viernes, 1 de septiembre de 2023

Virginia Woolf / El viejo Bloomsbury


Virginia Woolf


Virginia Woolf
EL VIEJO BLOOMSBURY


    Con base en las órdenes de Molly, he tenido que escribir algunos recuerdos sobre el viejo Bloomsbury, el Bloomsbury que va de 1904 a 1914. Desde luego, a Bloomsbury lo veo desde mi perspectiva, no aquella de ustedes. Les pido que sean comprensivos con esto. Entonces, desde mi perspectiva, uno se acerca a Bloomsbury por Hyde Park Gate, esa pequeña vía sin salida próxima a Queen's Gate y frente a los jardines Kensington. Y debemos observar por un momento esa altísima casa a mano izquierda, ya hacia el final, que empieza por ser de estuco y termina por ser de ladrillo rojo; casa muy alta y sin embargo -a como la veo ahora que la hemos vendido- tan desvencijada que cualquier viento fuerte podría derribarla.


    Me desvestía en la parte alfa de esa casa, en mi dormitorio, en la parte de atrás, cuando terminó mi recuerdo último. Mi vestido de satín blanco estaba en el piso. En el aire, el débil olor de los guantes de cabritilla. En el tocador, mi collar de aljófares enredado con pasadores. Acababa de regresar de una fiesta; a decir verdad, de una serie de fiestas, pues era una noche memorable en el apogeo de la temporada 1903. Había cenado con lady Carnarvon en Bruton Street; había visto a George besarla claramente entre las columnas del vestíbulo; durante la cena había charlado excesivamente acerca de mis emociones cuando escuchaba música; lady Carnarvon, la señora Popham, George y yo habíamos ido entonces a la obra francesa más indecente que haya visto en teatro. Nos habíamos levantado, como una bandada de perdices, al finalizar el primer acto. Las blanqueadas mejillas de la señora Popham se habían encendido. Los caireles grises de Elsie habían volado al viento. Nos habíamos despedido, con gran embarazo por parte de ellas, en la acera y Elsie había dicho que ojalá y no estuviera yo cansada, lo cual significaba, imagino, que ojalá y no perdiera mi virginidad o algo parecido. Y entonces George y yo habíamos continuado juntos en un cabriolé para ir a otra fiesta porque, dijo George, para mi profunda vergüenza, que había hablado excesivamente y me era urgente aprender a comportarme; habíamos continuado hasta Hotman Hunts, donde "La luz del mundo" acababa de regresar de su misión por las principales ciudades del imperio británico, y el señor Edward Clifford, el señor Russell Barrington, el señor Freshfield e ignoro qué otros ancianos y distinguidos caballeros de listones negros sujetos a las lentes y damas maduras de extrañas vértebras que asomaban por el viejo cuanto real y maltratado encaje hablaban en susurros sobre el arte del maestro mientras que, sentado con su gorra de casquete, éste bebía, a pesar de ser una noche de junio, cocoa caliente de un pichel.
    Era muy pasada la medianoche cuando me metí en la cama para leer una página o dos de Marius the Epicurean (Mario, el epicúreo)por el cual sentía entonces pasión. Habría entonces un toquidito a la puerta, se apagaría la luz y George se lanzaría sobre mi cama, acurrucándose y besándome y abrazándome porque, según dijo más tarde al doctor Savage, deseaba confortarme a causa de la enfermedad fatal de mi padre, quien moría de cáncer tres o cuatro pisos abajo.

    Pero es la casa lo que les pido ahora que imaginen por un momento porque, si bien Hyde Park Gate parece hoy muy distante de Bloomsbury, su sombra cae sobre éste. El 46 de Gordon Square jamás habría significado lo que significó de no haberlo precedido el 22 de Hyde Park Gate. Era una casa de innumerables habitacioncitas de forma peculiar, construida para que en ella se acomodaran no una sino tres familias. Porque aparte de los tres Duckworth y los cuatro Stephen se encontraba también la nieta de Thackeray, una chica de ojos vacíos cuya idiocia era más obvia día a día, quien apenas sabía leer, quien lanzaba las tijeras al fuego, quien tenía atada la lengua y tartamudeaba y sin embargo se veía obligada a sentarse a la mesa con el resto. Para cobijarnos a todos, ahora se agregaba un piso en lo alto o después un comedor era derribado en la parte baja. Mi madre, creo, era quien esbozaba en una hoja de cuaderno lo que necesitaba, para ahorrarse el salario del arquitecto. Las tres familias habían derramado todas sus posesiones por el interior de esta casa. Cuando se hurgaba en los muchos aparadores y armarios oscuros, nunca se sabía lo que iba a desenterrarse, si la peluca de abogado de Herbert Duckworth, el cuello de sacerdote de mi padre o una hoja cubierta con los dibujos de Thackeray, que más tarde vendimos por una buena suma de dinero a Pierpont Morgan. Docenas de cajas negras llenas de cartas antiguas. Se las abría para recibir el terrífico hálito del pasado. Había cofres con pesadas vajillas. Había verdaderos tesoros de porcelana de vidrio. Habitaban allí once personas entre los ocho los sesenta de edad, atendidas por siete sirvientes, mientras que de día varias ancianas hombres impedidos cumplían diversas tareas con rastrillos cubetas.
    La casa era oscura por ser la calle estrecha al grado de poderse ver a la señora Redgrave lavándose el cuello en su dormitorio, allá enfrente; pero también porque mi madre, criada en la tradición de la casa Watts-Venetian-Little Holland, había cubierto los muebles de terciopelo rojo pintado de negro con delgadas líneas doradas las partes de madera. Además, la casa era totalmente silenciosa. Excepto por un cabriolé ocasional o el carretón del carnicero, nada pasaba frente a la puerta. Se escuchaba el taconeo de pasos calle abajo antes de verse un sombrero de copa o un bonete; casi siempre se sabía quién estaba pasando; podía ser sir Arthur Clay; los Muir Mackenzies o la señorita de nariz blanca o la señora Redgrave con su nariz roja. Por tanto, aquí vivían diecisiete o dieciocho personas en habitaciones pequeñas con un cuarto de baño tres excusados para todas. Aquí nacimos nosotros cuatro, aquí murió mi padre, aquí Stella se comprometió con Jack Hills dos puertas abajo, en la misma calle, murió también al cabo de tres meses de matrimonio. Cuando la recuerdo, esa casa me parece llena de escenas familiares, grotescas, cómicas y trágicas, de las violentas emociones de la juventud, la revuelta, la desesperación, la felicidad embriagadora, el aburrimiento inmenso, las fiestas con los famosos y los insípidos; con enojos otra vez, George y Gerald; con las escenas de amor de Jack Hills; las de afecto apasionado por mi padre, que alternaban con un odio apasionado por él, todo esto hormigueando y vibrando en una atmósfera de perplejidad y curiosidad juveniles, a grado tal que me siento sofocada por las rememoraciones. El lugar parecía embrollo y enredo de emociones. Podría escribir la historia de cada marca o rasguño de mi cuarto, escribí más tarde. En verdad que las paredes y las habitaciones habían sido construidas de acuerdo con nuestro molde. Habíamos permeado toda aquella vasta fábrica -más tarde la convirtieron en hotel- con la historia de nuestra familia. Se diría que aquella casa y la familia que la vivía, unidas como estaban por tantas muertes, tantas emociones, tantas tradiciones, habrían de durar para siempre. Mas entonces y de pronto ambas se desvanecieron en una sola noche.
