Gabriel Spenser Ilustración de George Barbier |
Marcel Schwob
GABRIEL SPENSER
Actor
Su madre fue una muchacha, llamada Flum, que tenía un saloncito de planta baja al fondo de Rottenrow, en Pickedhatch. Un capitán, con los dedos cargados de alhajas de cobre y dos galanes que vestían jubones amplios, iban a verla después de cenar.
Albergaba a tres muchachitas cuyos nombres eran Poli, Dolí y Molí, qué no podían soportar el olor del tabaco. Por eso subían con frecuencia a meterse en cama, y amables gentilhombres las acompañaban, después de haber bebido un vaso de vino de España tibio, para disipar el vaho de las pipas. El pequeño Gabriel se quedaba acurrucado bajo la campana de la chimenea mirando asarse las manzanas que se echaban en los jarros de cerveza. También iban actores de muy diversa apariencia. No se atrevían a aparecer por las grandes tabernas a las que iban las compañías en cartel. Algunos hablaban con el estilo de la fanfarronada, otros farfullaban como idiotas. Acariciaban a Gabriel, quien aprendió de ellos versos quebrados de tragedia y bromas rústicas de escena. Se le dio un pedazo de paño carmesí, con bordes de oro descoloridos, una máscara de terciopelo y un viejo puñal de madera. Así se pavoneaba, solo, delante del hogar, blandiendo un tizón como si fuera una antorcha; y su madre Flum balanceaba su triple papada por la admiración que sentía por su hijo precoz.
Los actores lo llevaron al Rideau Vert, en Shoreditch, donde tembló ante los accesos de rabia del pequeño comediante que echaba espuma al vociferar el papel de Jeronymo.
Ahí se veía también al viejo rey Lear, con su barba blanca desgarrada, arrodillándose para pedir perdón a su hija Cordelia; un clown imitaba las locuras de Tarleton y otro envuelto con una sábana aterrorizaba al príncipe Hamlet. Sir John Old-castle hacía reír a todo el mundo con su gran barriga, sobre todo cuando tomaba de la cintura a la patrona, la que le toleraba que arrugase el pico de su cofia y deslizase sus gordos dedos en la bolsa de bucarán que llevaba atada a su cintura. El Loco cantaba canciones que el Idiota no comprendía nunca y un clown con gorro de algodón pasaba la cabeza a cada momento por un agujero del telón, en el fondo del tablado, para hacer morisquetas.
Había también un juglar con dos monos y un hombre vestido de mujer que, se le ocurría a Gabriel, se parecía a su madre Flum. Al terminar las obras, los despabiladores acudían para ponerle una toga de gros azul y gritaban que iban a llevarlo a Bridewell.
Cuando Gabriel tuvo quince años los actores del Rideau Vert notaron que era hermoso y delicado y que podría representar los papeles de mujeres y de doncellas.
Plum le peinó sus cabellos negros que llevaba echados hacia atrás; tenía la piel muy fina, los ojos grandes, las cejas altas, y Plum le había perforado las orejas para colgar de ellas dos falsas perlas dobles. Entró entonces en la compañía del duque de Nottingham y le hicieron trajes de tafetán y de damasco, con lentejuelas, paño de plata y paño de oro, blusas con lazos y pelucas de cáñamo con largos rizos. Le enseñaron a pintarse en la sala de ensayos. En un principio se ruborizó cuando subió al tablado; después respondió con mohines a las galanterías. Poli, Dolí y Molí, a quienes Flum llevó, muy agitada, dijeron con grandes risas que era exactamente una mujer y quisieron desvestirlo después de la representación. Lo llevaron a Picked-hatch y su madre le hizo poner uno de sus vestidos para mostrárselo al capitán, quien se deshizo en cumplidos burlones y fingió ponerle en el dedo un tosco anillo dorado con un carbunclo de vidrio engastado.
Los mejores camaradas de Gabriel Spenser eran William Bird, Edward Juby y los dos Jeffes. Estos decidieron, un verano, ir a actuar en aldeas del campo con actores errantes.
Viajaron en un coche cubierto por una lona, donde dormían de noche. En el camino de Hammersmith, una noche, vieron salir de la cuneta a un hombre que les encañonó con una pistola.
–¡Su dinero! –dijo–. Soy Gamaliel Ratsey, por la gracia de Dios ladrón de grandes caminos y no me gusta esperar.
