Las Ramblas de Barcelona, vacías, el pasado 3 de abril.FOTO DE ADRIÀ PUIG GETTY IMAGES |
PASEOS LITERARIOS
Pasear sin rumbo fijo es un ejercicio que durante siete semanas ha estado prohibido. Autores como H. D. Thoreau, Walter Benjamin, Guy Debord o Rebecca Solnit sostienen que es una forma de pensar.
Barcelona, un descenso
Enrique Vila-Matas1 de mayo de 2020
La atmósfera es completamente real, aunque deambulo tarde en la noche. Estoy en lo alto de la ciudad, ando por la misma zona en la que en una verbena de san Juan el llamado Pijoaparte surgió de las sombras de su barrio y bajó caminando por la carretera del Carmel, hasta alcanzar la plaza Sanllehy, que es adonde acabo de llegar y desde donde voy marchando, en zigzag continuo, hasta alcanzar el 546 de la calle Cerdeña, donde un día estuvo la casa del capitán Blay, víctima de la guerra y lúcido en su locura. Cruzo, segundos después, por el campo de hierba artificial del Europa al que mi padre, por ser amigo del aventurero Zalacaín (fugaz presidente del club), estuvo una vez ligado. Y pronto queda también atrás la Travesía del Mal mientras voy bajando, con ritmo de paseo, por el Torrente de las Flores, arteria del barrio mental de Juan Marsé, sutil mezcla de las antiguas barriadas de La Salut y el Carmel, las del Guinardó y Gràcia. Voy bajando y al mismo tiempo noto la cercanía del Eixample, la zona más oscura de Barcelona, la misma en la que Carmen Laforet situó la lóbrega atmósfera de Nada, su implacable retrato milimétrico de la burguesía catalana.
En fin, voy y no voy, dejándome caer por el Torrente, sabiendo que, una vez rebasada la plaza del señor Rovira, mi campo visual se habrá poblado aún más de nietos de los derrotados históricos, de aquellos “hombres de hierro forjados en tantas batallas, hoy llorando por los rincones de las tabernas”. Voy y no voy, casi ya directo, en línea recta, hacia el territorio de la infancia, el paseo de mi vida, el Paseo de San Juan, al que llegaré seguramente con las primeras luces, cuando el día esté ya clareando. Podría reconstruir de memoria, casa por casa, el tramo del Paseo de San Juan que va desde la esquina con Rosellón (donde ahora vive Joan de Sagarra) hasta la de Valencia, donde están los Maristas, la desquiciada escuela: el trayecto de siete minutos que mayor número de veces he recorrido en la vida, ya que en una época lo hice cuatro veces por día, de casa al colegio y del colegio a casa en dobles sesiones de mañana y tarde. Y recuerdo cómo, al acabar la jornada, muchas veces ya en noche cerrada, no podía apartar los ojos de la coloración submarina de los portales del Eixample, con su misterio y profundidad ocultando mi futuro.
Multiplíquese más de cien veces al mes a lo largo de catorce cursos de trescientos días cada uno, y tendremos el número de recorridos que di durante la larga época escolar por ese paseo de mi vida por el que ahora desciendo con decisión, camino del Arco de Triunfo y del puerto, camino de unas Ramblas que ya no son lo que fueron cuando una gente brutalmente local constituía su único espectáculo, aquel gran río de humanidad que bajaba hasta el mar, donde solía acabar nuestro paseo andado, tantas veces hecho de desesperaciones por el fracaso de nuestros anhelos, un paseo andado que siempre hicimos cuesta abajo y que parece ahora querer recordarnos que, pasado el tiempo, aquello que nos fue negado –la ciudad abierta–, aquello que un día deseamos que llegara a ser Barcelona se va construyendo, pero al revés de cómo lo habíamos soñado, se va forjando con el cruel material de nuestra derrota, con todo aquello que un día, doloroso es decirlo, creímos indestructible.
UN LIBRO: Diario de Escudellers, de Sergio Pitol (incluido en El arte de la fuga). Extraordinario recuento del infierno vivido por Pitol en junio y agosto de 1969, en la Barcelona más canalla de todos los tiempos.
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