JUAN VILLORO
1 ABR 2016 - 16:08 COT
En su
admirable novela Patria o muerte, Alberto Barrera plantea la paradoja de un
hombre que gobierna su país con absoluto sentido del control, pero encuentra
una inesperada región indómita: su propio cuerpo.
La
trama se enmarca en los últimos días de Hugo Chávez. Todo se ha polarizado en
Venezuela: “La única síntesis de esa dialéctica era el mal humor”, escribe
Barrera. Si alguien muestra recelo ante el líder, el oficialismo lo llama
“escuálido”, insulto acuñado por el comandante cuyo primer juguete fue el
micrófono que descubrió en su escuela.
Como en
tantos momentos históricos de América Latina, la sociedad se divide en bandos
teóricamente irreductibles. Los chavistas y los antichavistas parecen
pertenecer a cosmogonías distintas; sin embargo, la procelosa realidad hace que
los dogmas y los destinos se confundan. Narradas por Barrera, las historias son
más complejas que la ideología.
Un
periodista que repudia al Gobierno revolucionario aprovecha la ley inquilinaria
para vivir en un departamento sin pagar renta. Su casera es una mujer que se
opone a la acción violenta, pero acepta servirse de unas brigadistas para
invadir su propia casa. Página a página, las convicciones son rectificadas por
los infinitos matices de la realidad. Una mujer que entiende la paranoia como
un principio de supervivencia es alcanzada por las balas que le dan la razón y
el hombre que detesta el pacto de sangre entre Chávez y Castro, participa en
otro pacto: se casa con una cubana para recibir información confidencial a
cambio de ayudarla a salir de la isla.
Visión
crítica de un país donde la política se ha convertido en religión, Patria o
muerte es un asombroso lugar de discrepancia donde se explica la atracción del
chavismo. Una voz que puede pertenecer a millones de venezolanos narra una
infancia menesterosa en la que sus padres iban a los barrios ricos a ver cómo
vivía “la gente”: aquellas casas intangibles eran habitadas por personas. El
resto vivía en la sombra. Esta escena no justifica las reivindicaciones
chavistas, pero permite comprenderlas.
En una
Latinoamérica afecta a las divisiones terminales, Barrera ha emprendido una
aventura de la pluralidad con los recursos de los que sólo dispone la novela.
La agonía del caudillo es relatada en variados discursos íntimos. Unos festejan
con dicha punitiva, otros padecen una orfandad anticipada, otros más luchan por
equilibrar el alivio y la compasión. Todos aguardan. Los síntomas del líder son
los de su ánimo.
Chávez
entiende la enfermedad en clave política: “Acababa de mandar también otro
mensaje, estaba dejando claro que la única voz autorizada para hablar de su
cuerpo era la suya. Que él era el único dueño de su enfermedad. Qué él
gobernaba, también, sobre el saber clínico, sobre la ciencia, sobre lo que
podía conocerse y decirse a propósito de su salud. En el fondo, estaba dejando
claro que, incluso desde un quirófano, seguiría haciendo política”. Sin
embargo, ya Gógol descubrió que no hay nada más risible que el cuerpo humano,
ese depósito de misterios que tiene una idea genial y luego un retortijón.
Chávez
no gobierna su organismo. Lo peor para su causa es que hay testimonio de ello.
Sus últimas horas son registradas en un teléfono celular. Ese testimonio
desmitificador va a dar a unos niños, que entenderán esa historia desde el
porvenir.
“Los
dioses no tienen cuerpo”, escribe Barrera. Demasiado tarde, el caudillo
descubre su condición mortal. Patria o muerte es el mapa de un país, o de un
continente, donde se vive para evadir a los otros y se comprueba que sólo se
existe a través de ellos.
La
impresionante lección política de un gran novelista.
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