Triunfo Arciniegas
1
Le enseñé la oreja izquierda, lastimada en un combate reciente, y dijo, mientras escribía una florida dedicatoria en Mujeres después de la tormenta:
─La próxima vez amarra a esa fiera, mi querido Van Gogh.
Olivio Cáceres, el triste y venenoso Olivio, y yo, bebedor de relámpagos, habíamos venido por caminos distintos al XI Encuentro Binacional de Escritores en San Cristóbal, Venezuela, y terminamos en su boda con la poeta venezolana Pascuala Antibes, autora de En la piel de los dioses. Habían sostenido un apasionado, intermitente y envidiado romance durante cuatro años: se habían visto un par de veces en San José, otra en Cartagena, fugazmente en Caracas, y nada más. Ciro Pérez había comentado que la susodicha estaba gorda y fea. Olivio, según me dijo, ni siquiera tenía planes de verla.
─Abran las piernas, muchachas, que llegó Olivio ─grité por la ventanilla, cuando el autobús del Ministerio de Cultura se detuvo frente al Ateneo del Táchira.
─Cállate, marica, ahí está Zaida ─dijo Olivio.
No la reconocí al principio, pero, como si de un fantasma se tratara, me acerqué a Zaida Buenaventura y la abracé. Al contrario de Olivio con su tormento, sí tenía ganas de ver a Zaida. Es decir, esperaba verla, pero lo dejé al azar. No le escribí en las últimas semanas ni la llamé para no comprometerla, para no provocar un encuentro por cortesía.
─Todavía ─le dije.
Significaba, entre otras cosas, todavía te deseo, todavía te extraño, todavía te quiero, Zaida. Pero no se lo dije. Sonrió, entendiendo, y hablamos, hablamos de todo, de pie, en la penumbra, mientras la gente entraba a la inauguración del encuentro, mientras disimulaba la herida de la oreja, mientras conseguía el milagro de un beso. Habíamos pasado un año sin vernos, un mal año sin la ventura de su apellido, sin la dulzura de su nombre, sin la tibieza de sus muslos.
Olivio hizo un par de llamadas al País del Sagrado Corazón, en compañía de la hermanita de Zaida, y al rato llegó con la noticia:
─Ahí está Pascuala, y más buena que antes.
La hermanita de Zaida se unió a otras amigas y Olivio Cáceres fue a enfrentar su destino. “Mi cielo”, dijo Zaida, y la electricidad me erizó los pelos. No entré al Ateneo, mucho menos a la Sala Rómulo Gallegos. Zaida me besó en la boca.
─¿De verdad te creíste el cuento de los descabezados? ─dijo─. Ya cualquiera te engatusa.
La ratona de biblioteca había leído el reportaje que publiqué en El Pregón.
─¿No te lo creíste entonces?
─No, pero me reí mucho ─dijo Zaida─. ¿Tuviste algún enredo con Azucena Nieves?
─¿Azucena?
─La mujer que conociste en Numancia, no te hagas. Numancia existe, ¿verdad?
─Jacinta Antúnez ─precisé─. Me exigió que le cambiara el nombre en el reportaje.
─Pero se dejó tomar fotos.
─Mujeres, quién las entiende.
─Mujeres, cuánto te gustan. Veo que no trajiste la cámara.
─La traje pero me la robaron en el terminal de San José.
─Lástima ─dijo Zaida─. Tengo ganas de unas fotos en bola.
Maldije al ladrón.
─¿Y eso por qué?
─Ahora que todavía soy bonita porque después para qué. Mi hermanita también quiere unas fotos.
─¿En bola?
Me pellizcó con ganas.
─Otro chiste de esos y te mato. Margarita ni siquiera ha cumplido los catorce.
─Parece de doce ─suspiré.
─Voy a matarte.
─Que sea esta noche.
─Esta noche no, pero mañana sí. Te caigo al hotel.
Dos horas después, cuando el evento terminó, Olivio dijo que se quedaba, que pasaría la noche con Pascuala, y entonces besé a Zaida en la mejilla y corrí hacia el autobús en marcha.
─Vuelve el perro arrepentido ─dijo Ciro Pérez, y creí que se refería a Olivio.
Hicieron feroces bromas todo el camino, hasta el Círculo Militar, el inmenso hotel en decadencia donde nos alojaríamos hasta el domingo para descifrar los altísimos misterios de la creación literaria e intercambiar chismes. Por estos lares, con un teniente en la presidencia y el país dividido en dos bandos, a nadie le asombraba que hubiesen reunido bajo el mismo techo a poetas y militares. Con el favor de los dioses, de pronto los poetas lucirían el camuflado mientras vigilaban la luna y los militares se pasearían por el jardín con un libro de poemas en las manos. Rechacé la invitación a unas copas porque preferí contemplar la dicha en soledad.
