Gabriel García Márquez |
Querido Gabo
Más que un escritor eras una voz bíblica que relató su tiempo
y nos dejó un mapa de señales.
En algún momento se acabaría “la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte” que has llevado hasta el extremo. El mes de abril de este año 14, se da por concluido el círculo de un tiempo que parecía no pasar, sino dar vueltas en redondo. Justo cuando todo ese continente al que perteneces cambia también su ciclo y los coroneles se extinguen como dinosaurios incapaces de seguir royendo vidas ajenas.
Más que un escritor eras una voz bíblica que relató su tiempo y nos dejó un impagable mapa de señales. Te imagino al poner punto final a Cien años de soledad como un dios que termina una complicada creación. Satisfecho por tu esfuerzo, pero triste por el final. ¿Comprenderían los humanos que solo se trataba de una advertencia para no repetir el terrible círculo de la estirpe de los Buendía y fundar, en tiempos futuros, un nuevo Macondo libre de la enfermedad de la soledad?
No hacía falta una línea más, una obra más, en esa escritura redonda, circular. Todo lo demás ya estaba en las páginas de tu relato bíblico. Quizá algo de amor, quizá una mayor explicación de la génesis de este sentimiento, perdido en la juventud, añorado en la madurez, recuperado en esa segunda inocencia que es la vejez.
Te guardaste la llave del manejo del tiempo. La llave dorada que da cuerda adelante y atrás a las historias y que traza intrincados mapas cronológicos. Como si el tiempo fuese un espacio, un lugar visitable del que se pueden dibujar mapas, relaciones, porque no hay presente ni pasado sino escenarios que se conectan en esa casa grande en la que habitamos y que, en algunos sueños, vislumbramos que posee habitaciones desconocidas.
Te llevaste el secreto del nuevo fátum, de un destino humano no escrito por los dioses, sino por la terca voluntad de los humanos. Tus personajes deambulan por los textos esperando que algo los detenga, sabiendo que nadie lo hará, celebrando el magnífico día que amanece y del que serán completamente ajenos en un breve lapso de tiempo. Entre la vida y la muerte hay solo el grosor de un cabello y todas tus ciudades desembocan abruptamente en la pared de un cementerio.
Nos enseñaste las interioridades de los dictadores, sus crímenes privados, más reveladores que sus ignominias públicas. La ruina moral que carcomía (ojalá el tiempo pasado esté definitivamente escrito) todo el continente. Nos mostraste cambios increíbles que se producían en 24 horas, la maldita alianza entre la guerra y la industrialización descarnada de la United Fruit Company. Enviaste tu cólera divina contra estas ciudades y las arrasaste con diluvios interminables, con vientos que empezaban como brisas y acababan como vendavales capaces de arrancar de cuajo las ciudades de los viejos vicios del silencio y la soledad.
Dibujaste este paisaje de desolación para romper la maldición, para advertir a los humanos de que está en nosotros la posibilidad de fundar nuevas ciudades que no desemboquen en cementerios; pueblos que no vuelvan a asistir impasibles a la muerte de sus vecinos; amores que no naufraguen por la resignación. A fin de cuentas, si es posible dibujar mapas del tiempo y sentir el paso del espacio, el destino no pertenecerá más a los guerreros ni a los dioses. La prueba es que su periodista favorito, se ha ido a descansar.
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