Rosario Ferré
LA MUÑECA MENOR
L
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a tía vieja había sacado desde muy temprano el sillón
al balcón que daba al cañaveral como hacía siempre que se despertaba con ganas
de hacer una muñeca. De joven se bañaba a menudo en el río, pero un día en que
la lluvia había recrecido la corriente en cola de dragón había sentido en el
tuétano de los huesos una mullida sensación de nieve. La cabeza metida en el
reverbero negro de las rocas, había creído escuchar, revolcados con el sonido
del agua, los estallidos del salitre sobre la playa y pensó que sus cabellos
habían llegado por fin a desembocar en el mar. En ese preciso momento sintió
una mordida terrible en la pantorrilla. La sacaron del agua gritando y se la
llevaron a la casa en parihuelas retorciéndose de dolor.
El
médico que la examinó aseguró que no era nada, probablemente había sido mordida
por una chágara viciosa. Sin embargo pasaron los días y la llaga no cerraba. Al
cabo de un mes el médico había llegado a la conclusión de que la chágara se
había introducido dentro de la carne blanda de la pantorrilla, donde había
evidentemente comenzado a engordar. Indicó que le aplicaran un sinapismo para
que el calor la obligara a salir. La tía estuvo una semana con la pierna
rígida, cubierta de mostaza desde el tobillo hasta el muslo, pero al finalizar
el tratamiento se descubrió que la llaga se había abultado aún más,
recubriéndose de una substancia pétrea y limosa que era imposible tratar de
remover sin que peligrara toda la pierna. Entonces se resignó a vivir para
siempre con la chágara enroscada dentro de la gruta de su pantorrilla.
Había
sido hermosa, pero la chágara que escondía bajo los largos pliegues de gasa de
sus faldas la había despojado de toda
vanidad. Se había encerrado en la casa rehusando a todos sus pretendientes. Al
principio se había dedicado a la crianza de las hijas de su hermana,
arrastrando por toda la casa la pierna monstruosa con bastante agilidad. Por
aquella época la familia vivía rodeada de un pasado que dejaba desintegrar a su
alrededor con la misma impasible musicalidad con que la lámpara de cristal del
comedor se desgranaba a pedazos sobre el mantel raído de la mesa. Las niñas adoraban
a la tía. Ella las peinaba, las bañaba y les daba de comer. Cuando les leía
cuentos se sentaban a su alrededor y levantaban con disimulo el volante
almidonado de su falda para oler el perfume de guanábana madura que supuraba la
pierna en estado de quietud.
Cuando
las niñas fueron creciendo la tía se dedicó a hacerles muñecas para jugar. Al
principio eran sólo muñecas comunes, con carne de guata de higüera y ojos de
botones perdidos. Pero con el pasar del tiempo fue refinando su arte hasta
ganarse el respeto y la reverencia de toda la familia. El nacimiento de una
muñeca era siempre motivo de regocijo sagrado, lo cual explicaba el que jamás
se les hubiese ocurrido vender una de ellas, ni siquiera cuando las niñas eran
ya grandes y la familia comenzaba a pasar necesidad. La tía había ido
agrandando el tamaño de las muñecas de manera que correspondieran a la estatura
y a las medidas de cada una de las niñas. Como eran nueve y la tía hacía una
muñeca de cada niña por año, hubo que separar una pieza de la casa para que la
habitasen exclusivamente las muñecas. Cuando la mayor cumplió diez y ocho años
había ciento veintiséis muñecas de todas las edades en la habitación. Al abrir
la puerta, daba la sensación de entrar en un palomar, o en el cuarto de muñecas
del palacio de las zarinas, o en un almacén donde alguien había puesto a
madurar una larga hilera de hojas de tabaco. Sin embargo, la tía no entraba en
la habitación por ninguno de estos placeres, sino que echaba el pestillo a la
puerta e iba levantando amorosamente cada una de las muñecas canturreándoles
mientras las mecía: Así eras cuando tenías un año, así cuando tenías dos, así
cuando tenías tres, reviviendo la vida de cada una de ellas por la dimensión
del hueco que le dejaban entre los brazos.
