Cristina Peri Rossi
DESASTRES ÍNTIMOS
La botella de lejía no se
abrió. Patricia se sintió frustrada y, luego, irritada. Nuevo tapón, más seguro, decía la etiqueta del envase. El sábado
había hecho las compras, como todos los sábados, en un gran supermercado, lleno
de latas de cerveza, conservas, fideos y polvos de lavar. La marca de lejía era
la misma y, al cogerla del estante, no advirtió el nuevo sistema de tapón. Ahora, mayor comodidad, decía la
etiqueta, y la leyenda le pareció un sarcasmo. Eran las siete menos cuarto de la
mañana; tenía que darle el biberón a su hijo, vestirlo, colocar sus juguetes y
pañales en el bolso, bajar al garaje, encender el auto y apresurarse para
llegar a la guardería, antes de que las calles estuvieran atascadas y se le
hiciera tarde para el trabajo. Arterias, llamaban a las calles; con el uso,
unas y otras se atascaban: el colapso era seguro.
Después de dejar a Andrés en la
guardería le quedaban quince minutos para atravesar la avenida, conducir hasta
el aparcamiento de la oficina y subir en el ascensor, planta veintidós,
Importación y Exportación, Gálvez y Mautone, S.A. Debía intentar abrir el
tapón. Tenía que serenarse y estudiar las instrucciones de la etiqueta. En
efecto: en el vientre de la botella había un dibujo y, debajo, unas letras pequeñas.
El dibujo representaba el tapón (Nuevo
diseño, mayor comodidad) y unos delgados dedos e mujer, con las uñas muy
largas. El texto decía: PARA ABRIR EL TAPÓN APRIETE EN LAS ZONAS RAYADAS. Miró
el reloj en su muñeca. Faltaba poco para las siete. Nerviosamente, pensó que no
tenía tiempo para buscar las zonas rayadas del tapón, como ninguno de sus
amantes había tenido tiempo para buscar sus zonas erógenas. La vida se había
vuelto muy urgente: el tiempo escaseaba. Aún así, alcanzó a descubrir unas
muescas, que era lo máximo que sus amantes habían descubierto en ella. Según
las instrucciones de la botella, ahora debía presionar con los dedos para
desenroscar el tapón. Alguno de sus estúpidos ex─amantes también había creído
que todo era cuestión de presionar. Efectuó el movimiento indicado por el
dibujo, pero la rosca no se movió. AHORA, LEVANTE LA TAPA SUPERIOR, decía el
texto. ¿Cuándo era «ahora»? Uno de sus amantes había pretendido, también, que
ella dijera «ahora», un poco antes del momento culminante. Le pareció
completamente ridículo. Como a un niño que se le enseña a cruzar la calle, o a
un perrito cuando debe orinar. Sin embargo, los asesores de publicidad de la
empresa donde ella trabajaba solían decir que había que tratar a los
consumidores como si fueran niños: explicarles hasta lo más obvio. ¿Ella era
una niña? ¿Qué el tapón de la maldita botella no se abriera significaba que
algo había fracasado en su sistema de aprendizaje? ¿Los empresarios de la marca
de lejía habían diseñado un nuevo tapón para mujeres-niñas que criaban
hijos-niños, que a su vez engendrarían nuevos consumidores-niños hasta el fin
de los siglos? Algo había fallado en el diseño. O era ella. Porque la tapa no
se había abierto. Y se estaba haciendo demasiado tarde. «Serénate», pensó. Los
nervios no conducían a ninguna parte. Desde que Andrés había nacido (hacía dos
años), su vida estaba rigurosamente programada. Se levantaba a las seis de la
mañana, se duchaba, tomaba su desayuno con cereales y vitamina C, se vestía (el
aspecto era muy importante en un trabajo como el suyo) y, luego, llevaba a
Andrés a la guardería. De allí, lo más rápidamente posible, hasta su trabajo.
En el trabajo, hasta las cinco de la tarde, volvía a ser una mujer
independiente y sola, una mujer sin hijo, una empleada eficiente y responsable.
A la empresa no le interesaban los problemas domésticos que pudiera tener. Es
más: Patricia tenía la impresión de que, para lo jefes de la empresa, la vida
doméstica no existía. O creían que sólo la gente que fracasaba tenía vida
doméstica.
A la salida de la oficina, iba
a buscar a Andrés. Lo encontraba siempre cansado y medio dormido, de modo que
conducía de vuelta a su casa, a la misma hora que, en la ciudad, miles y miles
de hombres y de mujeres que habían carecido de vida doméstica hasta las seis de
la tarde también conducían sus autos de regreso, formando grandes atascos.
