallado para que el paseo sea entendido como un simple medio o herramienta para llegar a algo? No es que los alérgicos a salir mientras las tiendas y las terrazas sigan cerradas sean unos desalmados con sangre de horchata, es que las ciudades en las que habitan no se planificaron para motivarles a hacerlo si no iban, precisamente, a consumirlas. Ahí están todas esas colas monumentales en centros comerciales de París y Lyon para entrar en Zara el primer día que podían hacerlo. Nos abrieron las calles y solo supimos salir a comprarlas.
Si el confinamiento expuso la precariedad salvaje de un país sobreviviendo en minipisos sin balcones ni luz ni pasillos por los que transitar, la desescalada ahora nos muestra las grietas de unas urbes en la que, sin sitios en los que tirar de tarjeta, dejaron como apetecibles a cuatro avenidas y paseos con árboles en los que hacer malabares para mantener la distancia social. Siendo mujer, además, esta cosa de deambular por la urbe siempre tuvo un plus de dificultad.
Reivindicar a la ‘paseante incómoda’
«Necesitamos ser, volver a ser, flâneuses. Debemos seguir siendo paseantes incómodas». Lo reivindicó Anna María Iglesia cuando escribió su ensayo/manual cultural de insubordinación femenina en La revolución de las flâuneuses (Wunderkammer, 2019) y recopiló aquella lista de mujeres y colectivos femeninos ilustres (Emilia Pardo Bazán, Flora Tristán, Luisa Carnés, Clara Campoamor o Las Sinsombrero, entre otras) que se reivindicaron como sujetos críticos frente a ciudades que habían convertido a las mujeres en objetos de consumo para la mirada masculina. Mujeres que querían ocupar su espacio en las calles, solas, por el simple gusto de hacerlo. Mujeres que querían divagar por la urbe como hacían los grandes pensadores (hombres) y no utilizarla únicamente para cargarse con la compra porque era en la jaula del hogar donde sí podían recibir visitas. Mujeres que querían poder abstraerse y reflexionar en las calles sin tener que estar hipervigilantes y temerosas de ser increpadas o asaltadas. Hoy en día, colectivos como Ontologías Feministas realizan talleres como Strolling you down, donde trasladan este espíritu de las flâneuses a lo digital y ofrecen herramientas útiles y planes de acción concretos para reconocer a los abusadores y acosadores y defenderse de ellos en esa otra esfera al hacer scroll. En nuestras calles de la vida real, las ciudades también siguen sin estar pensadas o planificadas para que las mujeres las disfruten sin trabas, sin sobresaltos y de forma apacible.
«Cuando los planificadores urbanos no tienen en cuenta el género, los espacios públicos se convierten en espacios masculinos por defecto», dice Caroline Criado Pérez en La mujer invisible (Seix Barral, 2020). Premiada al mejor libro del año de la Royal Society of Science, la británica pone en evidencia cómo la arquitectura, urbanismo y zonificación de nuestras urbes han pasado por alto los desplazamientos femeninos. Las mujeres son más proclives que los hombres a desplazarse a pie y cubrir distancias más largas por sus responsabilidades sociales adquiridas como cuidadoras (ya sea con bolsas de la compra, con carritos o acompañando a parientes a los que cuidan), pero un informe del Banco Mundial de 2007 desprendió que el 73% de la financiación del transporte se destinaba a carreteras, marginando los desplazamientos no motorizados y trayectos cortos. Criado Perez certifica que la zonificación de las ciudades se pensó en función de las necesidades de un hombre heterosexual casado que transita por ella en coche dos veces al día (por ejemplo, en Rio de Janeiro, siguiendo con la tendencia mundial, el 71% de los automóviles son propiedad de los hombres, y ellos tienen el doble de probabilidades de viajar en coche que las mujeres en coches particulares). Aunque Criado Perez alaba la red ortogonal de autobuses de Ada Colau en Barcelona («una cuadrícula en lugar de una telaraña, que es más útil para los transportes encadenados, los que más se realizan por cuidados»), a las mujeres, a escala global, se lo ponen más difícil para moverse por las ciudades. También poder disfrutarlas en su tiempo libre.
