Dos
palomas muy desagradables
Traducción de Isabel Núñez
Vivían
en Trafalgar Square. Eran dos palomas que por razones de conveniencia
llamaremos Maud y Claud, aunque ellas no utilizaran esos nombres para llamarse.
Eran simplemente una pareja. Ya llevaban dos o tres años juntas y se eran
fieles, aunque en el fondo de su pequeño corazón de palomas se odiaban. Pasaban
los días picoteando grano y cacahuetes sembrados por el desfile interminable de
turistas y londinenses que compraban esas cosas a los vendedores ambulantes.
Pec, pec, todo el día en medio de otros cientos de palomas que, como Maud y
Claud, casi habían perdido la capacidad de volar porque ya apenas les era
necesaria. Muchas veces, Maud se veía separada de Claud en un campo de palomas
que movían la cabeza de un modo constante, como si asintieran, pero, al caer la
noche, de un modo u otro se encontraban y se dirigían a un hueco que había al
dorso de un muro de piedra situado cerca de la National Gallery. ¡Uf! Y con
esfuerzo conseguían subir sus abultadas pechugas hasta su domicilio, que
quedaba entre setenta centímetros y un metro de altura.
Maud
hacía unos ruidos muy desagradables con la garganta que expresaban despecho y
desdén. Tenía la misma edad que Claud; no eran jóvenes. Su primer novio había
muerto en la flor de la vida, atropellado por un autobús cuando intentaba
recuperar parte de un bocadillo del suelo.
Los
ruiditos despectivos de Maud podían interpretarse como un "¿Qué? ¿Otra vez
igual, eh?" y similares provocaciones a la virilidad de Claud y a su
infundada autoestima. Tal vez Claud no hubiera hecho nada aquel día, pero
estaba claro que era un mujeriego. Muchas veces, Maud había tenido la
satisfacción de ver a Claud vencido por un macho más joven que aparecía en el peor
momento para Claud y su recién encontrada hembra. Claud montaba un número
bravucón, fingía que estaba dispuesto a pelear, pero el macho más joven iba por
él, directo a sus ojos, y Claud se retiraba.
—Cállate
—contestó por fin Claud, y se instaló cómodamente para dormir.
De vez en cuando, para cambiar de escenario,
Claud y Maud cogían el metro a Hampstead Heath. La verdad es que una vez
tomaron el metro y se encontraron para su sorpresa, en Hampestead Heath.
¡Espacio! ¡Montones de migas para picotear! ¡Sin gente! O casi sin gente. A
veces tomaban el metro por diversión, sin importarles adónde irían a parar al
salir. Siempre podían encontrar el camino de vuelta a Trafalgar Square, aunque
tuvieran que hacer algo de esfuerzo y volar unos metros aquí y allá. Los
autobuses eran más seguros respecto a la dirección que seguían, pero tampoco
había muchos sitios donde agarrarse en el techo de un autobús. Ciertamente
recordaban la dirección de Hampstead Heath, y saltando a un autobús que
arrancara en aquella dirección tenían bastantes posibilidades de llegar, y si
el autobús se desviaba, simplemente volaban hasta otro que pareciera más
prometedor. Dos veces habían ido en autobús.
Pero
el metro era más divertido, porque a Maud y Claud les gustaba hacer que la
gente se apartara de su camino. La gente se reía señalándolos cuando ellos
subían o bajaban por las escaleras mecánicas. A veces la gente sacaba la
cámara, como en Trafalgar Square, y les hacían fotos con flash.
"¡Cuidado!
¡No pisen a las palomas! ¡Ja, ja, ja!" ya era una exclamación familiar.
A Maud le obsesionaba el
vago recuerdo de una hija que había muerto de un golpe de bastón, ante sus
ojos, en una acera cerca de Trafalgar Square. Era una hija de su primera
pareja. ¿O acaso se lo había imaginado? Desde entonces, Maud temía a la gente
con bastón, incluso con paraguas, y los había a montones. Maud se estremecía y
se apartaba unos centímetros. Pensaba que podría tener otra pareja si quisiera,
pero algo —no sabía decir qué— la mantenía junto a su aburrido Claud.
Un
sábado por la mañana, de mutuo acuerdo, decidieron dirigirse a Hampstead Heath.
En Trafalgar Square estaba ocurriendo algo horrible. Había hordas de gente y
tribunas, y estaban instalando altavoces. No era un buen día para los
cacahuetes y las palomitas de maíz. Maud y Claud bajaron al metro en Whitehall.
—¡Oh,
mira, mami! —gritó una niña—. ¡Palomas!
Maud
y Claud la ignoraron y siguieron bajando a saltitos. Pasaron bajo la puerta
mecánica, inadvertidas pero golpeadas por algún pie, y luego bajaron por la escalera
mecánica. Claud iba delante, aunque no sabía adónde iba. Saltó al primer tren.