Después, tenía que dar de comer al niño, bañarlo, acostarlo y ordenar un poco
la casa. Le quedaba muy poco tiempo para las relaciones personales. (Bajo este
acápite, Patricia englobaba las conversaciones telefónicas con el padre de
Andrés, o con la ginecóloga que controlaba sus menstruaciones y hormonas.
Alguna vez, también, llamaba por teléfono a un ex─amigo o ex─amante: no siempre
se acordaba de si alguna vez fueron lo uno o lo otro, y a las once de la noche,
luego de una jornada dura de trabajo, la cosa no revestía mayor importancia.)
los sábados iba a un gran supermercado y hacía las compras para toda la semana.
Los domingos llevaba a Andrés al parque o al zoo. Pero el único parque de la
ciudad estaba muy contaminado, y en cuanto al zoológico, el ayuntamiento había
puesto en venta o en alquiler a muchos de sus animales, ante la imposibilidad
de mantenerlos con el escaso presupuesto del que disponía. Si el tiempo no era
bueno, Patricia iba a visitar a alguna amiga que también tuviera hijos
pequeños: Patricia había comprendido que las mujeres con hijos y las mujeres
sin hijos constituían dos clases perfectamente diferenciadas, incomunicables y
separadas entre sí. Hasta los treinta y dos años, ella había pertenecido a la
segunda, pero desde que había puesto a Andrés en el mundo (con premeditación,
todo sea dicho), pertenecía a la primera clase, mujeres con hijos, subcategoría
de madres solteras. En este riguroso plan de vida, no cabían los fallos ni la
improvisación. No cabía, por ejemplo, un maldito tapón que no pudiera abrirse.
«Serénate», volvió a decirse
Patricia. Podía prescindir de la lejía, pero, al hacerlo, se sentía insegura,
humillada. Si no podía abrir un simple tapón de lejía, ¿cómo iba a hacer otras
cosas? Los fabricantes, antes de lanzar el nuevo envase al mercado, debían
haber realizado todas las pruebas pertinentes. Un elemento doméstico de uso tan
extendido está dirigido a un público general e indiferenciado; los fabricantes
optan por sistemas fáciles y sencillos, de comprensión elemental, al alcance de
cualquiera, aun de las personas más ignorantes. Pero ella, Patricia Suárez,
treinta y tres años, licenciada en Ciencias Empresariales y empleada en Gálvez
y Mautone, Importación y Exportación, madre soltera, mujer atractiva, eficiente
y autónoma, no era capaz de abrir el tapón. Tuvo deseos de llorar. Por culpa
del tapón se estaba retrasando; además, estaba nerviosa, no sabía qué ropa
ponerse y seguramente llegaría tarde al trabajo. Y tendría un aspecto
horroroso. En su trabajo la apariencia era muy importante. La apariencia: qué concepto más confuso. No
había tiempo para conocer nada, ni a nadie: había que guiarse por las
apariencias, todo era cuestión de imagen. Iba a contarle a su psicoanalista el
incidente del tapón. Cuando no se tiene un buen amante, es necesario tener un
buen psicoanalista: igual que un buen abogado, o un buen dentista. Por cuestiones
de higiene, como la limpieza del cutis, del cabello o de la mente. Iba al
psicoanalista antes de que naciera Andrés. En realidad, la decisión de tener un
hijo la discutió consigo misma ante el oído ecuánime o indiferente ─Patricia no
lo sabía─ del psicoanalista. «Sea cual sea su decisión ─había dicho él─, yo
estaré de acuerdo con usted.» Patricia pensó que le hubiera gustado que un
hombre ─no el psicoanalista─ le hubiera ducho lo mismo. Pero no lo había tenido.
El padre de Andrés no quería tener hijos, y cuando se enteró del embarazo de
Patricia, se consideró engañado, de modo que aceptó ─a regañadientes─ que su
paternidad se limitaría a la inscripción del niño en el Registro Civil. Él no
quería hijos y Patricia no quería un marido: a veces es más fácil saber lo que
no se quiere. Mientras intentaba abrir el tapón, Patricia pensó que la relación
más estable de su vida era con el psicoanalista. Se le ocurrió que los
psicoanalistas varones eran como machos cabríos: les gustaba tener una manada
de mujeres dependientes, sumisas, frustradas, que trabajaban para él y lo
consultaban acerca de todas las cosas, como si él fuera el gran macho Alfa, el
patriarca, la autoridad suprema, Dios. Seguramente, si le contaba al
psicoanalista la resistencia del tapón de lejía, él le iba a pedir que
analizara los posibles significados de la palabra tapón. Ella diría que, cuando
veía un tapón de botella (especialmente si se trataba del corcho de una botella
de vino o de champán), pensaba en Antonio, el padre de Andrés, por su aspecto
retacón. Enseguida, agregaría que siempre le gustaban los hombres feos, quizás
porque con ellos se sentía más segura: por lo menos, era superior en belleza.