El
día que la mayor de las niñas cumplió diez años, la tía se sentó en el sillón
frente al cañaveral y no se volvió a levantar jamás. Se balconeaba días enteros
observando los cambios de agua de las cañas y sólo salía de su sopor cuando la
venía a visitar el doctor o cuando se despertaba con ganas de hacer una muñeca.
Comenzaba entonces a clamar para que todos los habitantes de la casa viniesen a
ayudarla. Podía verse ese día a los peones de la hacienda haciendo constantes
relevos al pueblo como alegres mensajeros incas, a comprar cera, a comprar
barro de porcelana, encajes, agujas, carretes de hilo de todos los colores.
Mientras se llevaban a cabo estas
diligencias, la tía llamaba a su habitación a la niña con la que había soñado
esa noche y le tomaba las medidas. Luego le hacía una mascarilla de cera que
cubría de yeso por ambos lados como una cara viva dentro de dos caras muertas;
luego hacía salir un hilillo rubio interminable por un hoyito en la barbilla.
La porcelana de las manos era siempre translúcida; tenía un ligero tinte
marfileño que contrastaba con la blancura granulada de las caras de biscuit.
Para hacer el cuerpo, la tía enviaba al jardín por veinte higüeras
relucientes. Las cogía con una mano y
con un movimiento experto de la cuchilla las iba rebanando una a una en cráneos
relucientes de cuero verde. Luego las inclinaba en hilera contra la pared del
balcón, para que el sol y el aire secaran los cerebros algodonosos de guano
gris. Al cabo de algunos días raspaba el contenido con una cuchara y lo iba introduciendo
con infinita paciencia por la boca de la muñeca.
Lo
único que la tía transigía en utilizar en la creación de las muñecas sin que
estuviese hecho por ella, eran las bolas de los ojos. Se los enviaban por
correo desde Europa en todos los colores, pero la tía los consideraba
inservibles hasta no haberlos dejado sumergidos durante un número de días en el
fondo de la quebrada para que aprendiesen a reconocer el más leve movimiento de
las antenas de las chágaras. Sólo entonces los lavaba con agua de amoniaco y
los guardaba, relucientes como gemas, colocados sobre camas de algodón, en el
fondo de una lata de galletas holandesas. El vestido de las muñecas no variaba
nunca, a pesar de que las niñas iban creciendo. Vestía siempre a las más
pequeñas de tira bordada y a las mayores de broderí, colocando en la cabeza de
cada una el mismo lazo abullonado y trémulo de pecho de paloma.
Las
niñas empezaron a casarse y a abandonar la casa. El día de la boda la tía les
regalaba a cada una la última muñeca dándoles un beso en la frente y
diciéndoles con una sonrisa: "Aquí tienes tu Pascua de Resurrección".
A los novios los tranquilizaba asegurándoles que la muñeca era sólo una
decoración sentimental que solía colocarse sentada, en las casas de antes, sobre
la cola del piano. Desde lo alto del balcón la tía observaba a las niñas bajar
por última vez las escaleras de la casa sosteniendo en una mano la modesta
maleta a cuadros de cartón y pasando el otro brazo alrededor de la cintura de
aquella exuberante muñeca hecha a su imagen y semejanza, calzada con zapatillas
de ante, faldas de bordados nevados y pantaletas de valenciennes. Las manos y
la cara de estas muñecas, sin embargo, se notaban menos transparentes, tenían
la consistencia de la leche cortada. Esta diferencia encubría otra más sutil: la muñeca de boda no estaba
jamás rellena de guata, sino de miel.
Ya
se habían casado todas las niñas y en la casa quedaba sólo la más joven cuando
el doctor hizo a la tía la visita mensual acompañado de su hijo que acababa de
regresar de sus estudios de medicina en el norte. El joven levantó el volante
de la falda almidonada y se quedó mirando aquella inmensa vejiga abotagada que
manaba una esperma perfumada por la punta de sus escamas verdes. Sacó su
estetoscopio y la auscultó cuidadosamente. La tía pensó que auscultaba la
respiración de la chágara para verificar si todavía estaba viva, y cogiéndole
la mano con cariño se la puso sobre un lugar determinado para que palpara el
movimiento constante de las antenas. El joven dejó caer la falda y miró
fijamente al padre. Usted hubiese podido haber curado esto en sus comienzos, le
dijo. Es cierto, contestó el padre, pero yo sólo quería que vinieras a ver la
chágara que te había pagado los estudios durante veinte años.