─Vamos a saludar a Margarita Mattei, que acaba de llegar de San José, sola y sin el equipaje ─dijo Ciro Pérez.
─Suerte con la muchacha ─dije.
─No me voy a dejar morder las orejas ─se defendió Ciro.
2
Dormí como un recién nacido, hasta que Olivio vino a tocar a mi puerta.
─Me caso, Arciniegas, me caso.
Le pregunté si estaba loco.
─Enamorado, hermano, enamorado –explicó–. Acompáñame a comprar zapatos.
No podía negarme. Conocía la ciudad. Años atrás había vivido en San Cristóbal como portero de discoteca, herrero y repartidor de pizza indocumentado. Le supliqué a Olivio que pasáramos primero por el restaurante. Contento, más hambriento que enamorado, me vestí de prisa y apenas me lavé los dientes.
─¿Te acuerdas del sueño del protagonista de Noticias del último guerrero?
Había leído la novela de Olivio Cáceres pero no recordaba el sueño. Dije que sí, como para abreviar, mientras descendíamos las escaleras.
–Soñé una vaina igual.
─No me parece que hayas dormido.
─Como una hora. Tengo una idea. Vamos de inmediato al centro y por allá te invito a desayunar. No me puedo casar con estas zapatillas de vagabundo.
─Tengo lectura a las once ─dije, empujándolo al restaurante del Círculo Militar.
─Entonces lees rápido y vamos por los zapatos. ¿Qué vas a leer?
─Delirios de una monja de clausura.
─Nada para niños ─se burló Olivio
─Sólo para niñas ─dije.
─¿No trajiste El tenebroso triángulo de las Bermúdez?
Delirios era mí único libro publicado. El único, desde hacía años. El tenebroso triángulo y La mirada del miope, por su parte, no se dejaban terminar. Escribía y rompía páginas con asombrosa dedicación. Ya debía por lo menos un bosque. A veces pintaba, a veces salía a tomar fotos, pero siempre volvía a la maldición de la página en blanco.
─¿Sólo zapatos? ─dije─. ¿No necesitas más?
─Pascuala me consigue el resto. Un hermano suyo acaba de casarse. De paso buscas un remedio para esa oreja, Van Gogh. ¿Se murió la perrita?
─Sigue vivita y culeando.
─Ay, hermano ─suspiró Olivio─. ¿No trajiste la cámara?
─No ─dije, sin agregar explicaciones.
─¿Todavía escribes para El Pregón?
─¿No lo sabías? Me echaron.
─¿Por el reportaje de los descabezados de Numancia?
─Por los escándalos del arzobispo Cienfuegos: se me fue la mano con los detalles.
─No jodas.
─El reportaje me costó la cabeza y el arzobispo sigue campante en su cargo.
─Hasta que sea cardenal.
─Y Sumo Pontífice ─profeticé─. Ahora escribo cositas para El Norteño.
─¿Y no has probado suerte con La Bestia Pelúa?
─No pagan –dije–. Bonita revista, pero no pagan.
─Me hicieron una bonita entrevista.
–La leí –dije–. Entonces estás por terminar Sombras de noviembre.
–Paja.
–¿Y el episodio de los ciegos en el prostíbulo?
–Lo inventé en el momento.
–Aprovéchalo.
–Supe de la mano que encontraron en el bosque.
─La vi con estos ojos.
─¿De quién era?
─Todavía no se sabe.
─¿Y quién la cortó?
─Tampoco.
─¿No irás a contarle a todo el mundo de mis desdichas?
─No ─mentí.
3
No se podía negar: Pascuala era bonita. Algo loca, pero quién no lo era. Había hecho lo suyo y ahora estaba muy deseosa de empezar una familia. “Me refiero a los chamos”, aclaró con una sonrisa pícara, enseñando tres dedos de su mano derecha. Inquieta, se había zafado los zapatos y se restregaba contra el espaldar de la silla. “Tengo la picazón del séptimo arte”, dijo, y supuse que se refería a la acusada afición cinematográfica del escritor. En todo caso, sea ésta o cualquier otra, imaginé que Olivio aliviaría picazones, ardores y demás males de la distinguida dama.
─Qué salvaje ─dijo, tocándome la oreja.
Todo el mundo tenía que ver con mi oreja.
─¿Y Olivio?
─Olivio es la dicha en carne y hueso, mi refugio y mi perdición. Soy suya de pies a cabeza de manera absoluta. ¿Entonces se van a comprar zapatos?
