Borges y Marcel Schowb
LA REINGENIERÍA CREATIVA
Por Jacobo García
Acusar de plagio a un hombre que aseguró por activa y por pasiva que el lector tiene una parte tan importante en la formación de un texto literario como el autor sería absurdo. Así que la intención de esta nota no es en ningún caso tratar de restar originalidad a las ideas y temas borgeanos, sino proporcionar una pista interesante sobre algunos de éstos.
Que Borges leyó a Marcel Schwob es algo que está fuera de duda, desde el momento en que el rioplatense dedicó al francés uno de sus incontables prólogos/artículos/textos magistrales. Dando por sentada esta familiaridad, cabe señalar dos o tres notables coincidencias que ponen de manifiesto la forma en que el autor rioplatense llevaba a su molino el agua que había pasado anteriormente bajo el de otros autores.
En primer lugar, está la semejanza estructural entre las Vidas imaginarias (1896), de Marcel Schwob, y la Historia universal de la infamia (1935), de Jorge Luis Borges. Como escribe el propio Borges: «los protagonistas [de las Vidas de Schwob] son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor peculiar de esta obra está en ese vaivén…». Algo parecido sucede en la Historia universal de la infamia, cuyos personajes son reales o casi reales, puesto que lo único que hace el autor es cambiarles el nombre, mientras que los hechos que se les imputan o atribuyen son más bien imaginarios, aunque, al igual que en el caso de Schwob, podrían haber sido reales, por lo que resultan perfectamente plausibles. Si los hechos protagonizados por los personajes de Schwob nos parecen fabulosos es sólo debido a la distancia temporal y cultural que nos separa de su mundo, mucho menos racional y lógico que el nuestro. La clave en que deben leerse sigue siendo una clave realista, aunque impregnada del simbolismo que constituía el santo y seña del autor francés. En ese sentido no son tanto literatura fantástica como un acercamiento poético a una materia biográfica lejana. Otro tanto podría decirse de las historias de infamia que armó en su día Borges con la saludable intención de sacar a la literatura española del atolladero en que la habían metido el Naturalismo y el Realismo del siglo xix y que contribuyeron, aunque silenciosamente, a preparar el camino de lo que un par de décadas más tarde dio en llamarse el «realismo mágico» o «maravilloso».
Esto por lo que respecta al préstamo estructural Schwob-Borges.
Por lo que respecta a las ideas y los temas, es preciso que nos fijemos ahora en uno de los relatos de las Vidas imaginarias, el titulado Lucrecio. Poeta. En él se nos habla de la «inutilidad de cualquier esfuerzo en busca de ideas». La expresión podría haber sido de Borges a justo título. De hecho, parece inspirar o dar vida subterráneamente a muchas de las conclusiones a las que nos llevan sus mejores cuentos. Toda la vida de Borges, sin embargo, parece contradecir esta idea negativa, pues si hubo alguien empeñado en dar sentido a la materia inclasificable de la vida con base en las ideas, ese alguien fue él. Tal vez incluso fuese ésa su principal y más llamativa contradicción. Un hombre de ideas (como en otro tiempo se decía un hombre de iglesia o un hombre de armas) que siente en lo más profundo de su ser que cualquier esfuerzo que se haga en busca de ellas está condenado al fracaso. O a la inutilidad, que viene a ser lo mismo, porque ¿qué otra cosa sino fracaso puede llamarse al esfuerzo baldío? Acerca de esto, de la inevitabilidad de la derrota, pero también de la gloria que lleva aparejada la derrota cuando uno juega la partida de buena fe, deportivamente y hasta sus últimas consecuencias, sólo un lector atento del Quijote podía habernos enseñado algo que valga la pena. Y ese lector atento, por supuesto, fue Borges. O Schwob, cuyas Vidas imaginarias se han editado más de una vez en compañía de La cruzada de los niños, que es una historia quijotesca allí donde las haya.
Y sin necesidad de andar mucho, en la misma página en la que leemos acerca de la inutilidad de buscar ideas capaces de dar sentido al mundo o al menos a lo que hacemos nosotros en el mundo), encontramos nada más y nada menos que una prefiguración de la idea del aleph. Esto es lo que dice Schwob:
Luego, cruzando el monte bajo, de pronto se encontró en medio del templo sereno del bosque, y sus ojos se hundieron en el pozo azul del cielo. Fue en él donde puso su reposo.
Desde allí contempló la inmensidad bullente del universo; todas las piedras, todas las plantas, todos los animales, todos los hombres, con sus colores, con sus pasiones, con sus instrumentos, y la historia de estas cosas diversas, y su nacimiento, y sus enfermedades y su muerte.
Autor esencialmente urbano, Borges prefirió situar el descubrimiento del aleph en el sótano de una casa de un suburbio rioplatense, en lugar de en un bosque, pero aquí, y en la situación socialmente más compleja de su relato, se agotan todas las diferencias. La idea esencial de ese objeto cabalístico en el que se condensa, como en un muestrario mágico, todo lo existente, es la misma. Borges, si se quiere, le da un mayor valor añadido al ponerle nombre. Debió parecerle que, al carecer de nombre, el objeto de objetos de Schwob estaba incompleto y, como otros frecuentadores asiduos de la Cábala y del pensamiento filosófico idealista, pensaba que antes de las cosas está el nombre, o al menos que el solo nombre de las cosas basta para dar a éstas una realidad que sin él nunca llegarían a tener.
INSTITUTO CERVANTES
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