No solo hay trabas. Las mujeres suelen tener miedo en los espacios públicos. Un estudio del departamento de Transporte del Reino Unido desveló que al 62% de las mujeres les atemoriza caminar en los aparcamientos que tengan varios pisos, que seis de cada diez tienen miedo a los andenes de las estaciones de tren, el 49% a la parada de autobús y el 59% lo sentía al volver caminando a casa desde la parada de autobús (los hombres contestaron con un 31, 25, 20 y 25% respectivamente). Eso provoca que ellas hayan adaptado sus rutas e incluso eviten caminar por la noche por la ciudad. Rara es la amiga que no ha guardado, pese a su sed infinita por beberse la noche, los 20 euros de rigor para sentirse segura al volver a casa en taxi. De día, también pasa.
A mediados de la década de los 90, una investigación de funcionarios locales de Viena descubrió que las niñas dejaban de visitar los parques y las áreas de juego públicas a partir de los diez años. ¿Qué pasaba? El problema eran los grandes espacios abiertos: obligaban a las niñas a competir por el espacio con los niños. «Como no tenían suficiente seguridad, solían irse», rescata Criado Perez. La solución fue subdividir el parque en zonas más pequeñas y el abandono femenino se revirtió. También en las entradas en las zonas deportivas. Si solo había una puerta de acceso, los niños se agrupaban en esta, «de modo que las chicas, poco dispuestas a aguantar el acoso, simplemente dejaban de entrar». La arquitecta Claudia Prinz-Brandenburg ideó más entradas y las hizo más amplias. Y también subdividió las pistas de juego. Fueron cambios sutiles pero funcionaron. Las niñas recuperaron el espacio de juego cuando se pensó en ellas. No pensar en las mujeres y las dinámicas sociales que las mueven también las perjudica a la hora de disfrutar del espacio público. Pero, ¿y si ese espacio ha perdido su alma?
La reconquista de las «ciudades saqueadas»
A finales de los años 90 se popularizaron una serie de fiestas antiglobalización que bajo el lema Reclaim the Streets (Reivindica las calles) empleaba las estrategias de las raves para convocar a grupos poblacionales en un ambiente festivo y lúdico en un punto de las ciudades a una hora determinada. La protesta se desarollaba siempre de las misma forma: había música, baile, juegos infantiles o se plantaban huertos y árboles arrancando el asfalto. Se tomaban las calles para protestar contra la construcción de carreteras y la invasión de los centros urbanos por parte de los coches. Una fiesta para reivindicar el espacio como bien común. En Barcelona, tal y como recuerda Marina Garcés en Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg, 2018) se convocaron dos. «Ver a niños y niñas jugando en los cruces de calle, sin peligro de ser atropellados, o gente desnuda bañándose en las fuentes de la ciudad hacía tomar consciencia de los muertas que estaban nuestras ciudades». Algo similar se experimenta ahora al ver a todos esos paseantes o corredores tomando los carriles motorizados del paseo de la Castellana de Madrid durante el fin de semana o muchas otras avenidas a las que se ha robado terreno a la tiranía del coche. La fantasía de una ciudad para aquellos que la habitan parece materializarse. «¿De qué está hecha una ciudad?», se preguntaba Garcés en su libro. «Del ir y venir de la gente. […] Una ciudad no es, por tanto, una mercancía, ni un espacio de consumo, ni una empresa, ni una marca». Justamente todo en lo que nos habíamos convertido.