Pascuala se acordó de algo y se rió sola. Pequeña mujer morena de boca florecida. Recién bañada, con el cabello todavía húmedo y suelto, con la blusa entreabierta, era aún más bonita. Más deseable. Una leve sombra adornaba sus párpados.
Qué tetas, pensé, qué cuca.
Habíamos apartado un rato para una Coca-Cola en la cafetería del Ateneo. Vimos pasar muchachas recién bañadas, apretando el paquete de conferencias contra el pecho, vimos a Homero Vivas asediando lectoras, vimos a Ciro Pérez transfigurado por el espectáculo de unas piernas luminosas.
─Ciro ─grité.
El hombre se acercó sonriendo.
─¿Te mordió la niña? ─pregunté.
─No pasé de la puerta ─dijo Ciro─. Ya se había quitado las medias. “¿Qué van a pensar de una dama que atienda a un caballero en su cuarto?”, dijo.
─Ciro, ven ─gritó Ana Mercedes Rivas.
─No interrumpo más ─dijo Ciro Pérez, y nos dejó.
–Arciniegas, te llegó la hora –gritó otra vez Ana Mercedes–. Termina Isaías Medina y sigues tú.
─¿Qué dice? ─preguntó Pascuala.
¬─Que sigo yo ─dije.
─¿De qué niña hablaban? ─dijo Pascuala─. Tú y Ciro. ¿De qué niña?
─De la Mattei.
Pascuala soltó la risa.
─Una niña del siglo pasado.
─Ya todos somos del siglo pasado, niña.
─Nunca le he parado bolas a ese asunto de los años. Tuve un hombre que pudo ser mi abuelo, y otro que era como mi hermano menor. Pero no quise a ninguno de los dos. Amo a los hombres que me desprecian. Necesito un hombre para siempre, Arciniegas. No me importa que me sea infiel o que me maltrate, con tal que esté conmigo.
Descarada, y era la primera vez que conversábamos. Pascuala Antibes preguntó cuál era mi sueño secreto.
─Hacerlo con dos mujeres al mismo tiempo.
Pascuala sonrió como si ya lo hubiese hecho.
Le conté las delicias de un amigo con dos féminas locas.
─¿Has estado con dos hombres? ─pregunté.
Pascuala repitió la sonrisa.
─¿También tú, Bruto? ─dijo.
Me hizo reír.
─Tuve una novia en Caracas ─dijo─. Todavía nos escribimos.
─¿Qué pasó?
─Ella se casó y terminé embarazada.
─No sabía que tenías hijos.
─No tengo.
4
Despertamos después de medianoche. Zaida fue desnuda a la ventana.
─Olivio está en pelota en el jardín ─dijo─. La plata que le va a sacar a esa foto Ana López si está despierta y si su cámara todavía tiene batería.
─Ana López o Jorge Gómez.
─Dudo del Jorge, mi cielo: lo vi arrastrándole el ala a una culoncita de San José.
─Una dragoncita.
─Así es, mi cielo, se veía pura candela.
─¿Y qué demonios hace Olivio en pelota en el jardín?
─Pregúntale.
Me vestí y fui a buscarlo con una toalla.
─Estoy feliz ─dijo.
Medio mundo nos miraba desde las ventanas del Círculo Militar.
─Te vas a resfriar, hermano, y te va a doler la barriga si sigues tragando flores.
Le ofrecí la toalla y lo acompañé hasta la puerta de la habitación 513.
─Nos vemos mañana ─dije.
─Ya es mañana.
─Nos vemos al rato entonces.
─Sábado 15 de noviembre de 2003 ─precisó.
Volví junto a Zaida.
─¿Tú leíste Noticias del último guerrero?
─Ya estaba dormida, mi cielo. Estaba robando mangos.
─Perdona, taribeca. ¿La leíste?
─¿La novela de Olivio? Sí, tú me la mandaste. Qué sueño, mi cielo. Nos habíamos volado de la escuela. Estábamos robando mangos y apareció el dueño con una escopeta. Hizo un tiro al aire y corrimos como locos. Se me caían los calzones.
─La próxima vez avisas.
─Se me caían los calzones pero no quería soltar los mangos. Hasta que Felipe hizo la caridad de subírmelos. Hacía años que no soñaba con Felipe Monteverde.
─Odio a Felipe Monteverde –dije–. Quiero matarlo.
─Me pregunto dónde andará.
─¿Cuál es el sueño del protagonista?
─¿De qué hablas, mi cielo?
─De la novela de Olivio.