La lejía no se abría. Eran las
siete y media, aún no había despertado a Andrés y no había decidido qué ropa
iba a ponerse. Se le ocurrió que podía salir al rellano y, con la botella de
lejía en la mano, golpear la puerta de un vecino, para que la abriera. A esa
hora temprana, la mayoría de los hombres del edificio estarían afeitándose para
ir al trabajo, y, aunque la vida moderna impide que los vecinos de una planta
se conozcan y se hagan pequeños favores, como prestarse un poco de harina, una
taza de leche o el descorchador, la visión de una débil y desprotegida mujer,
desconcertada ante un envase de imposible tapón, halagaría la venidad de
cualquier macho del mundo. El vecino, en pantalón de pijama y con la cara a
medio afeitar, saldría a la puerta, y con un solo gesto, firme, seco, viril
(como el tajo de una espada), desvirgaría la botella, la degollaría. Le
devolvería la botella desvirgada con una sonrisa de suficiencia en los labios,
y le diría alguna frase galante como: «Sólo se necesitaba un poco de fuerza» o
«Llámeme cada vez que tenga un problema»: una frase ambigua y autocomplaciente,
que reforzara su superioridad masculina. Ella lo aceptaría con humildad, porque
era demasiado tarde y porque su madre siempre le había dicho lo difícil que
era, para una mujer, vivir sola, sin un hombre al lado. Después de escucharla
muchas veces (su madre enviudó muy joven), Patricia tuvo la sensación de que la
dificultad (esa sobre la que su madre insistía repetidamente) era una confusa
mezcla de enchufes rotos, puertas encalladas, reparaciones domésticas, miedo
nocturno, soledad e impotencia. Sintió que la dificultad tenía que ver
oscuramente con el tapón. En ausencia de un hombre que arreglara los enchufes y
abriera los tapones rebeldes, Patricia había considerado la posibilidad de
tener una empleada doméstica. Pero no ganaba siquiera lo suficiente como para
pagar el alquiler del apartamento, la guardería del niño, la gasolina, la ropa
adecuada para su trabajo, muy exigente, la peluquería y la sesión semanal con
el psicoanalista. El psicoanalista era mucho más caro que una empleada de
servicio, aunque en ambos casos se trataba de limpiar. El psicoanalista no sólo
era el macho Alfa de la manada: también era un deshollinador. Entonces,
mientras lidiaba con el tapón, recordó que al mediodía tenía un almuerzo de
negocios con el director de una fábrica de lencería femenina. La lencería
femenina se había puesto de moda, en los últimos años, y, en lugar de un coito
a pelo seco, muchas personas preferían deleitarse con una gama de ligueros,
bragas, sujetadores y arneses que excitaban la imaginación. No podía perder más
tiempo. Tenía que despertar a Andrés, lavarlo, darle el biberón y vestirlo.
Miró con hostilidad la botella de lejía, impoluta, de envase amarillo y tapón
azul, que se erguía, incólume, a pesar de todos sus esfuerzos. No, no era que
ella no pudiera: seguramente, se trataba de un error de la fabricación. El que
diseñó el tapón debía de ser un hombre. Un macho engreído, autosuficiente,
seguro de sí mismo. Diseñó un tapón fallido, un tapón que las manos de una
mujer no podían abrir, porque él, con toda probabilidad, jamás se había fijado
en las manos de una mujer, en su fragilidad, en su delicadeza. El artilugio
nuevo había sustituido al anterior, y ahora, en este mismo momento, en
Barcelona, en Nueva York, en Los Ángeles y en Buenos Aires (la lejía era de una
importante multinacional), miles de mujeres luchaban para desenroscar el tapón,
mientras Andrés empezaba a llorar, seguramente se había despertado hambriento e
inquieto, su reloj biológico tenía requerimientos imperiosos, le indicaba que
algo no iba bien, había ocurrido un accidente, un desperfecto, mamá la dadora,
mamá el pecho bueno no venía a alimentarlo, no lo mecía, no lo besaba, no lo
limpiaba, no lo vestía. Andrés empezaba a llorar como estaba a punto de llorar
ella. Se hacía tarde, el niño tenía hambre, ella se retrasaba y el jefe no
admitía explicaciones, carecía de vida doméstica, como todos los jefes, por lo
cual no tenía lejía, ni tapones: el jefe era un tipo soberbio sin ropa que
lavar, ni trajes que limpiar, los calcetines usados los tiraba a la basura,
comía en el restaurante y no tenía hijos. A la mañana, Andrés sólo bebía la
leche si se la administraba con el biberón. Debía de ser un resabio su etapa de
lactante. «Cuando nos despertamos ─pensó Patricia─, casi todos somos bebés.»