En
adelante fue el joven médico quien visitó mensualmente a la tía vieja. Era
evidente su interés por la menor y la tía pudo comenzar su última muñeca con
amplia anticipación. Se presentaba siempre con el cuello almidonado, los
zapatos brillantes y el ostentoso alfiler de corbata oriental del que no tiene
donde caerse muerto. Luego de examinar a la tía se sentaba en la sala
recostando su silueta de papel dentro de un marco ovalado, a la vez que le
entregaba a la menor el mismo ramo de siemprevivas moradas. Ella le ofrecía galletitas
de jengibre y cogía el ramo quisquillosamente con la punta de los dedos como
quien coge el estómago de un erizo vuelto al revés. Decidió casarse con él
porque le intrigaba su perfil dormido, y porque ya tenía ganas de saber cómo
era por dentro la carne de delfín.
El
día de la boda la menor se sorprendió al coger la muñeca por la cintura y
encontrarla tibia, pero lo olvidó en seguida, asombrada ante su excelencia
artística. Las manos y la cara estaban confeccionadas con delicadísima
porcelana de Mikado. Reconoció en la sonrisa entreabierta y un poco triste la
colección completa de sus dientes de leche. Había, además, otro detalle
particular: la tía había incrustado en el fondo de las pupilas de los ojos sus
dormilonas de brillantes.
El
joven médico se la llevó a vivir al pueblo, a una casa encuadrada dentro de un
bloque de cemento. La obligaba todos los días a sentarse en el balcón, para que
los que pasaban por la calle supiesen que él se había casado en sociedad.
Inmóvil dentro de su cubo de calor, la menor comenzó a sospechar que su marido
no sólo tenía el perfil de silueta de papel sino también el alma. Confirmó sus
sospechas al poco tiempo. Un día él sacó los ojos a la muñeca con la punta del
bisturí y los empeñó por un lujoso reloj de cebolla con una larga leontina.
Desde entonces la muñeca siguió sentada sobre la cola del piano, pero con los
ojos bajos.
A
los pocos meses el joven médico notó la ausencia de la muñeca y le preguntó a
la menor qué había hecho con ella. Una cofradía de señoras piadosas le había
ofrecido una buena suma por la cara y las manos de porcelana para hacerle un
retablo a la Verónica en la próxima procesión de Cuaresma. La menor le contestó
que las hormigas habían descubierto por fin que la muñeca estaba rellena de
miel y en una sola noche se la habían devorado. "Como las manos y la cara
eran de porcelana de Mikado, dijo, seguramente las hormigas las creyeron hechas
de azúcar, y en este preciso momento deben de estar quebrándose los dientes,
royendo con furia dedos y párpados en alguna cueva subterránea." Esa noche el médico cavó toda la tierra
alrededor de la casa sin encontrar nada.
Pasaron
los años y el médico se hizo millonario. Se había quedado con toda la clientela
del pueblo, a quienes no les importaba pagar honorarios exorbitantes para poder
ver de cerca a un miembro legítimo de la extinta aristocracia cañera. La menor
seguía sentada en el balcón, inmóvil dentro de sus gasas y encajes, siempre con
los ojos bajos. Cuando los pacientes de su marido, colgados de collares,
plumachos y bastones, se acomodaban cerca de ella removiendo los rollos de sus
carnes satisfechas con un alboroto de monedas, percibían a su alrededor un
perfume particular que les hacía recordar involuntariamente la lenta supuración
de una guanábana. Entonces les entraban a todos unas ganas irresistibles de
restregarse las manos como si fueran patas.
Una
sola cosa perturbaba la felicidad del médico. Notaba que mientras él se iba
poniendo viejo, la menor guardaba la misma piel aporcelanada y dura que tenía
cuando la iba a visitar a la casa del cañaveral. Una noche decidió entrar en su
habitación para observarla durmiendo. Notó que su pecho no se movía. Colocó
delicadamente el estetoscopio sobre su corazón y oyó un lejano rumor de agua.
Entonces la muñeca levantó los párpados y por las cuencas vacías de los ojos
comenzaron a salir las antenas furibundas de las chágaras.
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