–Noticias del último guerrero. Porque en Mujeres después de la tormenta no hay sueños: los hombres no las dejan dormir. Déjame ver. Abraham Santamaría entra a una iglesia y se queda dormido junto a la estatua del ángel Gabriel. Sueña que es un ángel desnudo en un prostíbulo. Todas las mujeres se le ofrecen. Las posee a todas. Luego vuela a posarse en el nicho de la iglesia, antes de que entren los primeros feligreses. Al despertar, el hombre no sabe si es Abraham o el ángel. Por una extraña razón, tiene los bolsillos llenos de plumas.
─La vuelvo a leer tan pronto vuelva a Pamplona.
Zaida leía más que yo, más que cualquiera. Conocía toda la obra de Alejandro Cáceres, que nada tenía que ver con Olivio, desde sus deslumbrantes novelas hasta los cuentos desperdigados en revistas y periódicos, y preparaba su tesis de grado sobre Tiro de gracia, la mejor de todas, tan renovadora como Rayuela o Conversación en la Catedral en su momento. Me buscó y me encontró precisamente por Alejandro Cáceres. Le presté las primeras ediciones de La encrucijada y Tres gatos negros y le regalé Vida y obra de Alejandro Cáceres. No la mataba la breve obra de Olivio pero apreciaba al amigo. Diferenciaba con crueldad a los Cáceres: Alejandro el Grande y Olivio el Chiquito. Alejandro tuvo un hermano, Roberto Antonio, un payaso que participó en varios programas de televisión en sus años mozos y que murió de pulmonía en Pamplona. Zaida se preguntaba si Olivio no se sentiría como el payaso al lado de Alejandro.
─El payaso de Dios ─precisé.
─Alejandro me estremece hasta los huesos, pero Olivio siempre me ha hecho reír ─dijo Zaida─. No tiene que hacerlo si no quiere, no tiene que casarse.
─Dice que está feliz.
─¿Y tú, mi cielo?
─Hasta el último de mis pelos.
─Entonces que ningún animalito te vuelva a morder las orejas.
5
Una brisa tibia recorría el parque de Peribeca el sábado 15 de noviembre. Llegamos a las cinco en punto de la tarde, como en el poema de García Lorca. Olivio, elegante y sobrio, aunque sin afeitar, y yo, con mis trapos de siempre. No había nadie. Olivio era un manojo de nervios.
─No va a venir nadie ─dijo.
Señalé que era muy temprano.
─¿Me caso, loco?
Una afirmación, por supuesto, pero la entendí como una pregunta.
─Si no estás seguro...
─Me caso, me caso, me caso ─dijo sin mirarme, convenciéndose.
─No deberías tener estas dudas a los cuarenta.
─Me caso, Arciniegas.
─¿Dónde he oído esa frase?
La iglesia estaba muy bonita, llena de flores, con cintas en las bancas. Olía a incienso y las baldosas resplandecían. Los vitrales daban a la luz un colorido de ensueño.
─¿Pagaste todo esto?
─No precisamente.
Pascuala debió gastarse los ahorros de los tres últimos años. En la noche había parranda en el Círculo Militar, por cuenta de Pascuala, desde luego.
Un niño bailaba el trompo en el parque.
─Hace treinta años fuimos ese niño, hermano –dijo Olivio–. Nunca sabrá cuánto lo envidio.
─No te afeitaste.
No respondió por qué.
─Me aprietan los zapatos ─dijo.
─Tienes las patas muy grandes.
─¿Tengo el nudo bien hecho? ─dijo─. Es la primera vez que uso corbata en la puta vida.
Ninguno de los dos era experto en corbatas. El nudo no se veía bien. Ya acudiríamos a los servicios de Ciro Pérez, consumado maestro de ceremonias y, por lo tanto, caballero elegante. Apenas lo nombré apareció en la esquina.
─Hablando del rey de Roma ─dije.
─Pronto asoma ─completó Olivio─. Tengo unas llamadas pendientes.
─¿No te has despedido de todas?
Ahí venían Ciro Pérez y Ana Mercedes Rivas, el flaco Homero y el poeta Oropeza. Pensé que estaban borrachos. Pero no. Se estaban muriendo de risa. Ciro Pérez, alto y encorvado, limpiaba los anteojos con el pañuelo. Homero dejó una frase en el aire para saludarnos y Oropeza recogió una moneda del piso. En ese momento sonó el celular de Ana Mercedes. Pascuala preguntaba si la boda era en Táriba o en La Fría.
─Bruta, Olivio está muerto de miedo en Peribeca.
Cortaron.
─La pobre tiene tantas cosas en la cabeza –dijo Ana Mercedes.
─Cómo se le va a olvidar si se encargó de todo –dijo Olivio.
─Así es ella.
