Fotografía de Clark Little |
Octavio Paz
MI VIDA CON LA OLA
Octavio Paz / My Life with the Wave (Cuento en inglés)
Octavio Paz / Ma vie avec la vague (Fragmentos del cuento en francés)
Octavio Paz / Ma vie avec la vague (Fragmentos del cuento en francés)
Cuando dejé aquel mar, una ola se adelanto
entre todas. Era esbelta y ligera. A pesar de los gritos de las otras, que la
detenían por el vestido flotante, se colgó de mi brazo y se fue conmigo
saltando. No quise decirle nada, porque me daba pena avergonzarla ante sus
compañeras. Además, las miradas coléricas de las mayores me paralizaron. Cuando llegamos al pueblo, le expliqué que no podía ser, que la
vida en la ciudad no era lo que ella pensaba en su ingenuidad de ola que nunca
ha salido del mar. Me miro seria: "Su decisión estaba tomada. No podía
volver." Intente dulzura, dureza, ironía. Ella lloro, grito, acaricio,
amenazo. Tuve que pedirle perdón.
Al día siguiente empezaron mis penas.
¿Cómo subir al tren sin que nos vieran el conductor, los pasajeros, la policía?
Es cierto que los reglamentos no dicen nada respecto al transporte de olas en
los ferrocarriles, pero esa misma reserva era un indicio de la severidad con
que se juzgaría nuestro acto. Tras de mucho cavilar me presenté a la
Estación una hora antes de la salida, ocupé mi asiento y, cuando nadie me veía,
vacié el depósito de agua para los pasajeros; luego, cuidadosamente, vertí en
él a mi amiga.
El primer
incidente surgió cuando los niños de un matrimonio vecino declararon su ruidosa
sed. Les salí al paso y les prometí refrescos y limonadas. Estaban a punto de
aceptar cuando se acerco otra sedienta. Quise invitarla también, pero la mirada
de su acompañante me detuvo. La señora tomo un vasito de papel, se acerco al
depósito y abrió la llave. Apenas estaba a medio llenar el vaso cuando me
interpuse de un salto entre ella y mi amiga. La señora me miro con asombro.
Mientras pedía disculpas, uno de los niños volvió abrir el depósito. Lo cerré
con violencia.
La señora se
llevo el vaso a los labios:
-Ay el agua
esta salada.
El niño le hizo
eco. Varios pasajeros se levantaron. El marido llamo al Conductor:
-Este individuo
echo sal al agua.
El Conductor
llamo al Inspector:
-¿Conque usted
echo substancias en el agua?
El Inspector
llamo al Policía en turno:
-¿Conque usted
echo veneno al agua?
El Policía en
turno llamo al Capitán:
- ¿Conque usted
es el envenenador?
El Capitán
llamo a tres agentes. Los agentes me llevaron a un vagón solitario, entre las
miradas y los cuchicheos de los pasajeros. En la primera estación me bajaron y
a empujones me arrastraron a la cárcel. Durante días no se me hablo, excepto
durante los largos interrogatorios. Cuando contaba mi caso nadie me creía, ni
siquiera el carcelero, que movía la cabeza, diciendo: "El asunto es grave,
verdaderamente grave. ¿No había querido envenenar a unos niños?". Una
tarde me llevaron ante el Procurador.
-Su asunto es
difícil -repitió-. Voy a consignarlo al Juez Penal.
Así paso un
año. Al fin me juzgaron. Como no hubo víctimas, mi condena fue ligera. Al poco
tiempo, llego el día de la libertad. El Jefe de la Prisión me llamo:
-Bueno, ya está
libre. Tuvo suerte. Gracias a que no hubo desgracias. Pero que no se vuelva a
repetir, por que la próxima le costara caro...
Y me miro con
la misma mirada seria con que todos me veían.
Esa misma tarde
tome el tren y luego de unas horas de viaje incómodo llegue a México. Tome un
taxi y me dirigí a casa. Al llegar a la puerta de mi departamento oí risas y
cantos. Sentí un dolor en el pecho, como el golpe de la ola de la sorpresa
cuando la sorpresa nos golpea en pleno pecho: mi amiga estaba allí, cantando y
riendo como siempre.
-¿Cómo
regresaste?
