José Revueltas
VIRGO
Si ella lo supiera sin duda me condenaría,
pero ante todo por su sufrimiento: sufre por esto, porque no tengo conciencia,
porque me abandono y soy capaz de padecer por la menor cosa, ante lo más insignificante que vea. En la calle central
de este pueblo horrible, un pueblo de petróleo, iluminado por las llamas de la
tierra, camino del burdel, me ha detenido una vieja gitana. No pude rechazar,
casi por tristeza, su rostro maligno, su estúpida persuasión, su insistencia
desoladora. Algo me dijo sobre lo que examinaba en mi mano. Por supuesto, decía
mentiras. Ignoraba que yo fuese a venir, que me dejara arrastrar de tal modo
por esa inercia que me invade ante lo que juzgo malo y que me tienta hasta el
vencimiento y la dicha.
Y ahora aquí estamos. Ellos, con quienes
vengo, son gente estúpida y maligna; ellos sí vienen por encontrar esa
porquería que buscan, por solazarse de la peor manera. No llego a sentir su
presencia aquí, junto a mí, en torno de esta mesa: no que me parezcan abstractos,
sino de otra patria, de otro idioma no humano. Ríen, naturalmente: están
dichosos, extendidos en su comodidad espiritual, contentos de mi corrupción. Y
yo también, feliz en absoluto.
Si ella lo supiera, vendría a mí de modo irremediable,
me acariciaría el rostro, el cabello, tendría mi misma compasión, o tal vez mi
furia también, mi deseo de hundirse. Cómo anhelo su presencia, cómo, Dios mío,
querría que ella estuviera a mi lado, me mirara hasta el fondo y llorara.
Ellos, mis amigos, están felices. En la pista del burdel ocurre algo: una mujer
sale. Hay en el medio una pequeña tarima para ella, donde deberá bailar,
agradar, retorcerse.
Luego la cosa es como un sueño lejano,
inmenso, donde no se cabe. Es rubia y de una delgadez sin porvenir, enormemente
dulce, desamparada. Baila, pero en seguida comienza a desnudarse, a despojarse
de todo lo que es ajeno a ese cuerpo que, en sí mismo, es algo más que la
desnudez. El sexo, es decir, el vello rojizo-amarillento, pobre, que lo cubre
—algo como un pudor extraño de la materia— podría ser artificial, se antoja
una cosa de la cual debiera también desnudarse, no sé en qué forma, pero
entonces sentiría uno algo más que esta estúpida piedad, esta cosa nauseabunda
que me hace sentir un gran amor por los golpes con que se daña contra la
tarima, por su trepidar a los compases de una música inverosímil, completamente
inhumana, que ejecutan los atroces músicos: serios, bárbaros, solemnes,
entusiastas hasta el vacío. (Nunca he visto una geometría humana más desprovista
de alma que la de estos músicos, mercenarios hasta la última nota: podrían,
incluso, tocar sin instrumentos, solos en el mundo, sin nadie, sin música.)
¡Oh, si ella estuviera conmigo, me acariciaría la
frente, me diría que perdona todos mis sufrimientos, que absuelve mi soledad!
Pero ella no está, no estará y esto debo
vivirlo solo, sin compañía de nadie: esa mujer que se retuerce. Luego empiezan
a lapidarla, ¡Dios mío!, y una sonrisa abre mis labios, me río sobre mi copa,
me inclino a reír hasta toser, escupir, blasfemar de risa. No puede ser más
bello: le arrojan monedas, la hieren con monedas de todas clases que lanzan
contra su espantosamente sucio cuerpo desnudo. Los que arrojan monedas de
cobre tienen cierta cautela, apuntan a no pegarle. Pero mi gran amigo, mi
hermano, una de las personas a quienes más quiero en el mundo, que está junto a
mí, serio como un sacerdote, serio como un dios católico, hermoso a fuerza de
tanta dignidad, respetable como un padre, saca una moneda de oro (¿dónde la
habrá encontrado?, ¡ah, pero no puede perdérsela!), una hermosa moneda de oro,
y la arroja con furia, como en la Grecia antigua el lanzador del disco, contra
la mujer y, desde luego, le acierta en el rostro, un poco por debajo del labio,
casi en la punta de la barbilla. Mi amigo, mi hermano, no ha podido poner en el
gesto mayor grandeza ni valentía: su expresión se tornó maravillosamente
distinta, porque arrojaba oro, un pequeño cuerpo agresivo e hiriente... pero
que era oro.
Ella se tocó la barbilla con un gesto misericordioso
pero luego se llenó de ternura y comenzó a sonreír y a dar las gracias. Era de
lo más bello que he visto en mi vida, desnuda hasta perder el sentido. Todos
aplaudieron a rabiar, con una satisfacción bondadosa, cuya dulzura me embriagaba
cada vez más intensamente, al punto en que comencé a sentir un amor puro,
inmaculado, por todo el mundo. Por los hermanos que me rodeaban en la mesa y
que, solícitos, ponían cada Vez más y más dinero para beber. ¡Era tan hermoso!
Beber era como amarme, era como una caricia, era un poco como acariciar a la
límpida rubia que se había golpeado contra la tarima, que había dado las
gracias al público, huyendo, vertiginosamente, con los trapos sueltos que sus
manos —¡de dedos tan largos, tan hechos para no sufrir!— pudieron ir recogiendo
poco a poco, sorprendida, subyugada, con la moneda de oro resguardada entre los
senos, igual que una custodia.
Vino alguien a sentarse junto a mí, otra mujer; sencilla y
obscena, delicada, apremiante. Era el comienzo de la noche y todavía podía
hacer algo, si comenzaba conmigo.
Cuando fuimos a su cuarto, sin embargo, se olvidó del dinero.
Tenía probablemente una necesidad feroz de hablar. Había una ventana, no sé por
qué, que daba a un cementerio: ella la dejó abierta, quizá nada más por
descuido, o porque no le importaba. Nadie nos vería del otro lado: sólo cruces
y tumbas alumbradas por los mecheros de gas de la refinería. Ella palpitaba a
cada palabra y toda la acción que la había precedido hasta acostarnos, tendidos,
desnudos, frente al cementerio, no pudiera decirse que tuviese un significado
preciso, ni siquiera profesional: cuando se inclinó a lavarse el sexo, como una
estatua asiática, vuelta hacia los muertos y luego se arrojó sobre mí sin
violencia, como desamparada.
Yo miraba hacia las tumbas, desde la cama
donde estaba tendido, sin embargo no del todo muerto, sino amándola, amándola
como tan sólo se ama una vez en la vida, con todos mis ojos, porque a veces no
se puede tener nada para dedicarlo al amor que no sean los ojos.
Por supuesto, lloraba un poco al pensar que tú no
podrías estar conmigo y también sufrir tanto, ¡ay!, y tener esa compasión, ese
horrible amor que yo sentía, sucio, vertebrado, imposible, con sudor.
Después de que nos poseímos, habló mucho, los ojos puestos en el
techo del cuarto, frente a las tumbas. No quiso cobrarme nada, porque dijo,
estaba embarazada.
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