Oropeza lanzó la moneda al aire, la recibió en la palma de su mano y dijo:
─Cara: Pascuala llega a tiempo.
─Tomemos algo ─dijo Olivio.
─No vas a casarte borracho ─dijo Ana Mercedes.
─Que tengo el gaznate más seco que estopa –añadió Olivio.
─¿Y te aprieta mucho esta nueva ropa? ─remató, burlón, Ciro Pérez.
─Hazme caso, Olivio, porque después la embarras ─insistió Ana Mercedes.
─ “Muchacho, no bebas”, te grita mamá ─dijo Oropeza, que también conocía los versos de Rafael Pombo.
─Ay, de mil amores lo hiciera, señora ─dijo Olivio.
─Pero es imposible darte gusto ahora ¬¬¬─remató Ciro Pérez.
Entramos a la tienda más cercana, riéndonos. Vendían de todo. Había una hilera de grandes frascos de chuchuguaza, palito arrecho, quitapesares y otros viagras domésticos.
─¿Qué es lo más fuerte que tiene? ─preguntó Ciro Pérez.
─Levantamuertos ─dijo el dueño, un viejo feliz de bigotes blancos, y nos mostró una pequeña botella verde─. No me ha fallado en setenta y siete años.
─El caballero tiene un grave compromiso con la patria ─explicó Ciro Pérez.
Con temblorosa mano, el viejo rebosó una copa aguardentera.
─Todos se mueren del susto cuando les llega la hora ─dijo.
─Se sabrá si nos haces quedar mal, camarada ─dijo Ciro Pérez, ofreciendo la copa a Olivio, y todavía afligido por la derrota que nuestro desangrado país acababa sufrir por la mínima diferencia ante Venezuela en el estadio de Barranquilla, la Puerta de Oro–. Ojalá ganemos por goleada esta noche en esa puerta de oro.
─Soy hincha de Brasil ─precisó Olivio.
─Arréglale la corbata ─le pedí a Ciro Pérez.
─Maturana tiene que irse a la mierda, Arciniegas.
Ciro Pérez se refería al director técnico, que practicaba con fervor una sentencia que se había hecho famosa: “Perder es ganar”. En fútbol, como en tantas otras cosas, nunca seríamos nada.
─Tengo dolor de patria en la matriz ─remató Ciro Pérez.
Quise replicarle que teníamos un Nobel en México, un pintor de gordas en Mónaco y una cantante en el paraíso fiscal de Las Bahamas, pero decidí evitar el veneno de otra de sus frases. Tal vez hubiera mencionado narcotraficantes, guerrilleros y ladrones.
Bebimos cerveza hasta que alguien nos avisó que la novia acababa de entrar a Peribeca. Corrimos a su encuentro. A las cinco y cuarenta y cinco minutos, toda de blanco, con una espumosa cola de tres metros y más feliz que una perdiz, llegó Pascuala Antibes en un humeante vehículo de servicio público. Luego supimos que, creyéndose generosa, le ofreció quince mil bolívares al taxista si llegaba a tiempo a la ceremonia. “La carrera vale treinta mil, señorita”, precisó el taxista. Al final, luego de un encendido regateo de verduleros, el taxista se conformó con veinticinco mil devaluados bolívares. Así, como alma que lleva el diablo, sobrepasó a treinta y siete vehículos particulares, siete gandolas y el camión de Coca-Cola. “Tengo derecho a la tajada más grande de la torta”, precisó, con los pelos parados y los ojos clavados en la novia, cuando se detuvo frente a la iglesia, pero no hablaba en serio porque arrancó de inmediato.
─Esta bruta tiene el Mazda en el taller ─dijo Ana Mercedes, y entró a la iglesia a ver cómo iba la cosa.
─Imagínate que se le hubiera estallado una llanta en la autopista y hubiera tenido que desvararse sola ─nos dijo Homero Vivas─. Imagínatela con la cola toda negra y manchada de aceite.
La novia trastabilló hasta la puerta. “Dos o tres matrimonios más y aprende a caminar con esos tacones”, dijo el melenudo Rodolfo Ramírez Soto, resguardado por la bella Nancy Prada. Una frase demasiado feroz para un poeta tímido. De inmediato se oyó la música nupcial y hasta los más desalmados se conmovieron. Ana Mercedes apareció con cara de espanto en la puerta.
─Se canceló esta joda ─dije.
─Los anillos, Arciniegas ─dijo Ana Mercedes─. Olivio manda a preguntar por los anillos. Dice que se los dio a Ciro anoche.
Ciro Pérez no los tenía. Se esculcó todos los bolsillos, pero no los tenía. No se acordaba de nada.