    Cuando me recuperé de la enfermedad que, no es de extrañar, fue resultado de todas esas emociones complicaciones, ya no existía el 22 de Hyde Park Gate. Mientras yacía postrada, en casa de los Dickinson en Welwyn, pensando que las aves cantaban coros griegos y que el rey Eduardo utilizaba el lenguaje más sucio posible entre las azaleas de Ozzie Dickinson, Vanessa había cerrado Hyde Park Gate de una vez y para siempre. Había vendido, había quemado, había clasificado, había roto. A veces creo que de hecho tuvo que traer hombres con mazos para el derribo, así de fundidos entre sí estaban paredes y gabinetes. Pero ahora todos los cuartos aparecían vacíos. Furgones de mudanza se habían llevado todas las pertenencias. Porque no sólo el moblaje estaba disperso. También se había separado la familia, que pareció igualmente fundida en un todo. George había casado con Lady Margaret. Gerald había conseguido un piso de soltero en Berkeley Street. Laura había sido encarcelada finalmente en un asilo, acompañada por un doctor. Jack Hills había iniciado una carrera política. Así, nosotros cuatro habíamos quedado solos. Vanessa -al ver un mapa de Londres y comprender cuan aparte estábamos todos- decidió que dejáramos Kensington empezáramos en Bloomsbury una vida nueva.
    Así adquirió existencia el 46 de Gordon Square. Cuando se la ve hoy, Gordon Square no es la más romántica de las plazas en Bloomsbury. No tiene ni la distinción de la Fitzroy ni la majestad de la Mecklenburg. Es clase media próspera y totalmente del periodo Victoriano medio. Pero les aseguro que en octubre de 1904 era el rincón del mundo más bello, más excitante, más romántico. Para comenzar, era asombroso estar ante la ventana de la sala y ver todos aquellos árboles; elárbol que lanza sus ramas al aire y luego las deja caer en diluvio; el árbol que brilla tras la lluvia como el cuerpo de una foca y no mirar a la anciana señora Redgrave lavándose el cuello al otro lado de la calle. La luz y el aire, tras la espesa penumbra roja de Hyde Park Gate, fueron una revelación. Cosas que allí nunca habíamos visto en la oscuridad -cuadros de Watts, gabinetes holandeses, porcelana azul- deslumhraban ahora por vez primera en la sala de Gordon Square. Tras el silencio apagado de Hyde Park Gate, el rugido del tránsito era positivamente alarmante. Extraños personajes siniestros, extraños, merodeaban y se escurrían ante nuestras ventanas. Pero lo más exhilarante era el aumento extraordinario de espacio. En Hyde Park Gate sólo teníamos un dormitorio en el cual leer o recibir a los amigos. Aquí, Vanessa y yo teníamos cada una, una antesala; estaban la amplia sala doble y un estudio en la planta baja. Para que todo fuera nuevo y fresco, habían reparado totalmente la casa. Inútil decirlo, se había invertido la tradición Watts-veneciana de felpa roja y pintura negra, para que entráramos a la era Sargent-Furse. En todas partes había quimones blancos y verdes y en lugar de los empapelados Morris, de patrones intrincados, decoramos las paredes con capas de sencilla pintura al temple. Estábamos en plenas experimentaciones y reformas. Nos la íbamos a pasar sin servilletas y a cambio tendríamos [grandes cantidades] de Bromo. íbamos a pintar, a escribir y a tomar café después de la comida en lugar de té a las nueve de la noche. Todo iba a ser nuevo, todo iba a ser diferente. Todo estaba sujeto a prueba.
    Éramos, al parecer, sumamente sociales. En el invierno de 1904-05 escribí por algunos meses un diario, en el cual descubro que siempre estábamos almorzando y comiendo fuera, así como holgazaneando en las librerías -escribí por aquel entonces "Bloomsbury es siempre mucho más interesante que Kensington"- o yendo a un concierto o visitando una galería o volviendo a casa para encontrar la sala repleta con las colecciones de gente más extrañas. "Por la tarde vinieron el primo Henry Prinsep, la señorita Millais, Ozzie Dickinson y Víctor Marshall y se quedaron hasta tarde, de modo que sólo hubo tiempo de apresurarse para llegar a la conferencia sobre impresionismo del señor Rutter, en la galería Grafton… Lady Hylton, V Dickinson y E. Coliman vinieron al té. Almorzamos con los Shaw Stewart y conocimos a un crítico de arte llamado Nicholls. Sir Hugh parece un tipo amable pero no vale mucho… Almorcé con los Prothero y conocí a los Bertrand Russell. Fue muy divertido. Thoby y yo comimos con los Cecil y luego fuimos con los St. Loe Strachey, donde conocimos a muchísimas personas… Recogí a Nessa y a Thoby donde la señora Flower y fuimos a un baile en casa de los Hobhouse. Nessa se encontraba en un estado de angustia profunda, pues aguardaba al señor Tonks, que llegó a la una para comentarle sus cuadros. Es un hombre de cara huesuda y fría, ojos prominentes y gesto de serenidad y aburrimiento. Vinieron al té Meg Booth y sir Fred Pollock…" Y así por el estilo. Pero entre todas esos registros menudos de fiestas, la llegada de los quimones a casa y cómo visitamos el zoológico y cómo fuimos a ver Peter Pan, hay algunas anotaciones respecto a Bloomsbury. El jueves 2 de marzo de 1905, Violet Dickinson llegó al té acompañada por la esposa de un clérigo y Sydney-Turner y Strachey aparecieron después de la comida y hablamos hasta las doce. El viernes ocho de marzo "Margaret envió su auto nuevo por la tarde y fuimos con Violet a cumplir algunas visitas aunque, desde luego, olvidamos nuestras tarjetas. Luego fui a Waterloo Road y di una conferencia sobre los mitos griegos (a una clase de obreros y trabajadoras). Ya en casa encontré a Bell, con quien hablé sobre la naturaleza del bien hasta la una".
