domingo, 17 de septiembre de 2023

Marcel Schwob / Katherine la encajera

 


Marcel Schwob
Katherine la encajera
Moza enamorada



ació a mediados del siglo XV, en la calle de la Parcheminerie, cerca de la calle Saint Jacques, un invierno tan crudo que los lobos corrían por París en la nieve. La recogió y la crió una vieja que tenía la nariz colorada bajo la caperuza. Y primero jugó debajo de los portales con Perrenette, Guillemette, Ysabeau y Jehanneton, que llevaban pequeños sayos y metían sus manitas enrojecidas en los arroyos para atrapar pedazos de hielo. Miraban también a los fulleros que embaucaban a la gente por la calle con el juego de tablas llamado Saint Merry y bajo los saledizos, observaban las tinas llenas de tripas, las salchichas largas y bamboleantes y los grandes ganchos de hierro de donde los carniceros cuelgan cuartos de res. Cerca de Saint Benoit le Betourné, donde están las escribanías, escuchaban el rechinar de las plumas, y al anochecer se asomaban a los tragaluces para apagar las velas ante las mismas narices de los escribientes. En el Petit Pont, se mofaban de las vendedoras de arenques y se escapaban corriendo hacia la place Maubert, para esconderse en las esquinas de la calle de Les Trois Portes. Luego, sentadas en el borde de una fuente, parloteaban hasta que las tinieblas nocturnas cubrían la ciudad. 

Así transcurrió la primera juventud de Katherine, antes de que la vieja le enseñara a sentar se delante de una almohadilla de encajes y a entrecruzar pacientemente los hilos de las bobinas. Más adelante se dedicó afanosamente a su oficio, pues Jehanneton se había hecho sombrerera, Perrenette lavandera, Ysabeau guantera, y Guillemette, la más feliz, era salchichera, de rostro rubicundo que brillaba como si lo hubiesen frotado con sangre fresca de cerdo. En cuanto a los que habían jugado al Saint Merry, comenzaban ya nuevas empresas. Algunos estudiaban en la montaña Sainte Geneviève, y otros barajaban los naipes en el Trou Perrette, y otros brindaban con vino de Aunis en la Pomme de Pin, y otros se peleaban en la posada de la Grosse Margot. A mediodía solían estar a la entrada de la taberna de la calle de Feves y a medianoche salían por la puerta de la calle de Les Juifs. Katherine, mientras tanto, entrelazaba los hilos de los encajes, y en los atardeceres de verano tomaba fresco en el banco de la iglesia, donde estaba permitido reír y charlar. 

Katherine vestía una camiseta de tela cruda y una chaqueta de color verde. Le encantaban los adornos, y nada odiaba tanto como el rodete que distingue a las muchachas que no descienden de noble linaje. Le gustaban también las monedas de plata y los escudos de oro. Esto la llevó a juntarse con Casin Cholet, alguacil de castigo del Chatelet, que ganaba algún dinero de manera ilícita, amparándose en su cargo. A menudo cenaba con él en la hostería de la Mule, frente a la iglesia de los trinitarios. Después de cenar, Casin Cholet salía a robar gallinas del otro lado de los fosos de París. Las traía bajo su gran tabardo y las vendía muy bien a la Machecroue, viuda de Amoul, una hermosa vendedora de aves que tenía un puesto en las puertas del Petit Châtelet. 

Pronto Katherine dejó de hacer encajes, pues la vieja de la nariz colorada se pudría ya en el osario de los Innocents. Casin Cholet encontró un cuartito bajo para su amiga, cerca de las Trois Puccelles, y allí solía visitarla al anochecer. No le prohibía asomarse a la ventana, con los ojos oscurecidos con carbón y las mejillas untadas de albayalde. Y todos los platos de frutas, vasijas y tazas en que Katherine ofrecía de comer y de beber a todos los que pagaban bien, habían sido robados en la Chaire o en Les Sygnes, o en la posada del Plat d'etain. Casin Cholet desapareció un día en que empeñó en Les Trois Lavandières el vestido y el cinto de plata de Katherine. Sus amigos le dijeron que había recibido azotes atado a una carreta y que lo habían expulsado de París, por la Puerta Baudoyer, por orden del preboste. Katherine no volvió a verlo. Y sola, sin ánimo ya para ganarse la vida, se hizo ramera y vivió en cualquier parte. 

Primero esperó en las puertas de las hosterías, y los que la conocían se la llevaban detrás de los muros al pie del Chatelet, o contra el colegio de Navarre. Luego, cuando el frío recrudeció, una vieja complaciente la hizo entrar a un establecimiento de baños de vapor, cuya patrona la protegió. Vivió allí en un cuarto de piedra, tapizado de juncos verdes. Le conservaron su nombre de Katherine la encajera, si bien ya no hacía encajes. A veces le daban permiso para pasearse por las calles, a condición de que regresara a la hora en que la gente acostumbra a ir a los baños. Katherine solía mirar las tiendas de la guantera y de la sombrerera, y muchas veces se quedó largo rato envidiando el rostro rubicundo de la salchichera que reía entre sus carnes de cerdo. Luego volvía a los baños, que a la hora del crepúsculo la patrona iluminaba con velas que enrojecían al arder y que se derretían espesas detrás de los vidrios oscuros. 

Finalmente Katherine se hartó de vivir encerrada en un cuarto cuadrado. Huyó a los caminos. Y desde entonces dejó de ser parisiense y encajera para parecerse a las que frecuentan los alrededores de las ciudades de Francia, sentadas en las piedras de los cementerios, para dar placer a los que pasan. Estas muchachas no llevan otro nombre que el que se adecua a su rostro, y Katherine recibió el nombre de Hocico. Caminaba por los prados, y de noche estaba al acecho en los caminos, y se distinguía su pálida mueca entre las moreras de los setos. Hocico aprendió a soportar el terror nocturno en medio de los muertos, cuando sus pies tiritaban al rozar las tumbas. Ya no recibía monedas de plata ni escudos de oro. Vivía pobremente de pan y queso, y de su escudilla de agua. Se hizo amiga de unos miserables que le susurraban de lejos: Hocico! Hocico!, y ella los amó. 

Su mayor tristeza era oír las campanas de las iglesias y de las capillas, pues Hocico recordaba las noches de junio en que solía sentarse vestida de su chaqueta verde, en los bancos de los soportales santos. En aquel tiempo que envidiaba los atavíos de las señoritas; ahora ya no le quedaba ni el rodete ni la caperuza. Con la cabeza descubierta, esperaba su pan apoyada en una losa áspera. Y en la noche del cementerio extrañaba las velas rojas del establecimiento de baño, y los juncos verdes del cuarto cuadrado, en vez del barro inmundo en que se hundían sus pies. 

Una noche, un rufián que se hacía pasar por soldado, degolló a Hocico para robarle el cinto. Pera no encontró ninguna bolsa.

Marcel Schwob
Vidas imaginarias

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