─¿No los dejaste donde las negras? ─pregunté.
Pudo decir que lo atracaron o que los perdió en un incendio o que un terremoto derribó su cuarto o que se le fueron por la taza del baño, pero no. El letrado criminal, de súbito iluminado por el Espíritu Santo, sugirió que compráramos un par de anillos en el mercado adjunto a la iglesia. Corrimos, por supuesto, y encontramos unas baratijas para novios de juguete. Las compramos sin regatear. Ana Mercedes, que nos esperaba en la puerta de la iglesia más muerta que viva, corrió a entregárselas al novio.
─Será mejor que no te aparezcas ─alcanzó a decirle a Ciro Pérez.
Había sido despojado sin misericordia de su papel de padrino.
─Tendré que dedicarles el próximo libro ─dijo el ilustre criminal.
─Ni así te van a perdonar ─aseguré.
El altísimo honor correspondió entonces a José Antonio Toloza. Al principio, sobre todo por la sordera, creyó que lo solicitaban desde la cumbre de sus ochenta años para suplantar al novio.
La ceremonia transcurrió en un suspiro.
Esperamos en el atrio.
Primero apareció Jorge Gómez, con su sombrerito verde, disparando como loco.
─¿Tú no tenías una Canon? ─dijo, sin despegar el ojo de la cámara.
─Me la robaron en San José.
─Pobrecito, te roban y te muerden ─se burló Jorge, arrodillándose para hacer una toma espectacular de los recién casados, que se besaban en la puerta de la iglesia con hambre insaciable.
─Me mordió una y me robaron otros ─grité, pero tal vez Jorge no pudo oírme entre tantos gritos de júbilo.
Peleándose por el turno, los poetas lanzaron al aire sus mejores versos y desearon a los recién casados toda la felicidad del mundo. El poeta Oropeza, autor de Espérame en Peribeca, dijo: “Te esperé en vano en chancletas”. Nadie entendió a quién se refería. Ciro Pérez, quien por orden judicial debía mantenerse por lo menos a quinientos metros de su casa, enjugó sus lágrimas con un pañuelo blanco, y dijo: “Suerte que tienen algunos”. Homero Vivas precisó sin rencores: “Yo la vi primero”. Ana Mercedes Rivas, rubia de ojos verdes y pilar fundamental del encuentro de escritores, no pudo articular palabra debido al llanto. “Que sean felices y que coman perdices”, gritó Zaida Buenaventura, bella taribera, mientras arrojaba manotadas de arroz a los novios. “Olivios no se casan todos los días”, dijo Carrillo, Secretario Perpetuo de la Sociedad de Escritores de Norte. Laura Carabot, codiciada flor exótica de Mérida, fue enigmática. “Daría mi dedo meñique por la suerte de la poesía”, dijo. “Ahora sí lo perdimos”, exclamó con dolor de madre una antigua admiradora de Olivio Cáceres. Una jovencita de gruesos anteojos y pechos generosos me preguntó si era amigo del novio y si le podía colaborar para que le dedicara un libro. Pensé que en otra ocasión Olivio le hubiera firmado hasta las tetas.
Por lo visto, y contra todo pronóstico, había acudido más de medio mundo, aparte de curiosos y despistados, y todos con arroz.
Vi a la novia muerta de la dicha bajo la intensa lluvia de arroz, y a Olivio distraído, como si pensara en los números de las llamadas pendientes.
─Que vivan los novios, qué viva la poesía ─gritó Ciro Pérez.
Una vieja recogía del piso el mar de arroz grano por grano, con devoción de penitente y dedos temblorosos. Reconocí el dulce acento de los habitantes del Valle de Aburrá cuando se presentó como la dueña de La Tienda del Rebusque, feliz e indocumentada. Eran tantas las bodas en Peribeca que con el arroz recogido se había comprado tres marranos y una vaca, en este momento preñada.
─El maná todavía cae del cielo ─precisó─. ¿Por qué el paisano vino a buscar el tormento tan lejos?
A todo pulmón, el poeta Oropeza improvisó un discurso entre amoroso y político. Unos aplaudieron y otros rechiflaron. La poeta Margarita Mattei, desde la bella altura de sus setenta años, observó: “No se puede tener contento a todo el mundo”. En todo caso, patrias aparte, nos sentimos hermanos del alma. El poeta Oropeza remató su encendido discurso:
─Las fronteras se abrirán de par en par, tendremos moneda única y cada vez estaremos más unidos carnal y espiritualmente.
