Marcel Schwob
LOS SEÑORES BURKE Y HARE
ASESINOS
Traducción de Jorge Luis Borges
El señor William Burke se levantó desde la condición más baja a un eterno renombre. Nació en Irlanda y se inició como zapatero. Ejerció su oficio en Edimburgo durante varios años. Allí se hizo amigo del señor Hare, sobre el cual tuvo una gran influencia. En la colaboración de los señores Burke y Hare no existe la menor duda de que la potencia inventiva y simplificadora no haya pertenecido al señor Burke. Pero sus nombres permanecen inseparables en el arte como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron juntos, trabajaron juntos y fueron aprisionados juntos. Hare no protestó nunca contra el favor popular que fue dispensado especialmente a la persona de Burke. Un tan completo desinterés no ha recibido su recompensa. Es Burke el que ha legado su nombre al procedimiento especial que honró a los dos colaboradores. La palabra “Burke” vivirá mucho tiempo aún en los labios de los hombres, hasta que la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que se derrama injustamente sobre los trabajadores oscuros.
Burke parece haber aportado a su obra la fantasía feérica de la Isla Verde en la que había nacido. Su alma debía estar colmada de antiguas leyendas. Hay, en lo que hacía, algo como el lejano y viejo perfume de las Mil y una noches. Semejante al califa, errando a lo largo de los jardines nocturnos de Bagdad, Burke anhelaba misteriosas aventuras. Provocaban su curiosidad los relatos desconocidos y las personas extrañas. Parecido al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontraba objeto más digno de su voluptuosidad que la muerte de los otros. Pero su originalidad anglo-sajona consistía en que conseguía sacar el mayor provecho posible de sus fantaseos de celta. Cuando su goce artístico había terminado, ¿qué hacía, decidme, el esclavo negro, con aquellos a quienes les había cortado la cabeza? Con una barbarie enteramente oriental, los descuartizaba y hacía picadillo, para conservarlos, salados, en un subsuelo. ¿Qué provecho obtenía con esta operación? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.
En cierto modo, el señor Hare le servía de Dinazarda. Parece que el poder de invención de Burke era especialmente estimulado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitía servirse de un tugurio para alojar en él voluptuosas visiones. Hare vivía en una pequeña piecita, en el sexto piso de una casa muy habitada de Edimburgo. Un canapé, una gran caja y algunos utensilios para su toilette, componían casi todo el mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky y tres vasos. Por regla general, el señor Burke no recibía más de una persona a la vez y jamás la misma. Su estilo consistía en invitar un paseante desconocido, hacia la caída de la noche. Vagaba por las calles para examinar los rostros que le provocaban curiosidad. Algunas veces elegía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que hubiera podido emplear Harun-Al-Raschid. El extraño trepaba los seis pisos anteriores al tugurio de Hare. Se le cedía el canapé; se le invitaba a beber whisky. Burke le escuchaba insaciablemente. El relato era interrumpido siempre por Hare, antes del alba. La forma de interrupción usada por Hare era siempre la misma y muy imperativa. Para interrumpir el relato, Hare tenía la costumbre de ponerse atrás del canapé y aplicar sus dos manos sobre la boca del narrador. Al mismo tiempo, Burke se sentaba sobre su pecho. Los dos, en esta posición, soñaban inmóviles en el final de la historia que jamás escuchaban. De esta manera los señores Burke y Hare dieron fin a una cantidad de historias que el mundo no conocerá jamás.
Cuando el cuento había sido definitivamente detenido, con el aliento del narrador, Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus alhajas, contaban su dinero, leían sus cartas. Algunas de estas últimas no dejaban de tener cierto interés. Luego ponían el cuerpo a enfriarse, en la gran caja, propiedad del señor hare. Y, en esto, el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.
