Lo único que dejó Antonia, un delantal manchado de
aceite, encima de la nevera. No más. Un delantal de rombos verdes y negros,
separados por líneas amarillas, que me hace pensar en la bandera de Jamaica. Hasta
el momento no he sido capaz de quemarlo o arrojarlo a la basura. Antonia barrió
con todo lo suyo y parte de lo mío durante mi ausencia. Me dejó sin numerosos
libros amados y parte esencial de la música. Y sobre todo, sin la miserableza
de una nota debajo de la almohada. Una línea que sellara su destino y el mío: Volví a la Madre Patria. Es decir,
volvió a su hombre. ¿Dónde dejó mis cosas? ¿Con quién? Las aerolíneas limitan
cada vez más el peso del equipaje, y el exceso cuesta un ojo de la cara.
Revisando a fondo comprobé que no le interesó ninguna de mis fotografías. No
supe si sentirme ofendido o aliviado. La maldije una y otra vez porque me había
enamorado, deseé que la matara un rayo o la aplastara un tren, maldije al
desgraciado que ahora se la gozaba, aposté que no durarían más de tres meses y
hasta el sol de hoy siguen juntos y, según Celia, ya tienen un crío.
Lo que me pasa por
culipronto, dirán las amistades. Por pipiloco, dirán. Lo cierto es que a
Antonia Valverde le abrí las puertas de la casa sin darme cuenta, vencido por
su nadadito de perra. Pensé que no era mujer para rato sino para el rato, un
pelo, como dicen, nada más, un plato que se escarba mientras dura el gusto y
luego se aparta. Se olvida. Eso pensé, pero Antonia me quedó gustando. Me dejó
la sal de sus teticas en la punta de la lengua.
La conocí en la
exposición de Vicente Alcántara. Fascinado por el esplendor de sus piernas, no
recuerdo ninguna de las pinturas. En El
Gato Tuerto besé su boca, su cuello, sus senos. Se acordó de algo y salió
corriendo. Quise llamarla al otro día y no encontré el papel donde había
anotado su número. La busqué como quien no quiere la cosa, hasta que la vi
venir en bicicleta por la Avenida Jiménez, sudorosa, con los cabellos recogidos.
Sonrió y me preguntó si conocía Casa de
Piedra, en La Candelaria.
─Hay una furrusca esta
noche ─precisó.
La saqué de la fiesta y
nos refocilamos hasta el amanecer. No me molestó verla dormir en la mañana. Una
luz recién hecha se derramaba por sus cabellos. La complicidad de la sábana me
permitió contemplar la redondez de sus nalgas. Dios mío, qué pies tan bellos. Antonia
Valverde abrió los ojos, estiró los brazos, las piernas. “Ven”, dijo. La
penetré una vez más y luego preparé el desayuno.
Pensé
que no la vería más. La dejé ir. Desde la ventana, con el vaso de jugo de naranja
en la mano, la vi alejarse. Volteó la esquina sin mirar atrás. Y comencé a leer
una novela de Raymond Chandler. Era más o menos feliz en ese entonces. Leía a
Chandler y veía dos o tres mujeres. El dinero llegaba, de una u otra manera:
hacía fotos para dos o tres revistas, dos o tres clientes particulares, uno que
otro pervertido. Mi hija vivía bien, aunque lejos, me escribía de vez en
cuando, nos llamábamos en las fechas especiales.
Pero
algo quedó en el aire. Lo supe por la manera de abrazarnos cuando apareció de
repente, como a las nueve de la mañana de un martes luminoso.
─Creí
que no querías verme ─dijo Antonia.
Bebimos
café y nos enredamos desde las raíces hasta las hojas. Luego bebimos más café y
nos fumamos un tabaco. Vimos Besos y
balas, nuestra primera película, con una actriz mexicana que se le parecía.
Y ahí comenzó el asunto. Preparábamos café, hacíamos de todo y veíamos
películas, no siempre en este orden. Leíamos a Cavafis.
Una
noche de borrachera en Luna Negra
dijo que tenía el alma destrozada pero que la saliva de mis besos era buena
para remendar. Lo dijo riéndose y me mostró la herida. La antigua herida. Me
habló de su hermano mientras se mordisqueaba la uña del meñique izquierdo. La
tocaba de noche y lo quería todo. No le habían brotado los pelitos, según
precisó, ni sabía qué era lo que su hermano buscaba con tanta ansia, con esa
respiración pedregosa, pero estaba a punto de dárselo cuando lo mataron. “No
llegó a los veinte”, precisó Antonia. Lo mataron en un potrero, desnudo,
mientras montaba un caballo ajeno.
