Ilustración de Fernando Vicente |
Patricia Highsmith
BIOGRAFÍA
La prostituta autorizada o la esposa
Traducción de Maribel de Juan
Traducción de Maribel de Juan
“The Fully Licensed Whore, or, The Wife”
Little Tales of Misogyny
Sarah
siempre se había dedicado a eso en plan de aficionada, y a los veinte años se
casó, con lo que obtuvo la licencia. Para remate, el matrimonio se celebró en
una iglesia en presencia de la familia, amigos y vecinos, puede que incluso
tuviera a Dios como testigo, ya que, desde luego, El estaba invitado. Iba toda
de blanco, aunque ciertamente no era virgen, dado que estaba embarazada de dos meses
y no del hombre con quien se casaba, el cual se llamaba Sylvester. Ya podía convertirse
en una profesional, contando con la protección de la ley, la aprobación de la
sociedad, la bendición de los clérigos y el apoyo económico garantizado por su
marido.
Sarah
no perdió el tiempo. Primero fue el hombre del contador del gas, como ejercicio
de precalentamiento; luego, el limpiaventanas, cuyo trabajo le llevaba un
número variable de horas, dependiendo de lo sucias que le hubiera dicho a
Sylvester que estaban las ventanas. A veces Sylvester tenía que pagarle ocho
horas de trabajo y un poco más por horas extra. En ocasiones, el limpiaventanas
estaba allí cuando Sylvester salía para el trabajo y seguía estando allí cuando
volvía a casa por la tarde. Pero éstos eran morralla, y Sarah pasó a su
abogado, lo que tenía la ventaja de que éste no cobraba las minutas por los
servicios prestados a la familia Sylvester Dillon, la cual constaba ya de tres
miembros.
Sylvester
estaba orgulloso de su hijito Edmund y se ruborizaba de placer cuando las
amistades comentaban el parecido de Edmund con él. Las amistades no mentían, se
limitaban a decir lo que pensaban que debían decir, lo mismo que le hubieran
dicho a cualquier padre. Después del nacimiento de Edmund, Sarah cortó sus
relaciones sexuales con Sylvester (que nunca habían sido frecuentes),
diciéndole: "Con uno basta, ¿no crees?" Otras veces decía:
"Estoy cansada", o "Hace demasiado calor". Vamos, que el
pobre Sylvester sólo valía por su dinero —no era rico, pero tenía una buena
posición y porque era relativamente inteligente y presentable, no lo bastante
agresivo para resultar una molestia y... Bueno, eso era más o menos lo único
necesario para satisfacer a Sarah. Ella tenía la vaga idea de que necesitaba un
protector y acompañante. De algún modo, firmar "Señora de" daba más
categoría.
Disfrutó
tres o cuatro años de amoríos con el abogado; luego fue su médico; después, un
par de maridos descarriados pertenecientes a su círculo social, más unas
cuantas escapadas de dos semanas con el padre de Edmund. Estos hombres la
visitaban generalmente por las tardes, de lunes a viernes. Sarah era sumamente
precavida e insistía —dado que su fachada principal era visible desde varias
casas vecinas— en que sus amantes la llamaran desde algún lugar próximo para
que ella pudiese decirles si el panorama estaba despejado. La hora más segura
era la una y media, cuando la mayoría de la gente estaba comiendo. Después de
todo, lo que Sarah se jugaba era su techo y su comida, y Sylvester se estaba
poniendo nervioso, aunque todavía no sospechaba nada.
En
el cuarto año de matrimonio, Sylvester hizo una pequeña escena. Le había hecho proposiciones
a su secretaria, así como a la chica que trabajaba detrás del mostrador en su
oficina de suministros, y había sido suave, pero firmemente rechazado, por lo
que su autoestima se hallaba en un punto bajo.
—¿No
podríamos volver a intentarlo? —fue la sugerencia de Sylvester.
Sarah
contraatacó con una docena de batallones con los cañones listos para disparar
durante años. Se hubiera pensado que era ella la persona con quien se había
cometido una injusticia.
—¿Acaso
no he creado un hogar perfecto? ¿No soy una buena anfitriona? La mejor, según todos
nuestros amígos, ¿no es verdad? ¿He dejado de ocuparme de Edmund alguna vez?
¿He dejado alguna vez de tenerte preparada una comida caliente cuando volvías a
casa?
Ojalá
te olvidaras de la comida caliente de cuando en cuando y pensaras en otra cosa,
deseaba decirle Sylvester, pero era demasiado bien educado para soltarlo.
—Y
además tengo buen gusto —añadió Sarah como andanada final—. Nuestros muebles no
sólo son buenos, sino que están bien cuidados. No sé qué más esperas de mí.
Los
muebles estaban tan brillantes que la casa parecía un museo. Muchas veces a
Sylvester le daba apuro manchar los ceniceros. Hubiese preferido más desorden y
un poco más de calor. ¿Cómo podía decírselo?
—Ahora
ven a tomar algo —dijo Sarah, más dulcemente, extendiendo una mano en un gesto sin
precedentes en los últimos años. Se le acababa de ocurrir una idea, un plan.
Sylvester
cogió su mano con alegría y sonrió. Repitió de todos los platos que ella le
ofreció insistentemente. La cena fue buena, como de costumbre, porque Sarah era
una excelente y meticulosa cocinera. Sylvester esperaba que la velada tuviera
un final feliz, pero en ese sentido quedó defraudado.