    El 16 [de] marzo las señoritas Power y Malone comieron donde los Sydney-Turner y Gerald vino después de la comida… la primera de nuestras veladas de los jueves. El 23 [de] marzo nueve personas asistieron a nuestra velada y se quedaron casi hasta la una.
    Unos cuantos días después fui a España, y la tarea que me impuse de registrar cada paisaje y cada sonido, toda ola y toda colina, me hartó de escribir el diario, de modo que lo terminé con esta brevísima entrada: mayo 11, "Nuestra velada: Bell el alegre, D. MacCarthy y Gerald, quienes escandalizaron a los cultos".
    De modo que mi diario cesa justo cuando pudo haberse vuelto interesante. Pero pienso que ha quedado claro, incluso en este registro breve donde todo quehacer aparece amontonado sin ton ni son, que estas primeras reuniones cuando Bloomsbury estaba en su infancia se diferencian del resto. Son las únicas ocasiones en que no me limito a decir que conocí a fulano y zutano y que me parece enojado como Reginald Smith o pomposo como Moorson o fácil de tratar aunque poco valga, como sir Hugh Shaw Stewart. Digo que hablamos con Strachey y con Sydney-Turner. Agrego, con signos de admiración, que hablé con Bell ¡hasta la una acerca de la naturaleza del bien! Y no suelo emplear signos de admiración, aunque vuelvo a ellos cuando digo que ¡fumé un cigarrillo con Beatrice Thynne!
    Esas reuniones del jueves por la tarde fueron, en lo que a mí concierne, el germen del que brotó todo eso que terminó por llamarse -en la prensa, en novelas, en Alemania, en Francia e incluso, me atrevería a decir, en Turquía y en Timbuktú- con el nombre de Bloomsbury. Merecen que se las registre y describa. Y sin embargo, cuan difícil, cuan imposible. Las conversaciones -incluso aquellas que tuvieron consecuencias tan tremendas en las vidas y los caracteres de las dos señoritas Stephen -, incluso conversaciones así de interesantes e importantes son tan elusivas como el humo. Llenan la chimenea y se han ido.
    En primer lugar no se apega a la verdad decir que cuando se abría la puerta y,con un titubeo y una modestia curiosos, se deslizaban al interior Turner o Strachey nos fueran totalmente ajenos. Los habíamos conocido -junto con Bell, Woolf, Hilton, Young y otros- en Cambridge, donde May Week, antes de morir mi padre. Pero algo de mucha mayor importancia es que sabíamos de ellos por Thoby. Thoby poseía una gran fuerza para volver románticos a sus amigos. Incluso siendo pequeño y estando en una escuela privada, había siempre algún fulano pasmoso, cuyo carácter y proezas asombrosos describía por horas cuando llegaba a casa de vacaciones. Esas narraciones eran de lo más fascinante para mí. Consideraba a Pilkington o Sydney Irwin o el oso Woolly, a quienes nunca había visto en persona, personajes de Shakespeare. Yo misma les inventaba historias. Fue una especie de saga que se alargó por años. Y ahora, cuando escucho sobre Radcliffe, Stuart o de quienquiera que se trate, comienzo a escuchar sobre Bell, Strachey, Turner, Woolf. Hablábamos de ellos por horas cuando vagábamos por el campo o cuando en mi dormitorio estábamos sentados ante el fuego.
    "Hay un fulano asombroso llamado Bell", comenzaba Thoby en cuanto volvía. "Es una especie de mezcla de Shelley con un caballero provinciano deportista."
    Con esto yo, desde luego, afinaba los oídos y comenzaba a hacer preguntas inacabables. Recuerdo que caminábamos por los brezales de alguna región, y caí en la fantástica impresión de que este hombre, Bell, era un dios del sol, con paja en el cabello. No era [ilegible] de inocencia y entusiasmo. Hasta llegar a Cambridge, Bell jamás había abierto un libro, decía Thoby. Pero de pronto descubrió a Shelley y a Keats y casi enloqueció de excitación. Ya nada hizo sino recitar y escribir poesía. Sin embargo era un jinete perfecto -don que Thoby admiraba enormemente- y tenía en Cambridge dos o tres caballos de caza.
    "¿Y es Bell un gran poeta?", preguntaba yo.
    No, Thoby no se arriesgaría a decir tal cosa, pero sí estaba en las cartas que Strachey lo era. Y entonces examinábamos a Strachey, o "el Strache" como lo llamaba Thoby. De inmediato Strachey se volvió tan singular y tan fascinante como Bell. Pero de una manera muy distinta. "El Strache" era la esencia de la cultura. De hecho, pienso que su cultura alarmaba un poco a Thoby. Tenía cuadros franceses en su cuarto. Sentía pasión por Pope. Era exótico y extremoso en todo aspecto -lo describía Thoby, tan alto y tan delgado que sus muslos no eran más gruesos que el brazo de Thoby. En una ocasión irrumpió en las habitaciones de éste, y tras gritar "¿Escuchas la música de las esferas?" cayó en un desmayó. En otra, en medio de un silencio total, expresaba con voz aguda -que Thoby le imitaba a la perfección -: "Escribamos todos sonetos a Robertson". Era un prodigio de ingenio. Incluso los tutores y los profesores venían a escucharlo. "No importa qué calificación te den, Strachey", le dijo el Dr. Jackson cuando Strachey estaba en el mismo examen, "no será suficiente". Y entonces Thoby, que me dejaba enormemente impresionada y bastante mareada, pasaba a platicarme de otro fulano asombroso, un hombre que perpetuamente temblaba con todo el cuerpo. Era un excéntrico, tan notable a su manera como Bell y Strachey en la suya. Se trataba de un judío. Al preguntar por qué temblaba, Thoby me hizo sentir que, por alguna razón, era parte de su naturaleza, así de violento y de salvaje era, tanto así despreciaba a la raza humana. "Después de todo", decía Thoby, "ésta es bastante calamitosa ¿no?" Nadie vale mucho después de los veinticinco, decía. Pero la mayoría de las personas, según mi deducción, la va pasando y termina adaptándose a las cosas. Pues Woolf no, opinaba Thoby, considerándolo sublime. Una noche soñó que estrangulaba a un hombre, y soñó con tal violencia que al despertar se había descoyuntado el pulgar. Desde luego, me encontraba imbuida por el más hondo interés en ese judío violento, temblador y misántropo, que había sacudido su puño ante la civilización y estaba por desaparecer en los trópicos, de modo que ninguno de nosotros pudiera volverlo a ver. Acaso entonces la charla virara hacia SYDNEY-TURNER. De acuerdo con Thoby, Sydney-Turner era un prodigio absoluto en cuestiones de cultura. Se sabía de memoria toda la literatura griega. Prácticamente nada había de cierta calidad en lengua alguna que no hubiera leído. Era muy silencioso y delgado y extraño. Nunca salía de día. Pero ya entrada la noche, de ver encendida la lámpara de alguien, se acercaba para llamar ligeramente a la ventana como una mariposa nocturna. Comenzaba a platicar hacia las tres de la mañana. Su charla era entonces de una brillantez asombrosa. Cuando más tarde me quejé con Thoby de haber conocido a Turner sin hallarlo brillante, Thoby supuso, con severidad, que por brillantez yo quería decir ingenio; él, por el contrario, quería decir verdad. Sydney-Turner era el charlista más brillante que conocía porque siempre hablaba con la verdad.
