Muere el Nobel de Literatura húngaro
Imre Kertész a los 86 años
El escritor, que obtuvo el premio en 2002,
fallece en su casa de Budapest, según la agencia MTI
GUILLERMO ALTARES
Madrid 31 MAR 2016 - 11:33 COT
Madrid 31 MAR 2016 - 11:33 COT
El
premio Nobel de Literatura húngaro, Imre Kertész, superviviente de
Auschwitz, falleció este jueves a los 86 años en su ciudad natal, Budapest. Su
obra, sobre todo su novela Sin destino (Acantilado), que tardó 13 años en
escribir y publicó en 1975, ofrece tanto desde el punto de vista literario como
testimonial una ventana única para observar el acontecimiento que define el
siglo XX: el Holocausto. Kertész era un muchacho de 15 años cuando fue
deportado en 1944 por la policía húngara al campo de exterminio alemán de
Auschwitz, en Polonia. Cuando regresó a Hungría, no sólo halló el apartamento
de sus padres ocupado por extraños, sino que se dio cuenta de que se encontraba
totalmente solo, que toda su familia había sido engullida por la máquina de
asesinar nazi.
Esa
sensación de soledad ante el horror, de que cada decisión tomada por un
adolescente que no ha cumplido la mayoría de edad puede determinar su vida o su
muerte, se encuentra en el corazón de la obra de Kertész, que recibió el premio
Nobel de Literatura en 2002. Fiasco, Kaddish para un hijo no nacido,
Liquidación o sus diarios, La última posada, cuya publicación tiene prevista en
breve su editorial española, Acantilado, forman una obra no demasiado
abundante, pero cuya intensidad, sabiduría y lucidez la convierten en uno de
los monumentos literarios del siglo XX. El novelista húngaro arrastra al lector
a los recovecos del sistema de exterminio nazi sin utilizar apenas adjetivos,
con unas descripciones precisas que se quedan grabadas en la memoria. Sus textos
atrapan por su belleza literaria y, a la vez, por el espeluznante mundo que
describen, por la forma en que nos obligan a reflexionar sobre el mal absoluto.
Kertész,
que padecía parkinson y había anunciado que dejaba la literatura, había
regresado a Hungría en 2013, después de vivir durante años en Alemania, y se
mostraba tremendamente crítico con la deriva autoritaria que padece su país
bajo el Gobierno de Viktor Orban. “Allí campan por sus fueros los antisemitas y
la ultraderecha”, señaló en una entrevista con este diario realizada por Adan
Kovacsics, uno de sus traductores al castellano. En aquella misma entrevista,
publicada en enero de 2013, hablaba de un acontecimiento transcendental que ha
marcado el final de su vida: la desaparición de los testigos, la conciencia de
que su voz es una de las últimas que podrán contar en primera persona el
Holocausto.
El
escritor, como Elie Wiesel, otro judío húngaro deportado a Auschwitz, premio
Nobel de la Paz, o Primo Levi, el químico italiano que sobrevivió a los campos
y que acabó suicidándose, era consciente de que la importancia de su literatura
iba más allá de las palabras, que debía ocupar un papel esencial en la
sociedad.
“La
esencia de mi obra consiste en trasladar lo ocurrido a una dimensión
espiritual. Que quede en la conciencia, aunque ahora lo veo con menos optimismo
que hace unos años. El Holocausto es el hundimiento universal de todos los
valores de la civilización y una sociedad no puede permitir que se repita, que
vuelva a presentarse una situación parecida. Pero la crisis económica, una
crisis así, dio pie a la llegada de Hitler al poder. Por tanto, deberían sonar
todas las alarmas. Pero no suenan. Lo cual quiere decir que el Holocausto no
está presente en la conciencia de los políticos europeos”, señaló en aquel
testimonio.
Sin
destino, su obra magna, relata su vida con la estrella amarilla en el pecho en
Budapest, su deportación a Auschwitz, el gigantesco campo a la vez de trabajo y
de exterminio en el que fueron asesinadas en torno a 1,1 millones de personas,
su supervivencia a las marchas de la muerte tras el cierre del campo ante el
avance soviético, su traslado a Buchenwald y su regreso a Hungría, donde en
breve tendría que enfrentarse a un nuevo horror: la dictadura estalinista. En
torno a la mitad de los judíos que fueron enviados a Auschwitz para ser
exterminados en cámaras de gas o a través del trabajo hasta la muerte eran
húngaros, unos 450.000, lo que demuestra la demencia asesina del régimen de
Hitler, porque muchas de estas deportaciones se produjeron en 1944, con la
guerra ya perdida. Ese es el escenario del horror industrial en el que
transcurre el filme El hijo de Saúl, que ganó este año el Oscar a la mejor
película de habla no inglesa y que está profundamente influida por la obra de Kertész.
En una
de las últimas entrevistas que concedió, publicada en el diario francés Le
Monde en enero de 2015, explicaba que el momento crucial, en el que todo se
decidía, eran “los primeros 20 minutos de la llegada al campo”. Por eso en Sin
destino describe con tanta precisión la llegada a Auschwitz. Ese relato no es
sólo uno de los pasajes cumbres de su obra, sino de toda la literatura del
siglo XX: la confusión, las diferentes lenguas –Auschwitz era una tremenda
cacofonía lingüística en el que muchas veces los presos no se entendían entre
ellos y tampoco a los guardias–, la presencia de los SS, que se pasean
aparentemente despreocupados, aunque supervisan la selección en la que se
decide la muerte inmediata en las cámaras de gas o retrasada por el trabajo. Al
bajar del vagón, un preso le pregunta si habla yidish –el dialecto de los judíos
de Europa Oriental, cercano al alemán–, mientras que él esperaba poder
entenderse en hebreo. Gracias a sus conocimientos de alemán descubre que los
presos quieren saber su edad. Cuando responde que tiene 15 años, le ruegan que
diga que son 16. Seguramente esa conversación en medio del caos en una lengua
que ni siquiera comprendía bien le salvó la vida.
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