Seguíamos en el atrio. La gente nos miraba desde el parque. Éramos un bonito espectáculo. Laura Carabot, rubia, alta, de piernas infinitas, con tacones de maromero y faldita de juguete, parecía la misma reina del carnaval. Ana López, toda de rojo, toda Caperucita, disparaba su cámara a diestra y siniestra mientras Ana Mercedes Rivas, con escote de infarto, y, Zaida Buenaventura, con traje negro y abertura inverosímil, se consolaban como huérfanas recientes. Margarita Mattei, perseguida por el tintineo de las joyas, recogía arroz del piso y lo arrojaba sobre cualquier cabeza. Paseando muy orondo entre la multitud la pluma de pavorreal de su sombrero verde y con precisión de francotirador, Jorge Gómez no perdía detalle: la siguiente edición de Letralia sería un festín de imágenes. Rodolfo Ramírez, con frac de teatrero, y Nancy Prada, con la espalda desnuda, se contemplaban embobados. No habían hecho otra cosa día y noche. La miel les chorreaba. Nancy no había dejado dormir a los vecinos con sus gritos. Las malas lenguas juraron que repitió desnuda los pasos de Olivio en el jardín, pero nadie tuvo la misericordia de avisarme. Poetas que nunca había visto, con los cabellos pintados, y señoras que se creían poetas, con lujuriosos trajes de fantasía, se abrazaban sin identificarse. Alguno confundió la alegría con un ataque de epilepsia y otro se arrancó la camisa para espantar a un ángel que nadie más vio. El cojo Edinson Santos, con el traje de su primera comunión, y el tuerto Albeiro Cantor, con el último grito de la moda en Tanzania, responsables de Perros mojados y Gatas en celo, novelas de intercambiable autoría debido a la semejanza de estilo, no podían sostenerse de la borrachera. Me dio pena no vestirme de loco para la ocasión.
Entonces, como una metáfora del éxtasis, la novia lanzó a ciegas el ramo. Contemplamos, inmóviles, las nubes. El ramo hizo tres giros y cayó en brazos de Oropeza, que para entonces ya llevaba cuatro matrimonios a cuestas.
─Como escritor, Oropeza está en crisis porque se está comiendo a las lectoras –dijo Ciro Pérez.
Luego, con calculada lentitud y ante el desmayo de más de un poeta, la novia recogió su blanco vestido, enseñando una de las maravillas del universo, deslizó la liga hasta la punta del pie y la arrojó a ciegas a la multitud. Cayó en la cabeza del sacerdote que acababa de oficiar la ceremonia y que en ese momento buscaba una cita en La epístola a los corintios.
─Espero que Olivio tenga mejor puntería ─dijo Ciro Pérez.
6
Nos acomodamos como sardinas en tres autos particulares y el autobús del ministerio, regresamos a San Cristóbal y nos refocilamos hasta el amanecer en el Círculo Militar. La parranda comenzó con delicados y lánguidos valses, pero el público pidió salsa, merengue y champeta. Al final, el frenético rock despelucó hasta los invitados más tiesos. Toloza, a sus ochenta nobles años, estuvo a punto de quebrase el esqueleto. Clavó la luminosa mirada en Margarita Mattei y amenazó con una boda para el próximo encuentro. La Mattei, delante de todos, le exigió una prueba de amor. Al verla descalza y despelucada, sin velo y sin cola, muchos dudamos que Pascuala Antibes se acordara que acababa de casarse. Bailó hasta ampollarse los pies, se desmayó dos veces, superó tres ahogos y leves arcadas. Ciro Pérez llamó a su casa y le contestó Shakira, la perrita. Con ternura de niño grande y la corbata terciada sobre el hombro, como si fuese la soga del ahorcado, nos enseñó la generosa tajada de torta que reservaba en un bolsillo.
─Para la única perra que me quiere ─precisó, afligido.
Jorge Cuellar, ebrio de pies a cabeza, nos obsequió una frase de misterio:
─Me persigue la noche de las luciérnagas.
Los incidentes de la boda seguramente serían registrados de manera irresponsable en futuros poemas, cuentos y novelas. Toloza improvisó un soneto y devoró un ramo de astromelias con tres copas de champaña importada. Saqué a Zaida de la fiesta y la llevé hasta los árboles.
─¿Por qué no vamos al cuarto? ─dijo, con voz ronca.
Le subí el vestido hasta el ombligo, le bajé los calzones y la penetré. “Pervertido”, dijo en mi oreja. “¿No te queda respeto por la Virgen del Bosque?” Fue el polvo más intenso y más loco de mi vida. Imaginé al centinela pasando saliva.
─Necesito un baño ─dijo Zaida.
─Vamos a la piscina.
─No, vamos al cuarto.
Entonces vimos a Toloza a la orilla de la piscina, cerca de un letrero que rezaba: Prohibido bañarse en short y lycra.