    Claro está, cuando el timbre sonaba y estas personas asombrosas entraban, Vanessa y yo caíamos en un temblor de excitación. Era tarde en la noche; el cuarto estaba lleno de humo; había panecillos, café y whisky distribuidos por todos sitios; no vestíamos satín blanco o aljófares; nada elegante traíamos [aquí, al margen, dos o tres palabras ilegibles]. Thoby se encargaba de abrir la puerta y por ella entraba Sydney-Turner o Bell o Strachey.

    Entraban con algún titubeo, retraídos, para acurrucarse silenciosamente [en] el rincón de algún sofá. Por largo tiempo nada decían. Ninguno de los acostumbrados inicios de conversación parecía servir. Vanessa y Thoby y Clive, de encontrarse allí -pues Clive estaba dispuesto a sacrificarse siempre en bien de la conversación-, proponían diversos temas. Pero casi siempre recibían una respuesta negativa. "No" era la réplica más frecuente. "No, no la he visto", "No, no he asistido” o,simplemente, "No sé". La conversación languidecía de un modo que habría sido imposible en la sala de Hyde Park Gate. Sin embargo, el silencio era difícil pero no aburrido. Se diría que la norma de lo que valía la pena decirse se había elevado tan alto, que era mejor no romperla si no valía la pena. Sentados, mirábamos al piso. Entonces, por fin, Vanessa, tras haber dicho tal vez que había asistido a alguna exhibición de cuadros, usaba imprudentemente la palabra "belleza". Con esto, uno de los jóvenes levantaba con lentitud la cabeza y decía: "Depende de lo que quiera decir por belleza". De inmediato todos nuestros oídos atendían. Es como si el toro por fin hubiera sido lanzado al ruedo.
    Ese toro pudiera ser "la belleza", pudiera ser "el bien", pudiera ser "la realidad". No importa lo que fuera, se trataba de alguna cuestión abstracta que ahora solicitaba todas nuestras fuerzas. Nunca he atendido con mayor intensidad cada paso y cada medio paso dado en una argumentación. Nunca me esforcé tanto por afilar y lanzar mi propio dardo. Y entonces, qué gozo cuando la contribución propia era aceptada. Ningún alabo me complació tanto como el de Saxon al decir -y después de todo, ¿no era Saxon infalible?- qué en su opinión había defendido yo mi caso con mucha habilidad. ¡Y qué casos más extraños eran! Recuerdo haber intentado persuadir a Hawtrey de que en la literatura existe eso llamado atmósfera. Hawtrey me retaba a probarlo señalando en cualquier libro cualquier palabra donde esa cualidad estuviera separada del significado. Iba yo en busca de Diana of the Crossways (Diana de Crossways)El alegato, tratara de la atmósfera o de la naturaleza de la verdad, era siempre lanzado en el centro del grupo. Si ahora Hawtrey decía algo, luego era Vanessa y luego Saxon, Clive, Thoby. Me llenaba de asombro observar a quienes continuaban argumentando colocar piedra sobre piedra cautelosamente, con precisión, mucho después de que la pila se hubiera elevado hasta desaparecer por completo de mi vista. Pero si no podía expresarse algo, podía escucharse. Se tenían vislumbres de algo milagroso que estaba sucediendo muy arriba en el aire. A menudo seguíamos sentados en círculo a las dos o tres de la mañana. Saxon volvía a quitarse la pipa de la boca, como para hablar, y luego la regresaba sin haber hablado. Y por fin, empujando su cabello hacia atrás, pronunciaba con brevedad algún resumen absolutamente definitivo. El edificio maravilloso quedaba completo y podía trastabillarse hasta la cama sintiendo que algo muy importante había sucedido. Se había probado que la belleza era -o no era, pues nunca estuve del todo segura- parte de un cuadro.