—¡Mira
eso! ¡Palomas! —dijo alguien.
Algunas
personas se echaron a reír.
Maud
y Claud se contaban entre los pocos pasajeros que nadie empujaba. Había un
círculo vacío a su alrededor. Otra vez fue Claud quien se adelantó cuando
salieron, asintiendo autoritariamente con la cabeza. No sabía dónde estaba,
pero le gustaba dar la impresión de que no era así.
—¡Están
subiendo las escaleras! ¡Ja, ja, ja!
Les
abrieron camino como si fueran autoridades o personas famosas.
En
el tumulto de gente que subía las escaleras hasta el nivel de la acera, Maud y
Claud tuvieron que hacer uso de sus alas. Eso las dejó exhaustas, cuando por
fin llegaron a la luz del sol, cerca de un kiosco. Maud se adelantó esta vez
abriendo camino. La acera describía una leve pendiente hacia arriba y Maud tomó
aquella dirección. Cerca de Hampstead Heath, las aceras solían ser de subida,
recordó. Claud la siguió.
—Ah,
el amor —dijo una voz masculina.
La
voz se equivocaba. Muchas veces era Claud el primero, cuando quería parecer
superior a Maud, pues sabía que Maud le seguiría de todas maneras. Otras veces
era al contrario y no tenía nada que ver con el deseo de aparearse. Al cabo de
tres calles, saltando arriba y abajo por los bordillos de las aceras, Maud
empezó a cansarse. Claud se había equivocado al bajar en aquella parada y Maud
se acercó a él y se lo indicó con una mirada y un carraspeo significativo. Ella
tampoco sabía dónde estaban, aunque sí sabía que Trafalgar Square estaba en
algún sitio por detrás, a su derecha. Al final llegarían a casa sin problemas.
Pero aquello no era Hampstead Heath.
Luego,
Maud intuyó o divisó una franja de verde a la izquierda, y con un movimiento de
la cabeza que hizo brillar su pecho azul y verde a la luz del sol dirigió a
Claud hacia la izquierda. Se detuvieron para dejar pasar un taxi y luego
siguieron la marcha, bordillo arriba. Ahora Maud ya veía el verde y aceleró un
poco el paso, aleteando mientras sus patas se movían a la vez sobre la acera.
Hizo acopio de energías para sobrevolar la barandilla de casi un metro que
rodeaba un pequeño parque.
Había
bancos con gente sentada tranquilamente, y una considerable extensión de césped
sin recortar, con un estanque en el centro. Maud empezó a picotear.
Claud
vio otras tres palomas, una hembra y dos machos, no muy lejos, en el césped.
Seguramente no les recibirían con agrado, pero en aquel momento los dos machos
estaban absortos. Maud dijo algo para que Claud probara suerte allí y Claud le
replicó enseguida que probara ella. Maud se alejó, dándoles la espalda a todos,
incluyendo a Claud. Claud estaba picoteando un gusano y pensando que prefería
grano seco cuando uno de los machos se abalanzó volando sobre él.
El
pájaro que le atacó estaba en mejor forma física. Claud sólo se levantó unos
centímetros del suelo y se lanzó sobre el otro, pero su gesto no tuvo mucho
efecto. Se batió en retirada, andando, agitando las alas y haciendo ruidos para
indicar que estaba disgustado pero en absoluto vencido, y que simplemente no se
iba a molestar en luchar.
Maud
adoptó una expresión divertida e indiferente.
De
pronto empezó a llover. Claud y Maud avanzaron hacia el árbol más cercano.
Tenía todo el aspecto de que la lluvia iba a persistir. ¿Debían tomar el metro
para llegar a casa? Sólo era media tarde. La lluvia haría salir los gusanos,
tal vez un caracol o dos. De pronto, Maud voló hacia Claud y le atacó en el
cogote.
Claud
ya estaba de malhumor y se alejó hacia un camino. Cuando llegó a la acera, giró
rápidamente a la izquierda. Aquél era el camino del metro, pensó, y también era
la dirección de casa.
Maud
le siguió, odiándose a sí misma por seguirle, pero consolándose con el hecho de
que tenía a Claud controlado y que aquélla era la dirección de Trafalgar
Square. Ya le llegaría el día a Claud, pensó Maud. Si se esforzaba un poco, un
macho más joven podía invadir su casa y expulsar a Claud. Aquello le enseñaría
a...
¡Blam!
¿Qué
era aquello?
La
oscuridad había caído sobre ella. Claud también estaba allí con ella, haciendo
ruidos y aleteando.