Ahora que nos toca pasear por ciudades rendidas a un turismo de paso que por lo pronto no volverá, comprendemos que transitábamos por calles que han estado pensadas únicamente para la gente vaya y venga de trabajar. Se nos quedan pequeñas las zonas peatonales porque únicamente servían para controlar el ocio dentro de la urbe. Normal que haya gente que deteste la idea o le dé pereza bajar solo a pasear. Sus calles no están pensadas para que lo puedan disfrutar. «Las ciudades no han sido ordenadas, han sido saqueadas» defendió Jane Jacobs en Muerte y vida de la grandes ciudades (en su sexta edición ya en Capitán Swing) hace más de medio siglo y sigue igual de vigente en pleno 2020. Jacobs odiaba en lo que se había convertido las urbes de nuestra era: «Barrios residenciales inanes, centros cívicos únicamente frecuentados por indigentes, centros comerciales que son una imitación de las avenidas comerciales de las ciudades llenos de franquicias, vías rápidas para los coches que destripan a las ciudades, paseos que no van a ninguna parte y que no tienen paseantes…». Ciudades que mataban la vida en la calle y aislaban a sus ciudadanos, los individualizaba y alejaba del sentido de comunidad. Centros culturales megalómanos construidos únicamente por el efecto llamada de arquitectos marca que no atiendan a las necesidades vecinales. Jacobs ya advirtió de la que nos esperaba en estas ciudades fragmentadas por las que ahora intentamos pasear de nuevo.
La urbanista y activista alertó sobre los efectos de la gentrificación a mediados del siglo pasado: «Para alojar a la gente de manera planificada, se etiqueta a la población con su precio correspondiente y cada paquete de población segregada, etiquetada y tarifada vive en creciente sospecha y rencor contra la ciudad que lo rodea». También cargó duramente contra las administraciones por tal estropicio: «Alcanzar este grado de monotonía, esterilidad y vulgaridad ha requerido unos extraodinarios incentivos financieros gubernamentales. Décadas de prédica, escritos y exhortaciones a cargo de expertos que se han dedicado a convencernos, a nosotros y a nuestros gobernantes, de que este puré es lo que nos conviene, siempre y cuando, naturalmente, se sirva sobre un lecho de hierba» y lamentó cómo las políticas de rehabilitación no habían conseguido quebrar la dicotomía entre las zonas altas y los barrios bajos de las ciudades («en el peor de los casos destruye las vecindades donde previamente existían comunidades constructivas y prósperas»).
Cada año, a principios de mayo y coincidiendo con la semana de su cumpleaños, algunas ciudades del mundo la homenajean organizando el denominado «paseo Jane» (Jane’s Walk), una iniciativa que se inició en Toronto en 2007 y que se ha trasladado a múltiples ciudades por el globo para reflexionar sobre las problemáticas de los barrios y sobre el acto en sí del paseo dentro de la urbe. ¿Nos movemos por ella únicamente para desplazarnos hacia el trabajo, la tienda o aquello que llamamos hogar? ¿Qué uso y disfrute hacemos de nuestros desplazamientos? Todas estas dudas y reflexiones asoman ahora que las calles se nos han vuelto, momentáneamente, distintas.
Aficionada a largos paseos y la observación de pájaros en San Francisco, en su libro How to do nothing, resisting the attention economy (Melville, 2019), la artista Jenny Odell hace énfasis en «la importancia de un espacio público» en el que sea posible tejer una comunidad, una teoría que ella etiqueta como «la ecología con los extraños». Odell lamenta que la casualística del algoritmo también se haya trasladado a nuestros pisos, la relación con nuestros vecinos y nuestra relación con las propias calles. «Digamos que decido pasar el resto de mi vida preocupándome solo por mi familia, mis actuales amigos y los potenciales amigos que me recomienda el algoritmo. Imaginemos que solo interactuo con ellos de manera recomendada (aquellos que aparecen como ‘gente que quizá conozcas’), como ir solo a inauguraciones artísticas, hablar sobre arte o actividades que impliquen aumentar ese networking. Apostaría a que mi mundo y el mundo que descubriría sería el mismo que el del ‘Descubrimiento Semanal’ de mi lista de Spotify». La desescalada también nos reveló esto. Que todos éramos paseantes cómodos atrapados por las mismas calles arriba y abajo, una y otra vez, recluidos en nuestro algoritmo en la ciudad.
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