Biberón sí, taza no. Cereales con miel sí, son azúcar no. Era así: los niños
estaban atravesados por el deseo, algo que los adultos no se podían permitir.
¿El deseo de la botella de lejía era permanecer cerrada? «No seas tonta,
Patricia ─se dijo─, los objetos no tienen deseos.» Bien, si no era el caso de
la botella, debía ser el deseo del que inventó el tapón. A ninguna mujer se le
ocurriría que para abrir una botella de lejía era necesario emplear la fuerza.
En el fondo, el inventor había diseñado el tapón perfecto: mudo y silencioso en
su opresión, incapaz de abrirse, de soltar su tesoro, como algunos virgos
queratinosos. (No recordaba dónde había leído eso. Seguramente en alguna
revista, en el dentista o en la peluquería. Era el único tiempo del que
disponía para leer.) El inventor debía de ser
un tipo al que no le gustaba que las cosas se salieran de madre; pensaba
que las cosas tenían que estar siempre contenidas. Atrapadas. Posiblemente,
para él, la botella de lejía era un símbolo fálico. Guardar el semen, no
perderlo ni malgastarlo, no derrocharlo inútilmente. Como Antonio, que hacía el
amor siempre con preservativos, para evitar la paternidad. Ella hubiera jurado
que, sin embargo, Antonio miraba con cierta nostalgia el líquido seminal que
expulsaba el inodoro: quizás lamentaba el desperdicio. El semen siempre olía un
poco a lejía. Y Andrés estaba llorando. Patricia iba a tomar una decisión:
abandonaría el frasco de lejía con su tapón hermético, indestructible. Lo
dejaría sobre la mesa, luciendo su virginidad impenetrable y olvidaría el
incidente. La última vez que había llorado por algo semejante fue cuando las
tuberías se atascaron. Nadie la había enseñado nunca el funcionamiento de las
tuberías: ni en la escuela, ni en la Universidad de Ciencias Empresariales. Y
las tuberías del edificio donde vivía se atascaron en su ausencia, a traición,
mientras estaba en la oficina. Ella había regresado ingenuamente a su hogar,
como todos los días, sin saber que, al abrir el grifo, las tuberías iban a
estallar. Sin previo aviso. De pronto, de las entrañas del edificio empezaron a
salir líquidos extraños, malolientes, turbulentos y de colores sórdidos. Ella
no entendía qué estaba pasando. Había alquilado el apartamento recientemente, y
por un precio que de ninguna manera se podía considerar una ganga. Y ahora, de
pronto, parecía que el apartamento se desgonzaba, que se licuaba en sustancias
repugnantes, como ese cuadro, Europa
después de la lluvia, que había visto en una exposición. Quiso pedir ayuda
por teléfono, pero la voz automática de un contestador le contestó que, por un
desperfecto de las líneas de la zona, lo lamentamos mucho, las comunicaciones
telefónicas están interrumpidas. Y el agua avanzaba por los suelos. Se echó a
llorar, sin saber qué hacer. Entonces, aunque nadie lo esperaba, apareció
Antonio, el padre de su hijo. Aparecía y desaparecía sin aviso, era una forma
de dominación, pero ella no se lo había reprochado nunca. «Todo no se puede
decir», observó el psicoanalista, en una ocasión, pero Patricia penaba que, con
Antonio, nada se podía decir. Era muy
susceptible. Antonio entró con su llave (que nunca le había querido devolver:
insistía en que debía poseer la llave de la casa donde vivía su hijo) y la vio
llorando, en medio de la sala, mientras un agua oscura, pegajosa, corría por el
suelo y amenazaba con mojarle los zapatos. Era un hombre pulcro, muy obsesivo
con la ropa, y no pudo evitar un gesto de disgusto. Este gesto recrudeció el
llanto de Patricia. En realidad, no tenía que importarle lo más mínimo que
Antonio se ensuciara los zapatos y el bajo de los pantalones, pero se sintió
inexplicablemente culpable e insegura, tuvo lástima de sí misma y continuó
llorando. Él no dijo nada (echó una mirada atenta y abarcadora que comprendió toda
la situación: las tuberías repletas, el suelo inundado, el llanto de Patricia,
su culpabilidad e impotencia) y, luego de estudiar el panorama, se dirigió
rápidamente a la cocina, a un panel oculto entre el zócalo y la pared, dentro
de un cajón, y con un par de pases enérgicos, inconfundiblemente masculinos,
suspendió el chorro de agua. Patricia dejó de llorar, sorprendida. El empleado
que hizo las instalaciones, cuando se mudó a ese piso, le había dicho que por
ningún motivo del mundo tocara esas llaves, y ella había acatado la orden tan
estrictamente que las olvidó por completo.