La
idea de Sarah era matar a Sylvester a base de buenas comidas, de amabilidad en
cierto sentido, de cumplir con su deber de esposa. Iba a cocinar más y de una
forma más elaborada. Sylvester ya tenía barriga; el médico le había advertido
que tuviera cuidado con los excesos en la comida, la falta de ejercicio y todo
ese rollo. Pero Sarah estaba suficientemente informada respecto al control del
peso como para saber que lo que cuenta
es lo que se come, no el ejercicio que se haga. Y a Sylvester le encantaba
comer. El escenario estaba preparado y ¿qué podía perder?
Empezó
a usar grasas más fuertes, manteca de ganso y aceite de oliva, a hacer
macarrones con queso, a untar los sandwiches con una gruesa capa de
mantequilla, a insistir en que la leche era una espléndida fuente de calcio
para combatir la caída del cabello de Sylvester. El engordó diez kilos en tres
meses. El sastre tuvo que arreglarle todos los trajes y luego hacerle otros
nuevos.
—Tenis,
querido —le dijo Sarah, preocupada—. Lo que necesitas es un poco de ejercicio.
Confiaba
en que le diera un ataque al corazón. Pesaba ya más de cien kilos y no era un
hombre alto. Se ahogaba al menor esfuerzo.
El
tenis no sirvió de nada. Sylvester era lo bastante prudente, o lo bastante
pesado, para limitarse a estar de pie en la pista y dejar que la pelota viniera
a él, y si la pelota no venía, él no pensaba correr tras ella para golpearla.
Así que, un caluroso sábado en que le había acompañado a las pistas como
siempre, Sarah fingió desmayarse. Murmuró que quería que la llevase al coche
para ir a casa. Sylvester se esforzó por levantarla, jadeando, ya que Sarah
tampoco era un peso ligero. Desgraciadamente para sus planes, dos tipos
vinieron corriendo desde el bar del club para echarles una mano y metieron a
Sarah en el Jaguar con facilidad.
Una
vez en casa, con la puerta cerrada, Sarah se desvaneció de nuevo y farfulló en
un tono hermético, aunque débil, que era preciso llevarla arriba, a la cama.
Era la gran cama de matrimonio de la cual les separaban dos tramos de escalera.
Sylvester la alzó en brazos, pensando que no presentaba una imagen muy
romántica subiendo trabajosamente escalón a escalón y dando traspiés mientras
llevaba a su amada al lecho. Finalmente, tuvo que echársela al hombro, y aun
así se cayó de bruces al llegar al descansillo del segundo piso. Jadeando
fuertemente, rodó a un lado para librarse del cuerpo inerte de Sarah, y volvió
a intentarlo, esta vez simplemente arrastrándola por el vestíbulo enmoquetado
hasta el dormitorio. Sintió la tentación de dejarla tumbada allí hasta que recuperase
el aliento (ella ni se movía), pero podía imaginar sus recriminaciones si
volvía en sí en los próximos segundos y se encontraba con que él la había
dejado tirada en el suelo.
Sylvester
se puso de nuevo a la tarea, empleando en ella toda su fuerza de voluntad,
porque, ciertamente, fuerza física no le quedaba ya. Le dolían las piernas, la
espalda le estaba matando, y se asombró de lograr levantar ese peso (casi
setenta kilos) hasta la cama. "¡Uuff!", dijo Sylvester, y retrocedió
tambaleándose, con la intención de derrumbarse en una butaca, pero ésta tenía
ruedecitas y se deslizó hacia atrás, por lo que él aterrizó en el suelo con un golpe
que hizo temblar la casa. Un dolor espantoso le atenazaba el pecho. Se llevó un
puño al pecho y mostró los dientes en una mueca de agonía.
Sarah
le observaba, echada en la cama. No hizo nada. Esperó y esperó. Casi se quedó
dormida. Sylvester gemía y pedía ayuda. Era una suerte, pensó Sarah, que esta
tarde hubieran dejado a Edmund con una canguro, en lugar de que ésta viniera a
la casa. Después de unos quince minutos, Sylvester se quedó inmóvil. Sarah se
durmió al fin. Cuando se levantó, comprobó que Sylvester estaba bien muerto y
empezando a enfríarse. Entonces telefoneó al médico de la familia. Todo le fue
bien a Sarah. La gente dijo que hacía sólo pocas semanas se habían asombrado
del buen aspecto que tenía Sylvester, con las mejillas sonrosadas y todo eso.
Sarah recibió una suma muy apañada de la compañía de seguros, su viudedad, y
cantidad de comprensión y afecto de la gente, que le aseguraba que ella le
había dado a Sylvester lo mejor de sí misma, había formado un hogar perfecto,
le había dado un hijo, en una palabra, se había entregado completamente a él y había
hecho que su vida, desgraciadamente más bien corta fuese tan feliz como podía
serlo la vida de un hombre. Nadie dijo: "¡Qué crimen tan perfecto!",
que era la opinión personal de Sarah, y ahora podía reírse al pensarlo. Ahora
podía convertirse en la Viuda Alegre. Exigiendo pequeños favores de sus amantes
—sin darle importancia, claro está— iba a ser fácil vivir aún mejor que antes
de morir Sylvester. Y podría seguir firmando "Señora de".
Pequeños cuentos misóginos
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