LA
PERFECCIONISTA
El
padre de Margot Fleming, a quien ella había admirado mucho, siempre le había
dicho: "Cualquier cosa que valga la pena hacer, vale la pena hacerla
bien". Margot creía que cualquier cosa que valiera la pena hacer bien,
valía la pena hacerla perfectamente.
La casa
y el jardín de los Fleming estaban en todo momento en perfecto orden. Margot hacía
todo el trabajo de jardinería, aunque podían permitirse un jardinero. Incluso
su perro de raza Airedale, "Rugger", dormía donde debía dormir (en
una alfombra delante de la chimenea) y nunca saltaba sobre la gente para
saludarla, sino que se limitaba a mover la cola. La única hija de los Fleming,
Rosamund, de catorce años, tenía unos modales perfectos y no tenía más defecto
que ser propensa al asma.
Si al
guardar un tenedor en el cajón de la cubertería de plata Margot advertía un
incipiente empañamiento, sacaba el producto para la plata y limpiaba el tenedor
lo cual la llevaba, cualquiera que fuese la hora del día o de la noche, a
limpiar el resto de la cubertería para que toda quedara igualmente bonita.
Entonces Margot se sentía impulsada a emprenderla con el servicio de té luego, la
tapadera de la fuente para la carne, y después, los marcos de plata de las
fotos del cuarto de estar y la cajita de plata que estaba sobre la mesa del
teléfono, y podía hacerse de madrugada antes de que Margot terminase. Sin
embargo, había una sirvienta que se llamaba Dolly y que venía tres veces por
semana para hacer la limpieza más pesada.
Raras
veces se atrevía Margot a preparar una comida para su familia, y nunca para los
invitados. Y eso a pesar de tener una cocina equipada con todos los
electrodomésticos modernos, incluyendo un congelador enorme, tres batidoras, un
abrelatas eléctrico, un afilador eléctrico, una inmensa cocina con dos hornos
de puertas de cristal y armarios rodeando las paredes llenos de ollas a
presión, coladores, cacerolas y sartenes de todos los tamaños. Los Fleming casi
nunca comían en casa, porque Margot temía que sus guisos no fueran lo bastante
buenos. Algo —quizá la sopa, quizá la ensalada— podría no estar exactamente en
su punto, pensaba Margot, y renunciaba. Los Fleming podían invitar a sus amigos
a tomar copas en su casa, pero luego se metían todos en sus coches y conducían
doce kilómetros para ir a la ciudad a cenar en un restaurante, y después a lo mejor
volvían a casa de los Fleming para tomar el café y el coñac.
Margot
era un poco hipocondríaca. Se levantaba temprano por las mañanas (si no estaba levantada
aún después de haberle sacado brillo a la plata o encerado los muebles) para hacer
sus ejercicios de yoga, seguidos de media hora de meditación. Luego se pesaba.
Si había ganado o perdido una fracción de kilo de la noche a la mañana,
intentaba remediarlo por medio de lo que comiera ese día. Después bebía el zumo
de un limón sin endulzarlo. Dos veces al año pasaba dos semanas en un balneario
y sentía que se libraba de los pequeños dolores y molestias que habían comenzado
en los seis meses anteriores. En el balneario, su dieta era aún más sencilla y
su rostro delgado adquiría un aire un poco más ansioso, aunque ella se
esforzaba por mantener una expresión inteligentemente amable, ya que esto
formaba parte de la perfección general que aspiraba a lograr.
—Los
Mengánez son muy poco ceremoniosos —le decía Harold, su marido, algunas veces—.
No tenemos que darles un banquete, pero sería agradable poder invitarles a
cenar aquí.
No
había suerte. Margot contestaba algo así:
—Sencillamente,
creo que no puedo arreglármelas. Un restaurante es muchísimo más fácil, querido.
La
expresión de Margot se había vuelto tan angustiada que Harold no tenía valor
para continuar la discusión. Pero a menudo pensaba: "Toda esa cocina tan
grande, ¡y ni siquiera podemos invitar a nuestros amigos a tomar una
tortilla!"
Así que
Harold se quedó con la boca abierta cuando Margot anunció un día de octubre,
con la solemnidad de un cruzado rezando antes de la batalla:
—Harold,
vamos a dar una cena aquí.
La
ocasión era doble: el cumpleaños de Harold era dentro de nueve días y caía en
sábado. Y acababan de ascenderle a vicepresidente de su banco con un aumento de
sueldo. Era suficiente para justificar una fiesta y además Harold pensaba que
se la debía a sus compañeros, pero... ¿era Margot capaz?
—Puede
que sean por lo menos veinte personas —dijo Harold—. Yo mismo había pensado en ir
a un restaurante esta vez.