    De tales discusiones Vanessa y yo obteníamos probablemente el mismo placer que obtienen estudiantes universitarios cuando por primera vez encuentran amigos propios. En el mundo de los Booth de los Maxes no se nos pedía que empleáramos el cerebro gran cosa. Aquí, sólo el cerebro usábamos. Parte del encanto que tenían aquellas veladas de jueves, era que resultaban asombrosamente abstractas. No se trataba tan sólo de que el libro de Moore nos pusiera a discutir filosofía, arte, religión, sino que la atmósfera -si a pesar de Hawtrey se me permite utilizar esa palabra- era abstracta al extremo. Los jóvenes mencionados no tenían "modales" en el sentido de Hyde Park Gate. Criticaban nuestras argumentaciones tan severamente como las propias. Jamás parecían notar cómo vestíamos o si éramos bien parecidas. Todo aquel estorbo de la apariencia la conducta, que George apilara sobre nuestros primeros años, se desvanecía por completo. Ya no había que soportar la inquisición terrible después de una fiesta, para entonces escuchar: "Te ves adorable". O "parecías sin chiste". O "En verdad que debes aprender a peinarte". O "Trata de no parecer aburrida cuando bailas". O "Te echaste una conquista". O "Qué fracaso fuiste". Esto parecía carecer de significado o existencia en el mundo de Bell, Strachey, Hawtrey y Sydney-Turner. En ese mundo, el único comentario cuando nos estirábamos, ya retira dos los huéspedes, era "Es de confesar que defendiste bastante bien tu posición"; "pienso que más bien te lo inventaste". Era una simplificación inmensa. Y, en cuanto a mí se refiere, iba incluso más a lo hondo. La atmósfera de Hyde Park Gate había estado llena de amor y matrimonio. El compromiso de George con Flora Russell, el de Stella con Jack Hills, los innumerables coqueteos de Gerald, todos eran examinados con gran interés, fuera en privado o abiertamente. Se suponía que Vanessa ya había atraído a Austen Chamberlein. Mi tía Mary Fisher, que hurgaba como siempre en todo rinconcito, había descubierto en el cuaderno de esbozos de Vanessa seis dibujos hechos por él, y había sacado sus propias conclusiones. George tenía fuertes sospechas de que Charles Trevelyan la amaba. Pero en Gordon Square nunca se mencionaba el amor. El amor no existía. Se lo manejaba con tal ligereza, que por años creí a Desmond casado con una cierta anciana de nombre la señorita Cornish, de sesenta años y de cabello blanco como la nieve. Nunca nos interesábamos en verificar. Parecía increíble que alguno de esos jóvenes quisiera casarse con nosotras o nosotras con alguno de ellos. Pensaba que el matrimonio era un asunto muy menor y que, si se lo practicaba, se lo practicaba -sé que es una confesión grave- con jóvenes que habían estado en Eton Eleven y vestían con elegancia para la cena. Al mirar a mi alrededor en aquella habitación del 46 pensaba -si se me excusa el decirlo- que jamás había visto jóvenes tan deslucidos, tan faltos de esplendor físico como los amigos de Thoby. Kitty Maxse, quien vino una o dos veces, suspiró después: "No dudo que son muy gentiles, pero querida ¡qué horrorosa apariencia!” Henry James, quien vio a Lytton y a Saxon en Rye, exclamó ante la señora Prothero: "¡Deplorable!,¡deplorable! ¿Cómo pudieron Vanessa y Virginia elegir tales amigos? ¿Cómo han podido las hijas de Leslie resignarse a conocer jóvenes así?" Pero justo aquella falta de esplendor físico, ese desaliño, era a mis ojos prueba de su superioridad. Incluso más, era, de alguna manera oscura, tranquilizador, pues significaba que las cosas podían seguir así, en una argumentación abstracta, sin vestirse con elegancia para cenar y sin nunca revertir a las maneras, que había terminado por considerar desagradables, de Hyde Park Gate.
    Me equivoqué. Una tarde de aquel primer verano Vanessa nos dijo a Adrian y a mí, y la observé en el gran espejo estirar los brazos por encima de la cabeza con un gesto a la vez de renuencia y aceptación para decirlo: "Desde luego, comprendo que todos terminaremos casados. Es inevitable" y, al decirlo, pude sentir una obligación horrible gravitando sobre nosotros; el destino descendería para separarnos de golpe justo cuanta alcanzábamos la libertad y la felicidad. Vanessa, sentí, estaba consciente ya de algún reclamo, de alguna necesidad que yo resentía y procuraba ignorar. De hecho, al cabo de algunas semanas Clive le propuso matrimonio. "Sí", dijo Thoby torvamente cuando le murmuré con timidez algo acerca de la proposición de Clive, "¡ha sido la peor velada de los jueves!" De hecho, aquel matrimonio a principios de 1907 fue el fin de ellas. Con esto, el primer capítulo del viejo Bloomsbury llegó a su fin. Había sido muy austero, muy excitante, de importancia inmensa. Había adquirido existencia un pequeño mundo concentrado que moraba dentro de otro mayor y más suelto , hecho de bailes y de cenas. Había comenzado acolorear este mundo y pienso que aún colorea el mucho más gregario Bloomsbury que lo sustituyó.
    Pero no podría haber continuado. Incluso de no casarse Vanessa, incluso de haber vivido Thoby, el cambio era inevitable. No habríamos podido examinar por siempre la naturaleza de la belleza en abstracto. Los jóvenes, como solíamos llamarlos, pasaban de lo general a lo particular. Habían cesado de ser el señor Turner, el señor Strachey, el señor Bell. Se habían convertido en Saxon, Lytton, Clive. Una misma había comenzado a criticar, a distinguir, a comparar. Aquellos viejos retratos llamativos estaban sujetos a revisión. Podía comprobarse que Walter Lamb, a quien Thoby había comparado con un mancebo griego que tocaba la flauta en un viñedo, de hecho era bastante calvo y más bien aburrido; terminaba deseándose que pudiera inducirse a Saxon a irse o a decir algo que tal vez no fuera la verdad estricta; incluso era de dudar, cuando se publicó Euphrosyne (Eufrosina), que tantos poemas de aquel libro famoso tuvieran asegurada la inmortalidad, como lo afirmaba Thoby. Pero algo más pedía el cambio, aunque al menos yo no sabía de qué se trataba. Quizá la lectura de un párrafo de otro diario, que escribí intermitentemente por uno o dos meses en el año 1909, les permita suponer en qué consistía. Describo un té en las habitaciones de James Strachey en Cambridge.
    "Sus habitaciones", escribí, "aunque mero alojamiento, son discretas y penumbrosas. Dibujos al pastel franceses cuelgan de los muros y hay estantes con libro» viejos. Los tres jóvenes -Norton, Brooke y James Strachey- ocupan sillas cómodas y miran con ojos suaves atentos el fuego de la chimenea. El señor Norton sabía que le tocaba hablar; él y yo hablamos laboriosamente. Los otros callaban. Me gustaría poder explicar aquel silencio, pero el tiempo apremia y me siento perpleja. Porque la verdad es que estos jóvenes evidentemente son respetables; no que sólo sean capaces sino que sus opiniones son honestas y sencillas. Carecen de todo adorno, de manera que hay convicciones con las cuales estar en desacuerdo cuando se está en desacuerdo. Pero nada teníamos que decirnos y estaba consciente de que no sólo se criticaban mis comentarios sino mi presencia. Buscaban la verdad y dudaban que pudiera yo expresarla o representarla. Pensé de ellos que esto era valiente mas poco benévolo. Admiraba la atmósfera -¿era algo más?- y en algunos aspectos me sentía cómoda en ella. Sin embargo ¿por qué habrán de ser tan estériles el intelecto y el carácter? Es como si los esfuerzos más elevados de las personas más inteligentes produjeran un resultado negativo. Con toda honestidad, no se puede ser nada".
