Colm Tóibín Poster de T.A. |
Colm Tóibín
“Si fuera pintor, dejaría algo en blanco”
El escritor irlandés publica 'Nora Webster', inspirada en la fortaleza de su madre tras morir su padre. Con Babelia recorre los escenarios reales sobre los que ha levantado su literatura
El niño
que jugaba en un castillo del siglo XVI, en medio de un pueblo irlandés, aún
sueña con ser un gran poeta. A cambio, lo que la vida le ha dado a Colm Tóibín
es el prestigio de ser uno de los novelistas y críticos literarios más
relevantes del siglo XXI. Aunque ahora, dice, ha escrito “una novela que es
como una poesía del silencio y de la pena”. Él, que siempre habla con un tono
alegre, todavía guarda tristezas que no terminan de irse. Aparecen en Nora
Webster (Lumen), una recreación de años esenciales de su adolescencia con los
que abre un nuevo horizonte en su narrativa.
El
tiempo que tardó en escribir esta novela fueron los mismos años que tenía
cuando todo cambió: 12. Doce años en los que recordó y evocó cada día de su
vida los sucesos de aquella época de finales de los sesenta. Doce años tenía en
el verano de 1967 cuando su padre, Michael, murió. Y Brid, su madre, quedó sola
con dos niños en Enniscorthy (Irlanda).
A ella
le puso por nombre Nora Webster para rendir homenaje a los sobrevivientes del
dolor tras la muerte de un ser amado, a la reinvención de la vida, a la existencia
sin truculencias, que es la de la gran mayoría de personas. La novela también
es un lugar donde la pena no se nombra, donde reina la incomunicación y la
incapacidad de expresar sentimientos, donde una cosa es lo que se piensa y
siente y otra lo que se dice y manifiesta.
Tóibín
ha mirado todo eso de frente y ha convertido Nora Webster en el libro donde
confluyen los caminos literarios que ha transitado en obras como El faro de
Blackwater, The Master, Brooklyn y El testamento de María para crear a partir
de ellos otra ruta. El viaje físico, emocional y literario o el viaje al exilio
interior que es Nora Webster trenzan el recorrido que el domingo 10 y el lunes
11 de enero hizo el escritor por los lugares de la Irlanda sobre la que se
levanta su mundo creativo y que ahora reconstruye con su español aprendido
durante sus años barceloneses, entre 1976 y 1978, cuando solo soñaba con ser
poeta.
Su casa
de Dublín
Hace
unos 20 años que Tóibín vive en el centro de Dublín, en una de esas casas
georgianas de ladrillo rojizo de cuatro plantas y puertas de colores, aunque la
suya es negra. La tercera es el corazón. Está su habitación, que da a la calle,
con una antigua cama de madera presidida por un mosaico de retratos con sus
dioses tutelares: Henry James, James Joyce, Samuel Beckett, Jorge Luis Borges,
Thomas Mann… Otra puerta conduce a su estudio. Es un refugio de paredes
tapizadas de libros en cuyo suelo de madera crecen pilas de obras literarias de
donde emerge una mesa desbordada de más libros y papeles. Y es en un claro de
esa mesa donde Tóibín escribe a mano sus textos y donde, pasadas las dos de la
tarde, empieza a contar la historia de su vida y de esta novela…
“Después
de escribir El Faro de Blackwater empecé a trabajar en dos libros. Era
comienzos de 2000. Estaba en Florencia y escribí en dos meses el primer
capítulo de la novela sobre Henry James, The Master, y el primero de esta que
finalmente se ha titulado Nora Webster. La estructura de la novela de James la
tenía clara. Con esta no sabía por dónde tirar. Sabía que era a partir de la
muerte de mi padre, en 1967, y los tres años siguientes, pero no mucho más. Los
días en que estuvimos en casa con mi hermano y mi madre. Mi padre era profesor
en un colegio y cuando falleció, aquel septiembre, yo tuve que ir al colegio
donde él trabajaba, recibir clases donde él las daba y estar con los profesores
que eran sus compañeros. Fue muy duro. Lo que hicimos en casa para sobrevivir
fue no hablar de él. Era una ausencia muy presente. Mi madre volvió a trabajar
en el lugar donde lo hizo de soltera. Cada día, al volver a casa, nos contaba
todo lo que había hecho y visto. Pensé: ‘La vida no tiene estructura; pero una
novela debe tenerla’. Le daba vueltas a la forma de contar aquello. Cómo
convertir la vida, la realidad cotidiana, en una novela interesante. Mientras
lo hacía terminé The Master y publiqué Brooklyn y El testamento de María y un
par de ensayos más. Hasta que en 2010 me dije: ‘No me puedo pasar toda la vida
afinando la voz, la estructura y recordando cosas que quiero incluir. Todos los
días excavaba en mi memoria...".