Maud
oyó risas de niños. ¡Una caja! A Maud ya le había pasado antes y había
escapado, recordó. La caja de cartón se arrastró por la acera, aprisionándole
dolorosamente una de las patas. Ella y Claud se encontraron de pronto volcados,
patas arriba, vieron un breve trozo de cielo y luego una desagradable cubierta
que cayó sobre la caja y fueron empujados y sacudidos mientras los niños
corrían. Bajaron unas escaleras. Los niños tiraron a Maud y Claud al suelo de
una habitación fuertemente iluminada. Ahora estaban dentro de una casa.
Una
mujer gritó algo.
Los
dos niños se reían.
Maud voló sobre una mesa.
Era la cocina de uno de esos edificios que Claud y ella habían observado muchas
veces por la ventana de un semisótano.
—¿Qué
vas a hacer con ellos? ¡Aaah!
Claud
se había ido a posar en el borde del fregadero. Un niño fue a buscarlo y Claud
saltó a un rincón junto a una puerta que tenía una rendija abierta.
Un
niño esparció pan por el suelo, pero Claud lo ignoró. A Claud le interesaba la
puerta, Maud se dio cuenta, pero pensó que tal vez el resto de la casa
estuviera cerrado, entonces, ¿para qué serviría la puerta? En ese momento Maud
defecó.
Aquello
provocó un grito de la mujer. ¡Dios mío! Maud sabía que su excremento podía
tener consecuencias: significaba desprecio, por ejemplo. A Maud le habían dado
una patada alguna vez —deliberada— cuando lo había hecho en su propio terreno,
Trafalgar Square, sin pretender insultar a nadie. Pero aquella gente no era
normal, la mayoría estaba loca. No podía predecirse lo que iba a hacer la
gente. Cacahuetes en un momento dado y al momento siguiente un palo.
La
mujer seguía parloteando. Hubo un chillido de los chicos y luego se abalanzaron
sobre Claud con los brazos abiertos, intentando atraparlo. Claud levantó el
vuelo y dejó caer su excremento, que aterrizó en la cara de uno de los chicos.
Se oyeron risas. Claud se tambaleó sobre un tendedero de ropa que había cerca
del techo, oscilando.
Entró
un hombre de voz estentórea. Maud le detestó nada más verlo. El hombre
pronunció un largo y rugiente discurso y luego se acercó a Maud y le habló con
más suavidad. Maud dio dos pasos atrás, chocó contra una tapa de porcelana de
algo, sin quitarle ojo al hombre, dispuesta a unirse a Claud si el hombre se le
acercaba más. Pero él salió de la cocina.
La
mujer estaba haciendo palomitas en el fogón. Maud y Claud reconocieron el olor.
Mientras, los niños se reían estúpidamente junto al fregadero. El hombre volvió
con una especie de trípode alto. Se encendieron unas luces muy brillantes.
Entonces Maud y Claud lo entendieron. Habían visto lo mismo en Trafalgar
Square, a gran escala: trípodes, plataformas móviles, luces terribles por todas
partes que convertían la noche en día. Ahora la luz daba directamente en los
ojos de Maud y ella empezó a dar vueltas. La cámara zumbaba. Maud quería volver
a defecar, pero no pudo.
—¡Palomitas!
—gritó el hombre.
—¡Ya
van! —La mujer se acercó con la sartén justo a tiempo de chocar con Claud, que
se dirigía a la ventana intentando escapar. Esperaba que la parte de arriba
estuviera abierta, pero antes de poder comprobarlo ya estaba tumbado de lado en
el suelo. Se levantó. La mujer echó palomitas en el suelo junto a él, y Claud
las rechazó como si fueran venenosas.
—¡Ja,
ja! —se rió el hombre—. ¡Asústales otra vez, Simon!
El
más pequeño de aquellos dos odiosos niños agitó los brazos hacia Maud mientras
el otro saltaba hacia Claud.
Maud
y Claud se levantaron batiendo las alas fuertemente. Claud cayó como una gruesa
águila en la frente y el pelo del niño mayor, sacando las uñas.
—¡Ay!
—gritó el niño.
Maud
se contentó con darles dos fuertes picotazos a las mejillas del pequeño, además
de clavar las uñas todo lo que pudo, antes de saltar justo a tiempo para
escapar del puño del hombre. Maud comprendió que iba a ser una lucha por la
vida, y que ella y Claud estaban atrapados.
La
mujer intentaba atizar a Claud con una escoba, pero fallaba cada vez.
—¡Abrid
la ventana! ¡Dejadlas salir!
—¡Voy
a torcerles el pescuezo! ¡Están locas! —gritó el hombre de cara colorada,
dirigiéndose a la ventana.
Maud
se dio cuenta de que el hombre estaba furioso, pero ¿quién les había llevado
allí sino aquellos repulsivos hijos suyos? Maud atacó al hombre justo cuando
abría la ventana desde arriba. El apartó a Maud con un codo y agachó la cabeza.
Claud
salió volando por la ventana.