    Hay en todo esto un cambio notable respecto a lo que debí haber escrito dos o tres años antes. Desde luego, el cambio se debía en parte a las circunstancias. Ahora vivía sola con Adrian en Fitzroy Square, y éramos las personas más incompatibles. Constantemente nos provocábamos ataques de irritación o caídas en la melancolía. Seguíamos yendo a muchísimas fiestas, pero la combinación de los dos mundos que, pensaba yo, era tan [ilegible] resultaba bastante más difícil. Me era imposible reconciliarlos. Claro, aun teníamos las veladas de los jueves. Pero siempre eran forzadas y a menudo terminaban en un fracaso lúgubre. Adrián se dirigía hacia su habitación y yo a la mía, en silencio total. Pero había algo más en todo esto. De qué se trataba, no estaba del todo cierta. Sabía teóricamente: por los libros, mucho más de lo que en la práctica sabía a causa de la vida. Sabía que había sodomitas en la Grecia de Platón, sospechaba -pues no era cuestión que pudiera preguntarse directamente a Thoby- que los había en el Trinity [College] del Dr. Butler, en Cambridge; pero nunca se me ocurrió que los había incluso ahora en la sala de Stephen, en Gordon Square. Nunca consideré que la capacidad de abstracción y la sencillez que habían sido un alivio tan grandes después de Hyde Park Gate se debían, en buena medida, al hecho de que la mayoría de los jóvenes asistentes no se sentían atraídos por las jóvenes. No me di cuenta de que el amor, lejos de ser algo que jamás mencionaban, era de hecho algo que nunca dejaban de examinar. Comenzaba a sentirme perpleja. Las largas veladas, los largos silencios, las argumentaciones… seguían en Fitzroy Square como había sucedido en Gordon Square. Pero ahora me resultaban de lo más intrigantes. Estos jóvenes todavía me excitaban mucho más que cualquiera de los otros hombres que conocía en ese mundo externo hecho de cenas y bailes, y sin embargo me sentía -¿me atreveré a decirlo o incluso a pensarlo?- intolerablemente aburrida. ¿Por qué, me preguntaba, nada tenemos que decirnos? ¿Por qué la gente más dotada era a la vez la más estéril? ¿Por qué las amistades más estimulantes eran también las más apagadas? ¿Por qué era todo tan negativo? ¿Por qué estos jóvenes hacían sentir que una no podía ser nada? La respuesta a todas mis preguntas era, obviamente -como lo habrán adivinado- que entre nosotros no había atracción física.
    Una sociedad de sodomitas tiene muchas ventajas, si se es mujer. Es sencilla, es honesta, en algunos sentidos nos hace sentir, según lo anoté, cómodas. Pero tiene sus defectos; con los sodomitas no se puede, según lo expresan las gobernantas, insinuarse. Algo queda suprimido, ahogado todo el tiempo. Ocurre que ese insinuarse, el cual no necesariamente significa copular y no del todo estar enamorado, es uno de los grandes deleites, una de las grandes necesidades de la vida. Sólo entonces cesa todo esfuerzo, se deja de ser honesto, se deja de ser listo. Se burbujea hasta llegar a una absurda y deleitosa efervescencia de agua de soda y champaña, a través de la cual se ve al mundo teñido con todos los colores del arco iris. Era significativo de lo que había terminado por desear que iba directamente -casi en la página siguiente de mi diario, a decir verdad- de los penumbrosos y discretos cuartos de James Strachey, en Cambridge, a una cena con lady Ottoline Morrell en Bedford Square. Sus salones, noté sin sacar ninguna consecuencia, me parecían de inmediato llenos de "lustre e ilusión".
    Así, una cambiaba. Pero esos cambios en mí eran parte de un cambio mucho mayor. Los cuarteles de Bloomsbury habían estado siempre en Gordon Square. Ahora que Vanessa y Clive se habían casado, ahora que Clive había horrorizado irrecuperablemente a los Maxse, los Booth, los Cecil, los Prothero, ahora que la casa estaba arreglada una vez más, ahora que ofrecían pequeñas reuniones con su bello mantel de lino café y su adorable servicio de plata del XVIII, Bloomsbury perdió con rapidez el carácter monástico que había tenido en el Capítulo Uno. El Capítulo Dos iba a ser de carácter muy distinto, al menos en la superficie.
    Otra escena ha quedado viva en mi memoria -no sé si la inventé o no- como la mejor ilustración del Capítulo Dos de Bloomsbury. Vanessa y yo estábamos sentadas en la sala. Ésta había cambiado enormemente de carácter desde 1904. La etapa Sargent-Furse había terminado. Amanecía la etapa de Augustus John. Su "Pyramus" llenaba una pared entera. Los retratos que Watt hizo de mi padre y de mi madre estaban colgados abajo, si es que los habían colgado. Clive había ocultado todas las cajas de cerillos porque sus colores azul y amarillo tropezaban con el esquema de tonos prevaleciente. En cualquier momento aparecía Clive y comenzábamos a discutir, de principio amigable e impersonalmente; pronto nos insultábamos, paseando de un lado al otro de la habitación. Vanessa, sentada, callaba y algo misterioso hacía con su aguja o con sus tijeras. Sin duda que yo hablaba egoísta, excitadamente, de mis asuntos. De pronto se abría la puerta y en el umbral quedaba la figura larga y siniestra del señor Lytton Strachey. Señalaba con un dedo una mancha en el blanco vestido de Vanessa.
    - ¿Semen?- preguntaba.
    ¿Es permisible decir eso?, pensaba yo y todos rompíamos a reír. Mediante esa palabra única caían todas las barreras de reticencia y de reserva. Un flujo del fluido sagrado parecía abrumarnos. El sexo permeaba nuestra conversación. La palabra sodomita nunca estaba demasiado alejada de nuestros labios. Examinábamos la cópula con la misma excitación y franqueza con que habíamos examinado la naturaleza del bien. Es extraño pensar cuan reticentes, cuán reservados habíamos sido y por un tiempo cuán largo. Parece asombroso hoy día que en fecha tan tardía como el año 1908 o 9 Clive había enrojecido y yo había enrojecido cuando, en el French Express, le pedí que me dejara pasar para ir al baño. Jamás soñé con preguntarle a Vanessa qué había ocurrido la noche de bodas. Thoby y Adrián habrían muerto antes que comentar las aventuras amorosas de los estudiantes universitarios. Siendo que toda cuestión intelectual había sido debatida con libertad, ignorábamos al sexo. Ahora, una corriente de luz se filtraba hacia ese departamento. Todo lo habíamos sabido pero sin hablarlo nunca. Ahora, de nada más hablábamos. Escuchábamos con interés extasiado sobre los amores de los sodomitas. Seguíamos las altas y bajas de sus historias escaqueadas, Vanessa con simpatía y yo -¿no escribí en 1905 que las mujeres son mucho más divertidas que los hombres?- con frivolidad, entre risas. "Me dice Norton", apuntaba Vanessa, "que James se encuentra de lo más desesperado. Rupert se ha acostado dos veces con Hobhouse" y yo coronaba sus anécdotas con algún trozo de chismorreo igualmente excitante: acerca de un estudiante divino llamado George Mallory, cuya cabeza era como la de un dios griego aunque, ay, tenía mala dentadura.