─¿Significa que los militares se bañan desnudos? ─preguntó Zaida─. Imagínate las orgías.
Toloza, interpretando el aviso de otra manera, se lanzó al agua con corbata y sombrero y hubiese nadado hasta la gloria celestial si no me arrojo con ropa a sacarlo. Mientras lo llevábamos a su habitación, dejando un lastimoso río como rastro, sorprendimos algunas parejas que, devoradas por el ansia, se revolcaban en los jardines ante la impávida mirada de los centinelas. Dejamos al anciano en su cama, sin ropa, por supuesto, medio dormido y hablando de una novia de los tiempos del general Francisco de Paula Santander, y fuimos a la habitación 318. Me cambié de trapos mientras Zaida entraba a la ducha.
─Tengo que ver a Olivio ─dije.
─¿Vas a evitar que se suicide? ─preguntó Zaida─. Podrías consolar a la viuda.
─Mis intenciones son nobles ─dije.
–No voy a esperarte despierta, vagabundo.
Tropecé con Jorge Cuéllar, quien subía a gatas las escaleras, con la llave de su habitación apretada entre los dientes. El ascensor no había funcionado en los últimos tres días. Edinson Santos, el cojo, y Albeiro Cantor, el tuerto, orinaban en los materos del pasillo. Me pregunté cómo habían podido sostener la borrachera desde la tarde.
─La Virgen sus cabellos arranca en agonía –dijo cualquiera de ellos.
7
La fiesta se encontraba en plena decadencia. El salón, en absoluto desorden, con una docena de borrachos y otra de bellos durmientes, me pareció la escena de un naufragio. Los músicos, después de recoger los instrumentos, se habían ido a dormir. La Mattei bailaba sola un bolero.
─Como Proust, sólo duerme de día ─dijo Ciro Pérez.
─¿Recuperó la maleta? ─pregunté.
─Pagó un expreso a San José.
Carrillo dormía sobre un seno ajeno. Homero Vivas se había quitado un zapato para masajearse el pie. Ana López, Caperucita sin lobo, contemplaba el fondo de un vaso vacío.
─Quiero ver el rostro de Dios ─dijo.
Ana Mercedes Rivas había extraviado hasta los aretes.
─Juro que tenía brasier ─dijo.
─Ya estoy en el paraíso ─dijo el poeta Isaías Medina.
Su visión fue confirmada por Rodolfo Ramírez, de largos cabellos y espesa barba, y Nancy Prada, su pálida mujer, bocadito de cabellos cortos, quienes dormían en una sola silla como dos angelitos.
─¿Dónde van a vivir? ─preguntó Ana Mercedes, exprimiendo en su boca las últimas gotas de una botella de champaña.
Imaginé que los novios fijarían su residencia en Medellín si la cosa empeoraba en Venezuela, o en San Cristóbal si el País del Sagrado Corazón seguía por el camino que iba.
─Temo que van a terminar viviendo en Miami ─apuntó Ciro Pérez.
Jorge Gómez, director de Letralia, territorio de la poesía en el ciberespacio, y encargado por el Ministerio de Cultura del cubrimiento fotográfico del encuentro, más borracho que nunca y todavía con el gorrito de Robin Hood, prometió detalles sobre la luna de miel en el próximo número de su revista. Era posible que inaugurase una nueva sección, Letrasex. Las diez primeras fotos serían gratis, a manera de gancho, después se solicitaría el número de la tarjeta de crédito.
A esa hora ya no sabíamos lo que decíamos. De todas maneras, nadie recordaría nada unas horas después.
Amanecía.
Olivio no encontraba a su reciente esposa por ninguna parte.
─Tal vez se ahogó en la piscina ─dije.
Aceptó un largo sorbo de aguardiente de contrabando.
─Delicioso veneno ─dijo.
─¿Y los zapatos?
Se había puesto otra vez las zapatillas de vagabundo.
─Te los vendo.
Fuimos a la piscina.
El agua reflejó dos hombres lánguidos y temblorosos.
No se veía ningún cadáver.
─¿Te acuerdas de Claudia, Van Gogh? ─dijo Olivio─. ¿Te acuerdas de esas piernas? ¿Te acuerdas de ese culo, hermano?
Dije que sí, qué más, me acordaba, todos nos acordábamos de la cuquita que en Medellín agonizaba de amor por Olivio Cáceres.
─A esta hora duerme y respira en otro país ─suspiró Olivio, con la mirada perdida en el occidente─. No se lo digas a nadie, pero la estoy queriendo.
Prometí silencio eterno.
Pamplona, 2003.
Cinco muertas de amor
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