-Muy fácil: en
el tren. Alguien, después de cerciorarse de que sólo era agua salada, me arrojo
en la locomotora. Fue un viaje agitado: de pronto era un penacho blanco de
vapor, de pronto caía en lluvia fina sobre la máquina. Adelgacé mucho. Perdí muchas gotas.
Su presencia cambio mi vida. La casa de pasillos
obscuros y muebles empolvados se lleno de aire, de sol, de rumores y reflejos
verdes y azules, pueblo numeroso y feliz de reverberaciones y ecos. ¡Cuántas
olas es una ola o como puede hacer playa o roca o rompeolas un muro, un pecho,
una frente que corona de espumas! Hasta los rincones abandonados, los abyectos
rincones del polvo y los detritus fueron tocados por sus manos ligeras. Todo se
puso a sonreír y por todas partes brillaban dientes blancos. El sol entraba con
gusto en las viejas habitaciones y se quedaba en casa por horas, cuando ya
hacia tiempo que había abandonado las otras casas, el barrio, la ciudad, el
país. Y varias noches, ya tarde, las escandalizadas estrellas lo vieron salir
de mi casa, a escondidas.
El amor era un juego, una creación perpetua.
Todo era playa, arena, lecho de sábanas siempre frescas. Si la abrazaba, ella
se erguía, increíblemente esbelta, como tallo liquido de un chopo; y de pronto
esa delgadez florecía en un chorro de plumas blancas, en un penacho de risas de
caían sobre mi cabeza y mi espalda y me cubrían de blancuras. O se extendía
frente a mí, infinita como el horizonte, hasta que yo también me hacia
horizonte y silencio. Plena y sinuosa, me envolvía como una música o unos
labios inmensos. Su presencia era un ir y venir de caricias, de rumores, de
besos. Entraba en sus aguas, me ahogaba a medias y en un cerrar de ojos me
encontraba arriba, en lo alto del vértigo, misteriosamente suspendido, para
caer después como una piedra, y sentirme suavemente depositado en lo seco, como
una pluma. Nada es comparable a dormir mecido en las aguas, si no es despertar
golpeado por mil alegres látigos ligeros, por arremetidas que se retiran
riendo.
Pero jamás
llegue al centro de su ser. Nunca toque el nudo del ay y de la muerte. Quizá en
las olas no existe ese sitio secreto que hace vulnerable y mortal a la mujer,
ese pequeño botón eléctrico donde todo se enlaza, se crispa y se yergue, para
luego desfallecer. Su sensibilidad, como las mujeres, se propagaba en ondas,
solo que no eran ondas concéntricas, sino excéntricas, que se extendían cada
vez mas lejos, hasta tocar otros astros. Amarla era prolongarse en contactos
remotos, vibrar con estrellas lejanas que no sospechamos. Pero su centro... no,
no tenia centro, sino un vació parecido al de los torbellinos, que me chupaba y
me asfixiaba.
Tendidos el uno
al lado de otro, cambiábamos confidencias, cuchicheos, risas. Hecha un ovillo,
caía sobre mi pecho y allí se desplegaba como una vegetación de rumores. Cantaba
a mi oído, caracola. Se hacía humilde y transparente, echada a mis pies como un
animalito, agua mansa. Era tan límpida que podía leer todos sus pensamientos.
Ciertas noches su piel se cubría de fosforescencias y abrazarla era abrazar un
pedazo de noche tatuada de fuego. Pero se hacia también negra y amarga. A horas
inesperadas mugía, suspiraba, se retorcía. Sus gemidos despertaban a los
vecinos. Al oírla el viento del mar se ponía a rascar la puerta de la casa o
deliraba en voz alta por alas azoteas. Los días nublados la irritaban; rompía
muebles, decía malas palabras, me cubría de insultos y de una espuma gris y
verdosa. Escupía, lloraba, juraba, profetizaba. Sujeta a la luna, las estrellas,
al influjo de la luz de otros mundos, cambiaba de humor y de semblante de una
manera que a mí me parecía fantástica, pero que era tal como la marea.