—¡Usa
la escoba! —gritó la mujer, ofreciéndosela al hombre.
Maud
esquivó la escoba, voló al escurridero de platos que había sobre la pila,
intentó agarrarse a un platillo, y mientras volaba hacia la ventana, el
platillo cayó en el fregadero y se hizo añicos.
Otro
grito de la mujer y un rugido del hombre que se desvanecieron mientras Maud se
alejaba. Voló unos cuantos metros con la energía que le daba su ira, y luego
descendió hasta la civilizada acera para poder andar normalmente y recuperar el
aliento. ¡Qué alivio salir de aquella casa de locos! ¡Dios mío! ¡Alguien
tendría que denunciar a aquella gente! Maud levantó la cabeza con orgullo,
impulsando el pico a cada paso. Había grupos de gente que luchaba a favor de
las palomas. Ella había visto a algunos en Trafalgar Square impidiendo que los
niños usaran armas o incluso que les tiraran cosas a las palomas. Si alguna vez
atrapaban a aquella familia, les harían pagar por aquello.
¿Dónde
estaba Claud?
Maud
se detuvo y se volvió. No es que le importara mucho dónde estaba. Si iba
directamente a casa, como pretendía, Claud aparecería aquella misma noche, no
tenía ninguna duda. ¿Y acaso la había ayudado él hasta ahora en algo? No.
Entonces
oyó su voz. Claud apareció tras ella, acercándose sobre las patas y las alas,
con aspecto de estar exhausto. Maud sacudió las alas y continuó adelante. Claud
avanzaba junto a ella, protestando un poco, como hacía Maud, pero sus sonidos
se fueron calmando gradualmente. Después de todo, eran libres otra vez y
estaban andando en dirección a casa. De pronto, Maud se dirigió a un autobús.
Claud la siguió, y se instalaron con dificultad en el techo del vehículo.
Algunos autobuses daban unos bandazos terribles. Tuvieron que cambiar a otro,
esperando que les llevara, pero su instinto era correcto y pronto se
encontraron traqueteando por Haymarket. ¡Casa! Y aún no estaba oscuro. El cielo
era de un azul grisáceo y el sol se estaba poniendo.
Todavía
tenían tiempo de picotear un poco en Trafalgar Square antes de retirarse, pensó
Maud. Claud estaba pensando lo mismo, así que dejaron el autobús en Whitehall y
se deslizaron al territorio familiar.
No
quedaban muchas palomas por allí. Las luces se encendían en los escaparates. Las
migajas y restos eran pocos y estaban pisoteados. Y Maud se sintió cansada y
débil.
Claud
impulsó la cabeza hacia ella y cogió un pedacito de cacahuete que Maud estaba a
punto de alcanzar.
Maud
voló hacia él, agitando las alas. ¿Por qué seguía con él? Egoísta y
avaricioso... ¡No podía contar con él para nada, ni siquiera para vigilar el
nido cuando tenía un huevo!
Claud
quiso vengarse con un maligno picotazo en el ojo de Maud, pero falló y le dio
en la cabeza.
Entonces,
de pronto —imposible decir quién de los dos se movió primero—, atacaron a un
cochecito que pasaba. Fueron por el bebé, las mejillas, los ojos. La joven que
empujaba el cochecito soltó un grito y empezó a golpear a las palomas. Maud
quedó fuera de combate durante unos segundos, pero enseguida se unió a Claud en
el cochecito. Dos personas corrieron hacia allí y las palomas salieron volando.
Volaron sobre las cabezas de sus frustrados atacantes y se unieron a un grupo
de más de veinte palomas que picoteaban en torno a una papelera.
Cuando
las dos personas y la mujer del cochecito se acercaron a las palomas, Maud y
Claud no sentían ningún miedo, aunque algunas de las demás palomas levantaron
la vista, asustadas por las voces iracundas.
Uno
de los humanos, un hombre, corrió entre las palomas, pateándolas, agitando los
brazos y gritando. La mayoría de las palomas emprendieron un perezoso vuelo.
Maud se dirigió a casa, al nicho situado tras el bajo muro de piedra, y cuando
llegó, Claud ya estaba allí. Se prepararon para dormir, demasiado cansados incluso
para intercambiar sonidos de protesta. Pero Maud no estaba tan cansada como
para olvidar el medio cacahuete que Claud le había arrebatado. ¿Por qué vivía
con él? ¿Por qué vivía allí, por qué vivían los dos juntos allí, corriendo el
riesgo de ser capturados a diario, como aquel día, o pateados por gente que se
molestaba incluso si defecaban? ¿Por qué? Maud se quedó dormida, exhausta de
tanto descontento.
El
incidente de las palomas de Trafalgar Square con el bebé picoteado, que se
quedó ciego de un ojo, inspiró un par de cartas al Times. Pero nadie hizo nada
al respecto.
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