Una vez cortado el chorro de
agua, Antonio llamó al portero por el intercomunicador del edificio (que ahora
funcionaba) y le pagó para que secara el agua que inundaba el apartamento. Así
eran los hombres de eficaces. Satisfecho de sí mismo, se sintió generoso y la
invitó a tomar un refresco, con el niño, en el bar de la esquina, mientras el
portero secaba el agua del suelo. No hablaron de nada, pero él le dio un
consejo. Le dijo: «No debes llorar porque una tubería se ha roto». Entonces
Patricia, con mucha tranquilidad, de una manera muy serena, le arrojó el
refresco a la cara, con su contenido de líquido y pequeñas burbujas de naranja.
El líquido manchó la solapa del traje claro, nuevo, que él acababa de estrenar.
Ahora estaba llorando otra vez,
pero no tenía a quien arrojarle la botella de lejía. Gimoteando, comenzó a
vestir al niño.
─No creas que estoy llorando
sólo porque el tapón de la botella de lejía no quiere abrirse ─le explicó, como
en un soliloquio─, sino por la sospecha que eso ha introducido en mí. Al
principio, es verdad, pensé que se trataba de un fallo personal. Pensé que era
yo, que no podía. Pero no se trata de mí, sino del tapón. Han fabricado un
nuevo envase con fallos, han puesto las botellas en las estanterías y las hemos
comprado con inocencia. Por culpa de eso se me ha hecho tarde, llegaremos con
retraso a la guardería y a mi trabajo. No podré decirle a mi jefe una cosa tan
simple como que el tapón de la lejía no se abría. Es un hombre muy eficaz, muy
importante: carece de vida doméstica. Sólo le conciernen las cotizaciones de la
Bolsa, las guerras de mercados, las especulaciones con divisas y las campañas
publicitarias. Podré decir, a lo sumo, que me retrasé por un atasco. Los
atascos, hijo mío, son muy respetables. Son más respetables que un dolor de
cabeza, la enfermedad de un pariente o la rotura de una tubería. Y tú ─continuó
Patricia, dirigiéndose al niño, pero como hablando para sí misma─ no has
llorado sólo porque tenías hambre. Has llorado porque el tapón de lejía no se
abría, yo estaba nerviosa y dudé de mí misma.
Esa tarde, mientras conducía
hasta el consultorio del psicoanalista, (todo había salido relativamente bien,
a pesar del retraso), pensó que las lágrimas de las mujeres, esparcidas por la
ciudad, eran un río blanco, ardiente, un río de lava, un río insospechable que
circulaba por las entrañas oscuras, un río sin nombre, que no aparecía en los
mapas.
─El tapón de lejía no se abrió
─le dijo Patricia al psicoanalista, en cuanto comenzó la sesión─ y no estoy
dispuesta a perder tiempo con interpretaciones. Es un hecho: el nuevo sistema
de rosca de esa marca no funciona. Llamé a la distribuidora del producto. Había
recibido numerosas quejas. El nuevo tapón fue diseñado por un ingeniero
industrial ávido de éxito, supongo, fuerte, seguro de sí mismo, pero ha sido un
fracaso. Van a retirar los envases de circulación. En cuanto a mí ─afirmó
Patricia con decisión─, voy a pedir una indemnización.
─¿A la fábrica del producto?
─preguntó el psicoanalista, sorprendido.
─Al padre de Andrés, por
supuesto ─respondió Patricia─. No se hace cargo de ningún gasto. Como si el
niño no le concerniera.
Cuando llegó a su casa, Patricia
se dirigió directamente a la cocina. Buscó un cuchillo de punta afilada, y, sin
titubeos, agujereó el tapón. Lo perforó por el centro con una herida limpia y
perfecta. La botella perdió toda su virilidad.
Cristina Peri Rosi
Por fin solos
Barcelona, Editorial Lumen, 2004, pp. 137-153
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Biografía de Cristina Peri Rossi
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