    Todo esto dio como resultado que las viejas opiniones sentimentales en torno del matrimonio, en las cuales nos habían criado, se revolucionaran. Lamentaría decirles cuán mayor era antes de comprender que nada de chocante hay en que un hombre tenga una amante o en que una mujer lo sea. Tal vez la fidelidad de nuestros padres no era la única o inevitablemente la más alta forma de vida en matrimonio. Quizá tal vez la fidelidad no era tan estricta como habíamossupuesto. "Desde luego, Kitty Maxse tiene dos o tres amantes" decía Clive. ¡Kitty Maxse, la casta, la exquisita, la devota! Una vez más, la vida cambiaba totalmente de aspecto.
    De modo que ahora, en el 46 de Gordon Square, nada había que no pudiera decirse, que no pudiera hacerse. Fue, pienso, un gran avance en la civilización. Acaso sea verdad que los amores de los sodomitas no son -al menos cuando se es de otras creencias- de interés obsesivo o de importancia suprema. Pero el hecho de que se los mencione abiertamente desemboca en el hecho de que a nadie le molesta si se los practica en privado. Así se revisaron muchas costumbres y creencias. De hecho, a futuro Bloomsbury probaría que pueden interpretarse muchas variaciones sobre el tema del sexo, y con resultados tan felices que mi propio padre habría dudado antes de lanzar como trueno la palabra que creía adecuada para un sodomita o un adúltero. Es decir, ¡desvergonzado!

    Aquí llego a una cuestión cuyo examen debo dejar a otro escritor de memorias; es decir, si damos por hecho que Bloomsbury existe, ¿qué cualidades permitían ser admitido en
él cuáles los motivos para la expulsión? En cualquier caso, entre 1910 y 1914 se admitieron muchos miembros nuevos. Habrá sido en 1910, supongo, cuando Clive se precipitó escaleras arriba, en un estado de máxima excitación. Acababa de tener una de las conversaciones más interesantes de su vida. Con Roger Fry. Habían discutido por horas la teoría del arte. Consideraba a Roger Fry la persona más interesante que le había sido dado conocer desde sus días de Cambridge. Así, Roger apareció. Apareció, creo recordar, en un gran levitón ruso, cada bolsillo del cual estaba atiborrado con un libro, una caja de pinturas o algún objeto intrigante: pinceles especiales comprados a un hombrecito en la calle de atrás; traía lienzos bajo el brazo; el pelo suelto; los ojos brillantes. Tenía más conocimientos y experiencia que el resto de nosotros sumados. [Su mente parecía engarzada a la vida] por un número de nexos extraordinario. Comenzamos hablando de Marie-ClaireY de inmediato nos habíamos lanzado todos a una argumentación extraordinaria sobre la literatura. ¿Adjetivos?, ¿asociaciones? Milton salía del librero, releíamos a Wordsworth. Teníamos que pensar de nuevo todo el asunto. El viejo esqueleto de las argumentaciones del Bloomsbury primitivo, en torno al arte y la belleza, adquiría carne y sangre. Siempre surgía alguna idea nueva, siempre algún cuadro nuevo apoyado en una silla, para que se lo mirara, algún poeta nuevo extraído de la oscuridad y puesto a la luz del día. Por el 46 pasaba gente rara: Rothenstein, Sickert, Yeats, Tonks. Tonks que no podía ya, era de suponer, hacer miserable a Vanessa. En ocasiones comenzaba a conocerse una curiosa figura faunesca que, enredándose en su ropa, parpadeaba, trastabillando de un modo extraño en las palabras largas de sus oraciones. Un año o dos antes Adrián y yo estábamos de pie ante una cierta pintura en oro y negro, en el Louvre, cuando una voz dijo "¿Es usted Adrián Stephen? Yo soy Duncan Grant". Ahora, Duncan comenzaba a frecuentar los alrededores de Bloomsbury. Cómo vivía, no lo sé. No tenía dinero. De hecho, el tío Trevor lo consideraba loco. Vivía en un estudio de Fitzroy Square con una sirvienta vieja y borracha llamada Filmer, y con un clérigo que en la calle asustaba a las chicas haciéndoles gestos. Duncan se llevaba de maravilla con ambos. Sus amigos lo abastecían de ropa que siempre parecía estar cayéndose al piso. Para pintar, nos pedía prestada porcelana vieja y los viejos pantalones de mi padre para ir a las fiestas. Rompía la porcelana y arruinaba los pantalones porque saltaba al Cam para rescatar a un niño arrastrado hasta el río por la cuerda de la "Aholibah", la barca de Walter Lamb. Nuestra cocinera, Sophie, lo llamaba "ese señor Grant", para quejarse de que había estado tomando otra vez cosas de la despensa, como si fuera una rata. Pero sucumbía a su encanto. Parecía flotar vagamente en la brisa, pero siempre se posaba justo donde se lo proponía.
    Y por lo menos una vez Morgan pasó revoloteando por Bloomsbury, alojándose por un momento en Fitzroy Square camino de tomar algún tren. Llevaba consigo, creo, el mismo bolsón negro con la misma etiqueta de cobre que en este momento se encuentra allá afuera, en el vestíbulo. Sentía yo que una mariposa -de preferencia una mariposa azul claro- se había acomodado en el sofá; de levantarse un dedo o hacerse un movimiento la mariposa huía. Hablaba de Italia y del Working Men's College. Y yo escuchaba con la mayor curiosidad, pues era el único novelista que conocía, excepción hecha de Henry James y de George Meredith; el único, digamos, que escribía sobre gente como nosotros. Pero me sentía muy temerosa de levantar la mano y que la mariposa huyera para decir mucho. Solía observarlo oculta por un seto mientras él revoloteaba por Gordon Square, errático, irregular y con su bolsón, camino de tomar algún tren.
    Todos estos, con Maynard -tan truculento, pensaba yo, tan formidable, como un retrato de Tolstói cuando joven, capaz de deshacer cualquier argumento que le llegara con un golpe de su puño y, sin embargo, ocultando, como dicen los novelistas, un corazón amable e incluso simple bajo aquella armadura intelectual enormemente impresionante- y Norton, quien era la esencia de todo lo que yo deseaba expresar con Cambridge; tan capaz, tan honesto, tan feo, tan seco; ese Norton con quien pasé una noche entera hablando y con quien fui, al amanecer, a Covent Garden, a quien aún veo en la memoria mirar a través de sus quevedos con el ceño fruncido -amarillo y severo con un sembradío de rosas y claveles al fondo. Estas fueron, opino, las figuras principales en el Bloomsbury anterior a la guerra.