Una
hora después, Tóibín enciende el coche, aparcado en la calle, en busca de la
carretera que lleva a Enniscorthy, el pueblo en el condado de Wexford donde
nació en mayo de 1955. Dublín ahora es su ciudad, salvo en invierno, cuando
vive en Nueva York, donde es profesor en la Universidad de Columbia, como antes
lo fue de Princeton; mientras, todo el año escribe críticas para The New York
of Review of Books o Irish Times. Es una tarde de invierno luminosa, como
fueron algunos de los trayectos que hizo en tren con su madre y su hermano,
aquel traqueteo en el vagón con ellos suena en su memoria…
“Nora
Webster no es una novela que habla directamente de la vida, sino que busca
escenarios y lugares de la vida que hagan referencia a ella. Desde ese punto de
vista no es autobiografía y está narrada desde el punto de vista de mi madre.
Es muy distinto escribir una novela desde el punto de vista de un chaval de 12
años, porque no hay suficiente sensibilidad y la personalidad no está definida.
Tenía claro que no quería retratar a Nora Webster como una santa. ¡No! Quería
una persona de verdad, de carne y hueso. Ella era difícil, a veces. Incluso,
como madre, no pensaba todo el día en sus hijos, las madres también tienen su
vida. En la novela se aprecia lo que los personajes piensan o sienten y lo que
expresan, que no siempre se corresponde. Con Nora eso es clave. Ese es el drama
en la novela. El lector sabe que ella es un personaje triste, pero pretende
mostrar que no siempre piensa en su marido, que debe sobreponerse al dolor y
sacar adelante a sus hijos. El objetivo es que el lector sepa mucho más que el
narrador...”.
Su mar
del Oriente
Colm
Tóibín quiere llegar a la costa oriental antes de que caiga el sol, y ya son
las cinco. Se desvía de la autopista hacia la izquierda. Entra por un estrecho
camino de tierra. Se ven las primeras gaviotas. Aparca. La puerta del coche se
abre e irrumpe el olor a mar con el rumor de las olas. El escritor camina por
un sendero, pasa junto a una casa blanca con jardín sin dejar de mirarla,
avanza, se detiene, mira al horizonte donde la nubosidad hace difícil distinguir
la línea del mar y del cielo. Minutos después desciende hasta llegar a la
playa…
“Enniscorthy
está a unos 10 o 12 kilómetros del mar. Tiene luz de mar. Durante el verano, mi
padre alquilaba esa casa que hemos visto hace un momento. Esos meses fueron para
mí importantísimos. Pero murió y dejamos de venir. Cuando empecé a escribir la
primera novela, quería recuperar el lugar al que no podía volver. Luego escribí
otra tratando de recuperar aquello. Años después construí una casa aquí cerca.
Los olores llevan algo muy poderoso sobre un mundo ido. Ahora toda la
generación de mis padres ha muerto. Estamos jugando siempre con el pasado y el
futuro y evocando un mundo que está desapareciendo… Al utilizarlos no es solo
resiliencia, es como si tiraras una piedra al agua y esas ondas fueran los
recuerdos de los momentos vividos...”.
Su casa
refugio
La
noche asoma. Tóibín vuelve al coche y se dirige a su casa de campo. Allí tiene
un gran ventanal desde donde se ven altos pastos, seguidos de una suave
hondonada esparcida de árboles y casas, luego el mar y, al fondo, el faro de
Blackwater, que se abre paso con su luz intermitente entre la recién llegada
oscuridad neblinosa. Hace frío. El escritor enciende la chimenea, se sienta
junto a ella y desvela la construcción de la novela, escrita, también, ahí…
“Quería
crear una poesía amarga del silencio. Cuando, a veces, se habla en la novela
hay una poesía que vás allá de la entonación. La idea era que eso se
convirtiera en un poder subterráneo, que el lector no lo detectara, pero lo
sintiera. No se habla de tristeza, pero está ahí; no se habla del dolor, pero
está ahí; en los actos, en los gestos, en el tono de la voz, en las
sensaciones, en los pensamientos. Es la fuerza de lo que no se dice pero sabes
que está. El poder de sugerir o describir antes que adjetivar. Con esa sutileza
el lector termina de construir esas imágenes o ideas que quiero transmitir. Si
fuera pintor, dejaría algo en blanco para que el espectador imagine lo que
habría ahí. El ojo siempre puede llenar lo que está vacío. Y ese espacio es el
más importante entre el autor y el lector. La novela también crea un juego,
porque la incomunicación de mis personajes y su incapacidad para expresar son
un espejo de la forma y el tono del libro. Y eso puede hacer daño. Es una
novela más de silencios y frases sencillas en una suave corriente narrativa. El
autor desaparece. Busco no dejar una huella fuerte del autor ni del narrador.
En Nora Webster no hay estilo, solo hay lo que ella nota, escucha, ve; todo
está narrado desde su punto de vista sin intervención del autor para explicar
nada. El objetivo es implicar al lector en el texto...".