Pero
Margot sentía claramente que era algo que debía hacer para ser una esposa
perfecta. Envió las invitaciones. Pasó dos días planeando el menú con ayuda del
Larousse Gastronomique, lo escribió a
máquina con dos copias e hizo una lista de la compra con dos copias también,
por si acaso perdía una o dos. Faltaban siete días para la cena. Decidió que
las cortinas de la sala estaban deslucidas, así que recorrió la ciudad en un
taxi buscando la tela adecuada y luego la trencilla dorada exactamente
conveniente para los bordes y el bajo. Hizo ella misma las cortinas. Contrató a
un tapicero para que le tapizara un sofá y cuatro butacas y le pagó un
suplemento por la urgencia. Margot y Dolly volvieron a limpiar las ventanas ya
limpias y a lavar la ya limpia vajilla para veinticuatro personas. Margot no se
acostó las dos noches anteriores a la fiesta de cumpleaños y ascenso y,
naturalmente, estuvo también ocupada durante el día. Ella y Dolly hicieron una
ración de prueba del complicado pudin que iban a poner de postre, lo
encontraron excelente y lo tiraron.
Llegó
la gran noche, y veintidós personas fueron llegando entre las siete y media y
las ocho en una serie de coches particulares y taxis. Margot, un mayordomo
contratado y Dolly iban y venían con bandejas de bebidas, canapés calientes y
aperitivos. La mesa del comedor había sido alargada al máximo y ahora era un
hermoso campo de hilo blanco, con candelabros de plata y tres jarrones de
claveles rojos.
Y todo
fue bien. Las mujeres alabaron el aspecto de la mesa y alabaron la sopa. Los
hombres declararon que el clarete era excelente. El presidente del banco de
Harold propuso un brindis por Margot. Entonces Margot empezó a sentirse mal.
Tomó un segundo café y aceptó un segundo coñac que no le apetecía porque se lo
había ofrecido uno de los compañeros de Harold. Luego se escabulló a su
dormitorio y se tomó una benzedrina. No tenía costumbre de tomar píldoras estimulantes
y tenía éstas sólo porque se las había pedido a su médico "por si
acaso", y él se las había dado porque prometió no abusar de ellas. Diez
minutos después, Margot se sentía en el aire, casi volando, y se alarmó. Volvió
a su cuarto y tomó un somnífero suave. Bebió otro coñac que alguien insistió en
darle. Harold propuso un brindis por su banco, al que siguió unos minutos más tarde
otro brindis, propuesto por todos, por Harold, puesto que era su cumpleaños.
Margot participó obedientemente en todos estos brindis. En los últimos momentos
de la fiesta, Margot se sentía sonámbula, como si fuera un fantasma u otra
persona. Cuando la puerta se cerró tras el último invitado, Margot cayó redonda
al suelo.
Llamaron
a un médico. Hubo que llevar a Margot rápidamente a un hospital y hacerle un lavado
de estómago. Estuvo inconsciente muchas horas.
—No hay
por qué preocuparse realmente —dijo el médico a Harold—. Es agotamiento, sumado
al hecho de que sus nervios están alterados por las píldoras. Es sólo cuestión
de lavar su organismo.
Le
daban agua lentamente por medio de un tubo introducido en su garganta. Margot
recuperó la conciencia y en seguida experimentó una profunda vergüenza. Estaba
segura de que había hecho algo mal en la fiesta, pero no podía recordar qué era
exactamente.
—Margot
querida, ¡lo hiciste maravillosamente! —le dijo Harold—. ¡Todo el mundo dijo
que fue una noche magnífica!
Pero
Margot estaba convencida de que se había desmayado y de que los invitados
habían pensado que estaba borracha. Harold le enseñó las notas apreciativas que
había recibido de varios de los invitados, pero ella las interpretó como
simples muestras de cortesía.
Una vez
en casa, Margot se dedicó a hacer punto. Siempre había hecho algo de calceta.
Ahora emprendió una inmensa labor: hacer colchas de punto para todas las camas
de la casa (ocho contando las camas gemelas de las dos habitaciones de
invitados). Margot descuidó su meditación de yoga, pero no los ejercicios,
mientras hacía punto desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, sin
apenas detenerse para comer.
El
médico le dijo a Harold que consultara a un psiquiatra. El psiquiatra tuvo una
charla con Margot y luego le dijo a Harold:
—Debemos
dejarla que siga haciendo calceta, de lo contrario podría ponerse peor. Cuando haya
hecho todas las colchas quizá podamos hablar con ella.
Pero
Harold sospechó que el médico solamente intentaba hacer que él se sintiera
mejor. La situación era peor que nunca. Margot le prohibió a Dolly que preparara
las comidas, diciendo que Dolly no cocinaba lo suficientemente bien. Los tres
Fleming hacían precipitadas excursiones a los restaurantes y volvían a casa
para que Margot pudiera reanudar su labor.
DE OTROS MUNDOS
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