    Pero aquí se vuelve necesario preguntar: ¿dónde terminó Bloomsbury? ¿Qué es Bloomsbury? Por ejemplo¿incluye Bedford Square? Pienso que, antes de la guerra, la mayoría de nosotros habría respondido "Sí". Cuando se escriba la historia de Bloomsbury -¿y qué mejor tema para el siguiente libro de Lytton?-, deberá haber un capítulo, aunque sólo sea en el apéndice, dedicado a Ottoline. Su primera aparición entre nosotros ocurrió, creo, hacia 1908 o 9. Veo en mi diario que cené con ella el 30 de marzo de 1909, pienso que por primera vez. Pero algunas semanas antes había caído en una de mis veladas de los jueves con Philip, Augustus John y Dorella a remolque. A la mañana siguiente me escribió preguntándome los nombres y las direcciones de todos "mis maravillosos amigos". Tras esto vino la invitación a aparecer en Bedford Square cualquier jueves, hacia las diez, en compañía de quien deseara. Llevé a Rupert Brooke. Pronto estábamos absorbidos por aquel remolino extraordinario, donde se unían momentáneamente sirios y troyanos. Estaban Augustus John, muy siniestro en su corbatín negro y su saco de terciopelo; Winston Churchill, muy rubicundo, todo lleno de encajes y medallas, camino del palacio de Buckingham; Raymond Asquith restallante de epigramas; Francis Dodd contándome del modo más gráfico cómo él y la tía Susie habían matado sabandijas: ella sostenía la lámpara y él un recipiente con parafina. Los insectos paseaban por el cielo raso en una corriente incesante. Allí estaba lord Henry Bentinck en un extremo del sofá, y tal vez Nina Lamb en el otro. Allí estaba Philip, recién llegado de la Cámara de los Comunes, tarareando y reclinado hacia la izquierda en la alfombra del hogar. Allí estaba Gilbert Cannan, de quien se decía que estaba enamorado de Ottoline. Allí estaba Bertie Russell, de quien se decía que ella estaba enamorada. Y sobre todo, allí estaba la propia Ottoline.
    "Lady Ottoline", escribí en mi diario, "es una gran dama que ha terminado descontenta con su propia clase e intenta descubrir qué está buscando entre artistas y escritores. En razón de esto, como si estuvieran inspirados por algo divino, se les acerca de un modo definitivo y ellos la consideran un espíritu sin cuerpo que ha escapado de su mundo para llegar a otro en el cual no puede echar raíces. Aunque no bella, sí vale mucho la pena contemplarla, Al igual que gran parte de la gente pasiva, es muy cuidadosa y puntillosa con su entorno. Se toma las molestias más extremas para hacer descollar su belleza, como si se tratara de algún objeto precioso recogido en una oscura callejuela florentina. Siempre se diría posible que las ricas estadounidenses que acarician su capa persa y la califican de ‘muy buena’ pasen a acariciarle la cara y la califiquen de una obra fina del estilo renacentista tardío; frente y ojos magníficos, el mentón acaso restaurado. La palidez de sus mejillas, el modo en que echa la cabeza hacia atrás y mira vacuamente le da la apariencia de una Medusa de mármol. Su pasividad es curiosa". Y entonces paso a exclamar, de un modo más bien rapsódico, que el lugar todo estaba lleno de "lustre e ilusión".
    De hecho, cuando se recuerda ese salón lleno de gente, los amarillos y rosados pálidos de los brocados, las sillas italianas, las alfombras persas, los bordados, las borlas, el aroma, las granadas, los moños, el popurrí ya Ottoline gravitando sobre uno desde lejos, envuelta en su chal blanco de grandes flores escarlatas y arrastrándolo a uno fuera de la habitación y de la multitud hacia un cuartito donde se quedaba a solas con ella, donde nos acosaba con preguntas tan íntimas y tan intensas sobre la vida y los amigos y ponía un signo sobre nuestro nombre en una libretita perfumada -apenas la semana pasada anoté mi nombre en otra libretita perfumada de Gower Street-, pienso que puede disculparse mi excitación.
    A decir verdad, lustre e ilusión tiñeron a Bloomsbury en esos últimos años antes de la guerra. No éramos tan austeros; no éramos tan exaltados. Hubo peleas e intrigas. Ottoline era acaso una Medusa, pero no era una Medusa pasiva. Poseía el gran don de apocar a la gente. Se dice que incluso a Middleton Murry lo hundió entre los vegetales de Garsington. Y para entonces lejos estábamos de ser monótonos. Las veladas de los jueves, con sus silencios y sus discusiones, eran cosa del pasado. Tomaron su lugar reuniones de tipo muy diferente. El movimiento posimpresionista había lanzado sobre nosotros no su sombra, sino su haz de luces variadas. Comprábamos flores de nochebuena hechas de felpa escarlata: nos cosíamos vestidos de ese algodón estampado tan amado por los negros; nos vestíamos como cuadros de Gauguin y paseábamos alrededor de Crosby Hall. La señora Whitehead se escandalizaba. Decía que Vanessa y yo íbamos prácticamente desnudas. Violet Dickinson invocó una vez más el espíritu de mi madre, para deplorar que alquilara yo casa en Brunswick Square, pidiendo a jóvenes que la compartieran conmigo. George Duckworth vino desde la calle Charles para rogarle a Vanessa que me hiciera renunciar a la idea, y tal vez no se sintió consolado cuando ella respondió que, después de todo, el hospital Foundling no quedaba lejos. Comenzaron a circular historias sobre reuniones en las que todos nosotros nos desnudábamos en público. Logan Pearsall Smith dijo a Ethel Sands que sabía de primera mano que Maynard había copulado con Vanessa en un sofá, en medio de la sala. Se trataba de una sociedad cruel, inmoral y cínica, se decía; éramos mujeres relajadas y nuestros amigos jóvenes de lo más indigno.
    Sin embargo, a pesar de Logan, a pesar de la señora Whitehead, a pesar de Vanessa y Maynard y lo que hicieron en el sofá de Brunswick Square, el viejo Bloomsbury sobrevive. Si quieren una prueba, miren alrededor.

Virginia Woolf
El viejo Bloomsbury y otros ensayos



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