Su
semilla en Enniscorthy
El
campo amanece escarchado. El día acompaña la noticia de la muerte de David
Bowie. Tóibín sube las cejas. Tras el desayuno, va a Enniscorthy en coche.
Pasea por las calles donde creció… Aún hay rastro de la filmación de Brooklyn,
la película basada en su novela homónima, con tres candidaturas a los Oscar. La
gente reconoce al escritor, se acerca, lo saludan, mientras él cuenta la
historia de su vida con el asombro de la primera vez...
“Nací
en 1955 en este pueblo que tiene unos 9.000 habitantes. Tres de mis abuelos
nacieron aquí. Mis raíces son profundas. La gran batalla para mí en esta novela
era rendir homenaje al pueblo, a la vida cotidiana, al correr de los días sin
truculencias. Quería construir un mundo dentro, un mundo sentimental como si
fuera música de cámara.En Nora Webster transcurren historias paralelas, cambios
en la vida de los personajes y del mundo que los rodea cuya influencia apenas
detectan pero es real. La novela transcurre a finales de los años sesenta y
comienzos de los setenta. Un momento de cambios esenciales en el mundo. Nora
está en este pueblo, pero ve las noticias en la tele; ella empieza a pensar de
una manera muy diferente, conquista un espacio nuevo y tiene más autonomía. Dos
momentos clave son cuando decide entrar en un sindicato y cuando ve en las
noticias los disturbios de Irlanda del Norte. Antes, en mi país no se viajaba
mucho del sur al norte; y al ver en la televisión lo que sucedía en Irlanda del
Norte nos parecía que era algo en el extranjero. La presencia de Irlanda es
como los cuadros del Quattrocento, la virgen está en primer plano dando de
mamar al hijo, y tras ella el lugar, el paisaje, pero lo importante es la cara,
el gesto de ella, aunque debe tener algo de fondo, Irlanda y sus
turbulencias...”.
Su
castillo de infancia
Desde
una de las cuatro torres del castillo se ve todo el pueblo y sus alrededores.
Sus primeras piedras son del siglo XII, pero su aspecto actual data de la
reconstrucción de finales del XVI. Por sus pasadizos, escaleras y aposentos
corrió y jugó el niño Colm Tóibín, que tuvo un abuelo en el IRA y un tío que
ayudó a la formación del Fianna Fáil, el partido dominante. Tras caminar por el
castillo, el escritor está en una de las torres donde los recuerdos le llegan
en tropel...
“A
principios de los sesenta, mi padre y un amigo sacerdote ayudaron a comprar
este castillo. Querían que fuera un museo del pueblo, como es ahora.
Enniscorthy es crucial en la historia irlandesa por la rebelión contra los
británicos en 1798. Todas las canciones que cantan a la revolución contra los
ingleses mencionan Enniscorthy. Desde la ventana de mi casa podía ver la colina
de Vinegar Hill, donde fue la batalla final de esa guerra que los irlandeses
perdieron, como siempre. Cuando tenía 11 años se conmemoró el cincuentenario de
la revolución de 1916 en la que participó mi abuelo Patrick. Este año, con
motivo del centenario, voy a dar una conferencia sobre el tema en el Museo
Británico de Londres. ¡Un irlandés en el centro del imperio! La relación de
Irlanda con los ingleses ha cambiado. Hay dos niveles: el familiar, suavizado
porque muchos viajaron a Londres a estudiar o trabajar, y el político, porque
la relación entre los Gobiernos irlandeses se ha organizado para el proceso de
paz por Irlanda del Norte no como enemigos, sino como socios dentro de la Unión
Europea. Ha sido como un milagro. Hace tres años, cuando vino la reina Isabel
por primera vez, mi tarea fue presentarle las personas importantes de nuestra
cultura. Trabajé con el Gobierno británico para aconsejarle y contarle cómo
funciona este país. Fue esencial que la reina no pidiera ‘perdón’. Todos lo
hacen, se ha desvalorizado. Aconsejé algo más interesante. Finalmente dijo algo
así como: ‘Hubiera sido mejor que muchas cosas entre Irlanda e Inglaterra se
hubieran hecho de otra manera’. La reina siempre había pensado que no tenía
derecho a venir a Irlanda del Sur. Ese día se cerraron páginas esenciales de
nuestra historia. Tal vez un día el Rey de España irá a Cataluña y hará algo
así…”.
Y Colm
Tóibín ríe. Una hora después va por la autopista de regreso a Dublín. Ya en
casa, al abrir la puerta, lo primero que ve al entrar en la pared son sus 10
reproducciones de páginas del Finnegans Wake, de Joyce. Cuando suba a la
tercera planta y esté en su escritorio, tendrá frente a él, como siempre, en
medio de los libros, un pequeñísimo cuadro impresionista de Enniscorthy firmado
por su madre.
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