─Lo mató un policía que
no duró nada ─dijo─. Alexis tenía amigos que lo querían más de la cuenta.
Se arrodilló debajo de
la mesa y su arte me hizo ver el cielo.
─Llévame
a casa, Arciniegas ─dijo─. Tengo una idea.
En
el taxi se relamía.
─Dime
que ya te lo habían hecho ─dijo.
No
con tal maestría.
Se
relamía como una gata.
─Préñame
─dijo.
No
lo volvió a decir.
Cada vez venía a casa
con más frecuencia, con más ideas.
Y
cada vez se quedaba más días.
─No
me has tomado una sola foto ─reclamó.
Pasamos
varias tardes remediando el descuido. Cada vez se abría más. Hasta que se
despojó de todo y comenzó a tocarse para la cámara, hasta que se abrió de
piernas y sumergió los dedos.
─Me
vuelves loca ─decía.
Pero
era la magia de la cámara, dicha del fotógrafo. Luego, contemplando las fotos,
volvía a prenderse. Caía en una lujuria lenta, de nunca acabar. Andaba desnuda
por la casa, como si se hubiese olvidado para siempre de la ropa, y se dormía
en cualquier parte, con un libro sobre el vientre. Hasta Celia, mi ayudante, se
acostumbró a ver su cuca pelada y sus teticas de perra. Parecía que nos
hubiésemos comprado una gata.
Y
como tal, desaparecía sin explicaciones. Nunca se las exigí. No soy de los que
se excitan imaginando a su mujer en los brazos de otro. Ni uno de los que piden
detalles escabrosos de pasadas relaciones. Antonia no era una mujer celosa y
tampoco quise celarla. Nunca dijo nada de Celia. Nunca preguntó por otras
mujeres. Celia y yo tuvimos una sola noche de pasión. No recuerdo qué bebimos
ni qué fumamos. Pero después de eso, cuando viajábamos, siempre por razones de
trabajo, tomábamos una sola habitación y dormíamos como hermanitos. Nos
habíamos visto desnudos un montón de veces.
No
quería a Antonia con otro, por supuesto, aunque algo insinuó. Con otro y conmigo,
al mismo tiempo. ¿O sería otra broma, como la propuesta de preñarla?
La
gata se perdía y aparecía. Por si acaso, nunca cancelé las sucursales. Aunque
no me lo decía, Antonia ya era esencial e indispensable. Veía su cepillo de
dientes en la mañana, junto al mío, y me decía que al menos pasaría a
reclamarlo. Y siempre volvía, como si nada, como si no hubiese pasado más de
una hora.
Entonces
sucedió.
Encontré
por accidente un montón de dinero en su bolso. Buscaba un cortaúñas cuando
tropecé con los dólares. No eran míos. Sospecho, y en algunos casos podía
jurar, que me había robado: monedas, uno que otro libro, revistas, las
desgarradas rancheras de Chavela Vargas, los éxitos de Celia Cruz y los boleros
de María Luisa Landín, una botella de Coca-Cola antigua y una escultura de metal,
un insecto de metal con las alas abiertas, antiguo recuerdo de un viaje a
Caracas. Celia echó de menos un pintalabios. Me aguanté la curiosidad de los
dólares casi una semana.
─Son
de Leonardo ─dijo Antonia.
Ah,
sí, ¿pero cuál Leonardo?
─No
lo conoces.
Claro
que no lo conocía. Antonia ni siquiera lo había mencionado.
─Será
mejor que me vaya ─dijo, y comenzó a vestirse.
─Será
mejor ─dije.
Le
conté la sorpresa a Celia y casi se ríe en mi cara.
─El
hombre es su autor.
No
entendí la frase. O no quise entenderla. De pronto elegí no saber nada. Pero Celia
fue bastante cruel al precisar:
─Leonardo
Luna la tiene comiendo de su mano desde antes de conocerte, imbécil.
La
mandé a la mierda.
─Me
voy ─aceptó Celia─. Pero a quien debes mandar a la mierda es a otra. Me iba a tragar el chisme pero no me aguanto:
se la coge desde los catorce.
Al
día siguiente llamó para disculparse por llamarme imbécil.
