martes, 19 de septiembre de 2023

Marcel Schwob / Clodia



Marcel Schwob
CLODIA
Matrona impúdica



Era hija de Apio Claudio Pulquer, cónsul. A corta edad ya se distinguía de sus hermanos y hermanas por el brillo flagrante de su mirada. Tertia, la mayor, no tardó en casarse; la menor cedió por entero a sus caprichos. Sus hermanos, Apio y Cayo, manifestaban ya su avaricia con las ranas de cuero y los carritos de nuez que les regalaban; más adelante se revelaría su avidez por los sestercios. Pero Clodio, bello y femenino, fue compañero de sus hermanas. Clodia las persuadía, con miradas ardientes, de que lo vistiesen con una túnica con mangas y un gorrito de hilos dorados. Luego le ceñían un cinto muy flexible bajo el pecho, lo cubrían con un velo color de fuego y se lo llevaban a los pequeños dormitorios para que se acostase con las tres. Clodia fue su preferida, pero también obtuvo la virginidad de Tertia y de la menor.

Cuando Clodia cumplió dieciocho años murió su padre. Clodia siguió viviendo en la casa del monte Palatino. Apio, su hermano, administró entonces la propiedad, mientras Cayo se preparaba para la vida pública. Clodio, siempre delicado e imberbe, dormía entre sus hermanas. Empezaron a ir en secreto a los baños con él. Daban un cuarto de as a los grandes esclavos que les hacían masaje y luego lo recuperaban. En su presencia, Clodio era tratado como sus hermanas. Tales fueron sus placeres antes del matrimonio.

La más joven se casó con Lúculo, que la llevó a Asia, donde estaba en guerra con Mitrídates. Clodia eligió por marido a su primo Metelo, hombre honesto pero muy lerdo. En esa época de confusión mantuvo una actitud conservadora y limitada. Clodia no podía soportar su rústica brutalidad. Soñaba ya en novedades para su querido Clodio. César comenzaba a ejercer su influencia. Clodía pensó que había que eliminarlo. Consiguió invitar a Cicerón por medio de Pomponio Atico. A su casa iba gente burlona y galante. Junto a ella solía encontrarse a Licinio Calvo, al joven Curión, apodado “la chiquilla”, a Sextio Clodio que le Ilevaba los recados, a Egnacio y su grupo, a Catulo de Verona y a Celio Rufo, que estaba enamorado de ella. Metelo, apoltronado en su asiento, no decía palabra. Se contaban escándalos sobre César y Mamurra. Después Metelo fue nombrado procónsul y partió a la Galia cisalpina. Clodia se quedó sola en Roma con su cuñada Mucia. Cicerón cayó bajo el hechizo de sus grandes ojos ardientes. Pensó en repudiar a Terencia, su mujer, y supuso que Clodia abandonaría a Metelo. Pero Terencia descubrió todo y aterró a su marido. Cicerón, atemorizado, renunció a sus deseos. Terencia exigió aún más, y Cicerón tuvo que romper con Clodio.

El hermano de Clodia, sin embargo, tenía de qué ocuparse. Hacía el amor con Pompeya, mujer de César. La noche de la fiesta de la Buena Diosa sólo podía haber mujeres en casa de César, que era pretor. Pompeya ofrecía sola el sacrificio. Clodio se disfrazó de tañedora de cítara, como solía vestirlo su hermana, y entró en casa de Pompeya. Una esclava lo reconoció. La madre de Pompeya dio la alarma y el escándalo se hizo público. Clodio quiso defenderse y juró que durante esa ocasión había estado en casa de Cicerón, Terencia obligó a su marido a negarlo: Cicerón declaró contra Clodio.

Desde entonces Clodio perdió el apoyo de los nobles. Su hermana acababa de cumplir treinta años. Estaba más ardiente que nunca. Se le ocurrió que Clodio debía ser adoptado por un plebeyo, a fin de que llegara a ser tribuno del pueblo. Metelo, que había regresado, adivinó sus planes y se burló de ella. En ese tiempo, en que ya no tenia a Clodio entre sus brazos, se dejaba amar por Catulo. Metelo, el marido, les resultaba odioso. Su mujer resolvió deshacerse de él. Un día, que volvió cansado del Senado, le ofreció de beber. Metelo cayó muerto en el atrio. Clodia en adelante sería libre. Dejó la casa de su marido y no tardó en encerrarse con Clodio en el monte Palatino. Su hermana se fugó de la casa de Lúculo y se fue a vivir con ellos. Los tres reanudaron su vida en común y ejercitaron su odio.

Al principio, Clodio, convertido en plebeyo, fue designado tribuno del pueblo. A pesar de su gracia femenina, tenía una voz fuerte y mordaz. Consiguió que exilaran a Cicerón; hizo arrasar la casa de éste ante sus propios ojos, y juró ruina y muerte para todos sus amigos. César, que era procónsul en Galia, no pudo hacer nada. Sin embargo Cicerón obtuvo, gracias a Pompeyo, algunas influencias y logró que volvieran a llamarlo al año siguiente. El furor del joven tribuno fue extremo. Atacó violentamente a Milón, amigo de Cicerón, que comenzaba a pretender el consulado. Lo esperó emboscado una noche e intentó matarlo, derribando a sus esclavos que llevaban antorchas. El favor popular de Clodio disminuyó. Cantaban estribillos obscenos acerca de Clodia y Clodio, Cicerón los denunció en un discurso violento donde trataba a Clodia de Medea y de Clitemnestra. La cólera del hermano y de la hermana terminó por estallar. Clodio quiso incendiar la casa de Milón y unos esclavos que estaban de guardia lo mataron en las tinieblas.

Clodia cayó en la desesperación. Había elegido y rechazado a Catulo; luego a Celio Rufo, luego a Egnacio, cuyos amigos la habían llevado a las tabernas de peor fama. Pero ella sólo amaba a su hermano Clodio. Por él envenenó a su marido. Por él atrajo y sedujo a bandas de incendiarios. Con la muerte de Clodio su vida careció de objeto. Sin embargo, era todavía bella y ardiente. Tenia una casa de campo en el camino a Ostia, y jardines junto al Tíber y en Bayes. Alli se refugió. Trató de distraerse bailando lascivamente con mujeres. No fue suficiente. Vivía obsesionada con los estupros de Clodio, a quien seguía viendo femenino e imberbe. Recordaba que antaño unos piratas de Cilicia . habían raptado a Clodio y habían abusado de su tierno cuerpo. También volvía a su memoria cierta taberna donde habían estado juntos. La entrada estaba enteramente tiznada de carbón, y los hombres que allí bebían despedían un olor fuerte y tenían el pecho velludo.

Roma volvió pues a atraerla nuevamente. Al principio anduvo de noche por encrucijadas y callejuelas. La fulgurante insolencia de sus ojos seguía siendo la misma. Nada podía apagarla. Todo lo intentó, incluso recibir la lluvia y acostarse en el fango. Iba de los baños a las celdas de piedra. Conoció los sótanos donde los esclavos jugaban a los dados y los tugurios donde se emborrachaban cocineros y cocheros. Esperaba a los transeúntes en las calles pavimentadas y pereció a la madrugada de una noche sofocante, a causa del extraño retorno de un hábito que ella antes había practicado. Un batanero le había pagado un cuarto de as, y en el crepúsculo de la mañana la acechó en la alameda para recuperarlo y estrangularla. Luego arrojó su cadáver, con los grandes ojos abiertos, a las aguas amarillas del Tíber.


Marcel Schwob

Vidas imaginarias


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