A lo cual los dos Jeffes respondieron gimiendo:
–No tenemos nada de dinero, vuestra merced; sólo esas lentejuelas de cobre y esas piezas de camelote teñido. Somos pobres actores, errantes igual que su señoría.
–¡Actores! –exclamó Gamaliel Ratsey–. Eso sí que es admirable. No soy un ratero ni un pillo y soy amigo de los espectáculos. Si no sintiese un cierto respeto por el viejo Derrick que se las arreglaría muy bien para arrastrarme hasta la escalera y hacerme bambolear la cabeza, no me apartaría de las orillas del río, ni de las alegres tabernas con banderas donde vosotros, mis gentilhombres, acostumbráis desplegar tanto ingenio. Sed, pues, bienvenidos. La noche es bella. Levantad vuestro tablado y representad vuestro mejor espectáculo. Gamaliel Ratsey os escuchará. No es nada común. Podréis contarlo.
–Eso nos va a costar unas velas –dijeron con timidez los dos Jeffes.
–¿Velas? –dijo Gamaliel majestuoso–. ¿Qué habláis de velas? Yo soy aquí el rey Gamaliel, como Isabel es reina en la ciudad. Y como un rey he de trataros. He aquí cuarenta chelines.
Los actores descendieron, temblorosos.
–Lo que Su Majestad guste –dijo Bird–. ¿Qué hemos de representar?
Gamaliel reflexionó y miró a Gabriel.
–A fe mía –dijo– una hermosa obra para esta señorita y bien melancólica. Debe de estar encantadora como Ofelia. Hay flores de digital aquí al lado, verdaderos dedos de muerto. Hamlet, eso es lo que quiero. Me gustan bastante los caprichos de esa composición. Si no fuera Gamaliel, con mucho gusto representaría a Hamlet. Bueno, vamos; ¡y no os equivoquéis en los asaltos de esgrima, mis excelentes troyanos, mis valientes corintios!
Se encendieron los faroles. Gamaliel presenció el drama con mucha atención. Cuando hubo concluido, dijo a Gabriel Spenser.
–Hermosa Ofelia, os dispenso del cumplido. Podéis partir, actores del rey Gamaliel.
Su Majestad está satisfecha.
Después desapareció en las sombras.
Cuando el coche se ponía en marcha, al alba, se lo vio de nuevo, en medio del camino y empuñando la pistola.
–Gamaliel Ratsey, ladrón de grandes caminos –dijo– viene a recuperar los cuarenta chelines del rey Gamaliel. Vamos, rápido. Gracias por el espectáculo. Decididamente, los caprichos de Hamlet me gustan infinitamente. Hermosa Ofelia, a vuestros pies.
Los dos Jeffes, que eran quienes guardaban el dinero, tuvieron que dárselo por fuerza. Gamaliel saludó y partió al galope.
Después de esta aventura, la compañía volvió a Londres. Se contó que un ladrón había estado a punto de secuestrar a Ofelia con su vestido y su peluca. Una muchacha llamada Pat King, que iba con frecuencia al Rideau Vert, afirmó que aquello no la sorprendía para nada. Tenía la cara gorda y la cintura redonda. Flum la invitó para que conociera a Gabriel. Le pareció muy mono y lo besó con ternura. Después volvió con frecuencia. Pat era amiga de un obrero ladrillero a quien su trabajo fastidiaba y que ambicionaba actuar en el Rideau Vert. Se llamaba Ben Jonson, y estaba muy orgulloso de su educación, pues era clérigo y tenía algunos conocimientos de latín. Era un hombre grande y cuadrado, con costurones de escrófulas, y tenía el ojo derecho más arriba que el izquierdo. Era su voz fuerte y tonante. Ese coloso había sido soldado en los Países Bajos. Siguió a Pat King, tomó a Gabriel por la piel del pescuezo y lo arrastró hasta los campos de Hoxton, donde el pobre Gabriel tuvo que hacerle frente, con una espada en la mano. Flum le había deslizado a escondidas una hoja diez pulgadas más larga. Se la clavó en el brazo a Ben Jonson. Gabriel cayó con un pulmón atravesado. Murió en la hierba. Flum corrió a buscar a los condestables. Flum esperaba que lo colgaran. Pero él recitó sus salmos en latín, probó que era clérigo, y sólo se le marcó la mano con un hierro al rojo.
Marcel Schwob
Vidas imaginarias
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