Mujer desnuda con collar de collar,1910 Augusto Macke |
EL COLLAR
Guy de Maupassant / The necklace (Cuento en inglés)
Guy de Maupassant / La parure (Cuento en francés)
Guy de Maupassant / O colar (Cuento en portugués)
Era una de esas lindas y deliciosas criaturas nacidas como por un error
del Destino en una familia de empleados. No tenía dote, ni esperanzas de
cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida,
comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y consintió
que la casaran con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer
obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde;
porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su
encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto
de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía,
que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y
todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las
paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las
cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban
y la llenaban de indignación. La vista de la muchacha bretona que les servía de
criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en
las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas
lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en
anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los
grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de
figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos
para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y
agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando se sentaba, a las hora de comer, delante de la mesa redonda,
cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la
sopera, diciendo con aire de satisfacción: "¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay
nada para mí tan excelente como esto!", pensaba en las comidas delicadas,
en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que pueblan las
paredes de personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico;
pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes
maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de
esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de
faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo
aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos
goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva
y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera del colegio a la cual no quería ir a
ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba
después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana volvió a su casa el marido con expresión triunfante y
agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-; aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
"El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora
de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el
hotel del Ministerio".
En lugar de enloquecer de alegría, conforme pensaba su esposo, tiró la
invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué he de hacer yo de eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción.
¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te
advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las
buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los
empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con
impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbuceó:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy
bonito...
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos
gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus
mejillas. El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Pero ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y
respondió con voz tranquila, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a
cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
El estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera
servirte en otras ocasiones; un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en
la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de
asombro del empleadillo.
Respondió al fin, titubeando:
-No lo sé de fijo; pero creo que con cuatrocientos francos me
arreglaría.
El marido palideció algo, pues reservaba precisamente esta cantidad para
comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre,
con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido
luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba, y la señora de Loisel parecía triste,
inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le
dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo desatinada y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme.
Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustarla más no ir a ese
baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales –le replicó él-. Eso es muy
elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres
rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
Eso le parecía humillante como parecer una pobre en medio de mujeres
ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu compañera de colegio, la señora de
Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para
tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón. No había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo,
lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz
veneciana de oro y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas
joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a
devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de
brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado. Sus manos
temblaban al ir a cogerlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció
en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó
el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más
bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de
alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de
serle presentados. Todos los directores generales querían bailar un vals con
ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella
bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en
nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en
una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas
las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan
completa y tan dulce para un alma de mujer.
Él le
echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto
abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la
elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista
por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel
la retuvo diciendo:
-Espera,
mujer; vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero
ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando
estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando
voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron
hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas
vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche
cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó
hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron
tristemente en el portal. Pensaba el hombre, apesadumbrado, en que a las diez
había de ir a la oficina.
La
mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del
espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de
repente dejó escapar un grito.
Su
esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué
tienes?
Ella se
volvió hacia él, acongojada.
-Tengo...,
tengo... -balbuceó- que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
El se
irguió, sobrecogido:
-¿Eh?...,
¿cómo? ¡No es posible!
Y
buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los
bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él
preguntaba:
-¿Estás
segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí; lo
toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero
si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en
el coche.
-Sí. Es
probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y
tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se
contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy
-dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por
casualidad lo encuentro.
Y
salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama,
desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su
marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a
la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar
un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas
de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna
esperanza.
Ella le
aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado, ante aquel
horrible desastre.
Loisel
regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido
averiguar nada.
-Es
menester -dijo- que escribas a tu amiga haciéndole saber que has roto el broche
de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella
escribió lo que su marido le decía.
Al cabo
de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y
Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado
encima cinco años, manifestó:
-Es
necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día
siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se
leía en su interior. El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora,
no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para
complacer a un cliente.
Anduvieron
de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida,
recordándola, describiéndola, tristes y angustiados.
Encontraron,
en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció
idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo
consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron
al joyero que se lo reservase por tres días, con la condición de que les
daría por él treinta y cuatro mil francos si lo devolvían antes de finales de
febrero porque se hubiera encontrado el
otro.
Loisel
poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y,
efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises
aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con
usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida,
firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las
angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la
perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales,
fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta
y seis mil francos.
Cuando
la señora Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto
displicente:
-Debiste
devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No
abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si hubiera
notado la sustitución, ¿qué habría pensado?, ¿qué habría dicho? ¿no la habría
tomado por una ladrona?
La
señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía
para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel
dinero que debían. Despidieron a la criada, buscaron una habitación más
económica, una buhardilla.
Conoció
los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los
platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en
el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños,
que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura
y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y,
vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero,
del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo,
regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía
céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era
necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El
marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un
comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y
vivieron así diez años.
Al cabo
de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses,
multiplicados por las renovaciones usurarias.
La
señora Loisel parecía entonces una vieja. Habíase transformado en la mujer
fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas
torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua
fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba
junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile
donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál
sería su fortuna, su estado al día de hoy, si no hubiera perdido el collar?
¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué cambios tan singulares ofrece la vida! ¡Qué
poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un
domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de
las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba llevando
a un niño cogido de la mano.
Era su
antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre
seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y
saludarla? ¿Por qué no? Habiéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con
orgullo, su desdicha.
Se puso
frente a ella y dijo:
-Buenos
días, Juana.
La otra
no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella
infeliz. Balbuceó:
-Pero....
¡señora!..., no sé... Usted debe de confundirse...
-No.
Soy Matilde Loisel.
Su
amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh!
¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás!...
-Sí;
muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias....
todo por ti.. .
-¿Por
mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas
aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-Sí, ¿y
qué?
-Pues
bien: lo perdí...
-¡Cómo!
¡Si me lo devolviste!
-Te
devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para
pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo
teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La
señora Forestier se había detenido.
-¿Dices
que compraste un collar de brillantes para sustituir el mío?
-Sí. No
lo habrás notado ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al
decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier,
sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh!
¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras
falsas!... ¡Valía quinientos francos a lo sumo!...
17 de febrero de 1884
ANTOLOGIA DE CUENTO UNIVERSAL
James Joyce / Los muertos Juan Carlos Onetti / La cara de la desgracia Patricia Highsmith / La heroína Federico Fellini / Bianchina Julio Cortázar / El perseguidor Ray Bradbury / El que espera
Gabriel García Márquez / Un señor muy viejo con unas alas enormes
Romain Gary / Los pájaros van a morir al Perú Guy de Maupassant / El collar Villiers de L'Isle-Adam / La esperanza Franz Kafka / Ante la ley Jorge Luis Borges / Las ruinas circulares W.W. Jacobs / La pata de mono Raymond Carver / Tres rosas amarillas Alice Munro / Ver las orejas del lobo Oscar Wilde / El cumpleaños de la infanta Milan Kundera / El falso autostop Jhumpa Lahiri / Una medida temporal Ernest Hemingway / Las nieves del Kilimanjaro Juan José Arreola / La migala Katherine Mansfield / La fiesta en el jardín |
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