Interesaba que el cadáver estuviera frío y no tibio, a fin de poder agotar a fondo el placer de la aventura.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía; pero, a causa de los principios religiosos, experimentaban una gran dificultad en procurarse sujetos para disecar. El señor Burke, como espíritu esclarecido que era, se había dado cuenta de esta laguna de la ciencia. No se sabe cómo llegó a ligarse con un venerable y sabio investigador, el doctor Knox, que desempeñaba una cátedra en la Facultad de Edimburgo. Quizás Burke había seguido cursos sobre la materia, aunque su imaginación debió hacerle derivar, más bien, hacia los gustos artísticos. Lo cierto es que él le prometió al doctor Knox ayudarlo en todo lo posible. Por su parte, el doctor Knox, se obligó a recompensarle sus fatigas. La tarifa disminuía yendo desde los cuerpos de los muchachos hasta el de los viejos. Estos últimos interesaban sólo mediocremente al doctor Knox. Esa era también la opinión del señor Burke, porque, por lo general, los viejos tenían menos imaginación. El doctor Knox llegó a ser célebre, entre todos sus colegas, por su ciencia anatómica. Los señores Burke y Hare gozaban de la vida como dilettantes. Conviene sin duda, colocar en esta época el período clásico de sus existencias.
Porque el genio todopoderoso de Burke, bien pronto fuera de las normas y reglas de una tragedia donde había siempre un narrador y un confidente, evolucionó solo (sería pueril invocar la influencia de Hare) hacia una especie de romanticismo. El decorado del tugurio del señor Hare no le bastaba ya: inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los numerosos imitadores del señor Burke han empañado un tanto la originalidad de su manera. Pero he aquí la verídica tradición del maestro:
La fecunda imaginación de Burke se había cansado de los relatos eternamente parecidos de la experiencia humana. Jamás el resultado de estos relatos había respondido a su expectativa. Llegó a no interesarse más que por el aspecto real, siempre variado para él, de la muerte. Resumió todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores no le importaba ya nada. El accesorio único de su teatro consistió en una máscara llena de cola hirviendo. Burke salía en las noches brumosas, llevando su máscara en la mano. Hare le acompañaba. Burke esperaba el primer transeúnte, caminaba delante de él, se daba súbitamente vuelta y le aplicaba la máscara de cola ardiente sobre el rostro. En seguida Burke y Hare se apoderaban, cada cual de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela, llena de cola, comportaba una simplificación genial: la de ahogar de una vez los gritos y el aliento. Además, era trágica. La niebla esfumaba los gestos de la representación. Algunos actores parecían imitar a los ebrios. Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un fiacre, desnudaban al personaje; Hare vigilaba las vestimentas y Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.
Es aquí, que, en desacuerdo con la mayoría de sus biógrafos, yo dejaré a los señores Burke y Hare (asesinos), en medio de su aureola gloriosa. ¿Por qué destruir un tan bello efecto de arte llevándolos lánguidamente hasta el fin de sus carreras, revelando sus desfallecimientos y sus decepciones? No hay que verlos de otro modo que con su máscara en la mano, errando en las noches de niebla. Porque el fin de sus vidas fue vulgar y parecido al de tantas otras. Parece que uno de ellos fue ahorcado y que el doctor Knox se vio obligado a abandonar la Facultad de Edimburgo. Aparte de la descripta, que yo sepa el señor Burke no ha dejado ninguna otra obra.
Marcel Schwob (Chaville, 1867-París, 1905). Escritor, traductor, ensayista, erudito. En el siglo XX, Schwob tuvo admiradores y traductores entusiastas en América Latina, entre los cuales estuvieron Pablo Neruda, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, J. Rodolfo Wilcock y Roberto Bolaño. Publicó sus ficciones breves en corto tiempo: Corazón doble, 1891; El rey de la máscara de oro, 1892; Mimes, 1893; El libro de Monelle, 1894; La cruzada de los niños, 1896; y Vidas imaginarias, 1896. Es de este último libro, que proviene “Los señores Burke y Hare. Asesinos”. Aparte de esta, Jorge Luis Borges llegó a incluir cuatro versiones de Vidas imaginarias en la Revista Multicolor de los Sábados, suplemento literario que dirigía para el popular periódico sensacionalista Crítica de Buenos Aires. Ver: Greco, Martín. “Índice de Revista Multicolor de los Sábados”, en Archivo Histórico de Revistas Argentinas.
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