Marcel Schwob
WALTER KENNEDY
Pirata analfabeto
El capitán Kennedy era irlandés y no sabia leer ni escribir. Alcanzó el grado de teniente, bajo el gran Roberts, por el talento que tenía para torturar. Dominaba perfectamente el arte de retorcer una mecha alrededor de la frente de un prisionero hasta hacerle saltar los ojos, o de acariciarle el rostro con hojas de palmera encendidas. Su reputación quedó consagrada gracias al Juicio que, a bordo del Corsario, se celebró contra Darby Mullin, sospechoso de traición. Los jueces se sentaron apoyados en la bitácora del timonel, delante de un gran tazón de ponche, con pipas y tabaco; luego comenzó el proceso. Iban a votar la sentencia, cuando uno de los jueces propuso fumar otra pipa antes de deliberar. Entonces Kennedy se puso de pie, se sacó la pipa de la boca, escupió y habló en estos términos:
-¡Señores y caballeros de fortuna, que el diablo me lleve, si no colgamos a Darby Mullin, mi viejo camarada! Darby es un buen muchacho, ¡qué joder! ¡Mierda para el que diga otra cosa, y nosotros somos caballeros, demonio! ¡Juntos la hemos corrido! ¡Y lo quiero de todo corazón, carajo! Señores y caballeros de fortuna, lo conozco bien. Es realmente un bribón. Si vive nunca se arrepentirá. ¡Que el diablo me lleve si se arrepiente! ¿Verdad que no, viejo Darby? ¡Colguémoslo, qué joder! Y con permiso de la honorable compañía, voy a tomar un buen trago a su salud.
Este discurso pareció admirable y digno de las más nobles oraciones militares que hayan recogido los antiguos. Roberts quedó encantado. Desde ese día Kennedy se volvió ambicioso-so. Como Roberts se había extraviado en una chalupa mientras perseguía a una nave portuguesa frente a las Barbados, Kennedy obligó a sus compañeros a que lo eligieran capitán del Corsario, y se hizo a la vela por su cuenta. Hundieron y saquearon muchos bergantines y galeras, cargadas de azúcar y tabaco del Brasil, sin contar el oro en polvo y los sacos llenos de doblones y de piezas de a ocho. Su bandera era de seda negra, con una calavera, un reloj de arena, dos huesos cruzados, y debajo un corazón atravesado por un dardo, del que caían tres gotas de sangre. Equipados de tal manera, un día se encontraron con una pacífica chalupa de Virginia, cuyo capitán era un piadoso cuáquero llamado Knot.
Este hombre de Dios no tenía a bordo ni ron, ni pistola, ni sable, ni machete. Llevaba un largo hábito negro y un sombrero de anchos bordes del mismo color.
-¡Carajo! -dijo el capitán Kennedy-, éste sí que sabe vivir, y es además alegre. Eso es lo que a mí me gusta. Que nadie le haga daño a mi amigo el señor capitán Knot, que se viste de manera tan divertida.
El señor Knot se inclinó, con silenciosa mojigatería
-Amén -dijo el señor Knot-. Así sea.
Los piratas hicieron regalos al señor Knot. Le ofrecieron treinta mohures, diez rollos de tabaco del Brasil y unas bolsitas de esmeraldas. El señor Knot aceptó complacido los mohures, las piedras preciosas y el tabaco.
-Estos son regalos que está permitido aceptar para hacer de ellos un piadoso empleo. ¡Ah, quiera el cielo que nuestros amigos, que surcan el mar, estuviesen todos animados por tales sentimientos! Él Señor acepta todas las restituciones. Son, por así decirlo, los miembros del becerro y las partes del ídolo Dagón, lo que vosotros le ofrecéis, amigos míos, en sacrificio. Dagón todavía reina en estos países profanos, y su oro provoca malas tentaciones.
-¡A la mierda con Dagón! -dijo Kennedy-. ¡Cierra esa boca! ¡Toma lo que te dan y bebe un trago!
Entonces el señor Knot se inclinó sin perder la calma, pero rechazó el cuarto de ron.
-Señores amigos míos... -dijo.
-¡Caballeros de fortuna, carajo! -gritó Kennedy.
-Señores y caballeros amigos míos -prosiguió el señor Knot-, los licores fuertes son, por así decirlo, los aguijones de la tentación que nuestra carne débil no podría soportar. Vosotros, amigos míos...
-¡Caballeros de fortuna, carajo! -gritó Kennedy.
-Vosotros, amigos míos y caballeros afortunados -continuó el señor Knot-, como estáis endurecidos por largas pruebas contra el Tentador, es posible; probable, diría yo, que no sufráis ningún inconveniente al beberlos. Pero vuestros amigos se sentirían incómodos, Sumamente incómodos...
-¡Incómodos al diablo! -dijo Kennedy-. Este hombre habla admirablemente, pero yo bebo mejor. Nos llevará a Carolina a conocer a sus excelentes amigas, que sin duda poseen otros miembros del becerro ese. ¿No es así, señor capitán Dagón?
-Así sea -dijo el cuáquero-, pero Knot es mí nombre.
Y se inclinó una vez más. Los grandes bordes de su sombrero temblaban con el viento.
El Corsario ancló en una caleta preferida del hombre de Dios. Prometió traer a sus amigos y volvió, en efecto, esa misma noche, con una compañía de soldados enviados por el señor Spot Wood, gobernador de Carolina: El hombre de Dios juró a sus amigos, los caballeros afortunados, que sólo se trataba de impedir que introdujeran en esos países profanos sus tentadores licores. Y cuando los piratas quedaron detenidos:
-¡Ah, amigos míos! -dijo el señor Knot-, aceptad todas las mortificaciones, así como yo las acepté.
-¡Carajo, mortificación es la palabra! -juró Kennedy.
Los encadenaron a bordo de un transporte para ser juzgados en Londres. El Old Bailey lo recibió. Firmó con una cruz todos los interrogatorios, la misma marca que puso en sus recibos de pillaje. Pronunció su último discurso en el muelle de la Ejecución, donde la brisa del mar balanceaba los cadáveres de viejos caballeros de fortuna, colgados con sus cadenas.
-¡Carajo! Esto sí que es un honor -dijo Kennedy mirando a los ahorcados-. Van a colgarme al lado del capitán Kid. Ya no tiene ojos, pero debe ser él. Era el único que podía llevar una casaca tan lujosa de paño rojo. Kid siempre fue un hombre elegante. ¡Y escribía! ¡Conocía sus letras, carajo! ¡Qué linda mano! Perdón, capitán. (Saludó al cuerpo seco de casaca roja.) Pero también uno ha sido caballero de fortuna.
Marcel Schwob
Vidas imaginarias
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