Empezó a
quejarse de soledad. Llene la casa de caracolas y conchas, pequeños barcos
veleros, que en sus días de furia hacia naufragar (junto con los otros,
cargados de imágenes, que todas las noches salían de mi frente y se hundía en
sus feroces o graciosos torbellinos) ¡Cuantos pequeños tesoros se perdieron en
ese tiempo! Pero no le bastaban mis barcos ni el canto silencioso de las
caracolas. Confieso que no sin celos los veía nadar en mi amiga, acariciar sus
pechos, dormir entre sus piernas, adornar su cabellera con leves relámpagos de
colores.
Entre todos
aquellos peces había unos particularmente repulsivos y feroces, unos pequeños
tigres de acuario, grandes ojos fijos y bocas hendidas y carniceras. No sé por
qué aberración mi amiga se complacía en jugar con ellos, mostrándoles sin rubor
una preferencia cuyo significado prefiero ignorar. Pasaba largas horas
encerrada con aquellas horribles criaturas. Un día no
pude más; eche abajo la puerta y me arroje sobre ellos. Ágiles y fantasmales,
se me escapaban entre las manos mientras ella reía y me golpeaba hasta
derribarme. Sentí que me ahogaba. Y cuando estaba a punto de morir, morado ya,
me deposito en la orilla y empezó a besarme, y humillado. Y al mismo tiempo la
voluptuosidad me hizo cerrar los ojos. Porque su voz era dulce y me hablaba de
la muerte deliciosa de los ahogados. Cuando volví en mi, empecé a temerla
y a odiarla.
Tenia descuidados mis asuntos. Empecé a
frecuentar los amigos y reanude viejas y queridas relaciones. Encontré a una
amiga de juventud. Haciéndole jurar que me guardaría el secreto, le conté mi
vida con la ola. Nada conmueve tanto a las mujeres como la posibilidad de
salvar a un hombre. Mi redentora empleo todas sus artes, pero, ¿qué podía
una mujer, dueña de un número limitado de almas y cuerpos, frente a mi amiga,
siempre cambiante y siempre idéntica a sí misma en su metamorfosis
incesantes?
Vino el invierno. El cielo se volvió gris. La
niebla cayo sobre la ciudad. Llovía una llovizna helada. Mi amiga gritaba todas
las noches. Durante el día se aislaba, quieta y siniestra, mascullando una sola
silaba, como una vieja que rezonga en un rincón. Se puso fría; dormir con ella
era tirar toda la noche y sentir como se helaba paulatinamente la sangre, los
huesos, los pensamientos. Se volvió impenetrable, revuelta. Yo salía con
frecuencia y mis ausencias eran cada vez mas prolongadas. Ella, en su rincón,
aullaba largamente. Con dientes acerados y lengua corrosiva roía los muros,
desmoronaba las paredes. Pasaba las noches en vela, haciéndome reproches. Tenía
pesadillas, deliraba con el sol, con un gran trozo de hielo, navegando bajo
cielos negros en noches largas como meses. Me injuriaba. Maldecía y reía;
llenaba la casa de carcajadas y fantasmas. Llamaba a los monstruos de las
profundidades, ciegos, rápidos y obtusos. Cargada de electricidad, carbonizaba
lo que rozaba. Sus dulces brazos se volvieron cuerdas ásperas que me
estrangulaban. Y su cuerpo verdoso y elástico, era un látigo implacable, que
golpeaba, golpeaba, golpeaba. Huí. Los horribles peces reían con risa
feroz.
Allá en las montañas, entre los altos pinos y
los despeñaderos, respire el aire frió y fino como un pensamiento de libertad.
Al cabo de un mes regresé. Estaba decidido. Había hecho tanto frío que encontré
sobre el mármol de la chimenea, junto al fuego extinto, una estatua de hielo.
No me conmovió su aborrecida belleza. Le eché en un gran saco de lona y salí a
la calle, con la dormida a cuestas. En un restaurante de las afueras la vendí a
un cantinero amigo, que inmediatamente empezó a picarla en pequeños trozos, que
depositó cuidadosamente en las cubetas donde se enfrían las botellas.
Octavio Paz
"Mi vida con la
ola" en Arenas Movedizas (1949)
¿Aguila o sol?
México, Fondo de Cultura Económica, 1982, pp. 45 - 55
Edmundo Valadés / La muerte tiene permiso
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OCTAVIO PAZ
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