─Puedes
llamarme como quieras pero no vuelvas a despertarme tan temprano.
─No
pude dormir, Arciniegas ─dijo Celia.
Todas
me llaman por el apellido.
─¿Entonces
cuándo vienes?
Aceptamos
por primera y única vez cubrir una pelea de perros. Sólo los perros. Los
clientes se mantuvieron distantes, casi hoscos, en la penumbra. Concluimos el
trabajo con la prisa de los ladrones. “La boca me sabe a sangre”, dijo Celia.
Luego fotografiamos una dama de grandes aspiraciones, cierta actriz de
renombre, casi otoñal, desnuda en su caballo. Sobre y debajo. Un regalito para
su novio argentino, un muchachito de veintidós años que la traía loca. Celia
registró centímetro a centímetro la luna de miel de dos amigas suyas y yo hice
retratos primorosos de los gatos de una dama millonaria y senil.
Recuperé
una antigua sucursal amorosa e inauguré otra, que cancelé a los cinco días por
motivos triviales. La ausencia de Antonia me hería, me escarbaba como un
cuchillo en la boca del estómago. Quería oír sus chillidos de gata, quería oír
sus frases: Quiero más, riégate, vente, lléname de semen. Compré un televisor
que no necesitaba y regalé unas camisas. Discutí en Luna Negra con un amigo muy querido.
─Estás
hecho un demonio ─dijo Celia─. Si Antonia no aparece, tendré que ir de rodillas
a ver al Señor de la Humildad.
─Voy
contigo.
Antonia
volvió tres semanas después, con otro peinado y las uñas recién pintadas.
Tiramos como nunca. Ronroneó tres días y luego dijo que se iba.
─Y
vuelves ─repliqué.
─No,
querido.
Quise
saber a dónde.
─A
España, la Madre Patria ─dijo.
─¿Con
Leonardo?
─Llego
a su casa.
No
hice más preguntas.
─Por
unos días, mientras me organizo.
Dejé
de escucharla. Sólo había venido a cancelar la cuenta de los polvos pendientes.
Era obvio que ya no me quería en su vida. Se fue. Pero no para siempre. Creo
que pasaron quince meses. Me quité el bigote. Quince o veinticuatro meses.
Volví a dejármelo. O novecientos catorce días.
Ya
estaba por quitarme el bigote otra vez cuando volví a verla, sola, muy delgada
y algo borracha en Luna Negra, y me
acerqué a saludarla.
─En
la misma ciudad ─dijo, citando una canción.
─Y
con la misma gente. ¿Cuándo llegaste?
─Hace
diez días ─precisó Antonia.
─¿No
pensabas llamarme?
─Pensaba
hacerlo, pero no creí que te gustaría.
─Conversar
no hace daño.
Conversamos.
Las cosas habían salido mal. Leonardo estaba preso. Había caído con unos
cuantos kilos de cocaína. O desvalijando la mansión de un viejo pervertido en
Madrid, con dos colombianos jóvenes y un peruano de apellido japonés. No
entendí bien debido al estruendo de la música y los efectos del Bacardí.
¿Primero cayó Leonardo y luego los socios? ¿O todos al mismo tiempo, en la
mansión del viejo? ¿La droga pertenecía al viejo? En todo caso, el hombre
estaba en la guandoca y Antonia se había quedado a la deriva. Estuvo a punto de
volverse loca en un cuarto de hotel, en Lisboa, donde un amante adinerado le
incumplió una cita. Pedí otra botella y Antonia siguió soltando la lengua. Me
contó con pelos y señales el primer viaje, con setenta bolsas de cocaína en la
barriga, setenta dedos, y casi se muere del susto. Una sola pelota que estalle
y la mula estira la pata. Le abren el vientre para extraerle la mercancía y la
abandonan en un potrero como animal de carroña. Para colmo de males, en Madrid
casi no puede expulsar la maldita carga.
─No
pensaba sino en la gallina de los huevos de oro ─dijo.
Volví
a reír.
A
reír con ganas.
Bailamos.
Volvimos
a tirar, volvimos al café y las películas. La lamí toda y seguí sediento. Mordí
sus nalgas, mordí sus teticas de perra, mordí sus labios. Esculqué con mi
lengua ansiosa todos sus agujeros. Le pedí que trajera sus cosas, pocas, por
cierto, y que viviéramos juntos de tiempo completo. Podría decirse que fuimos
felices. Celia, discreta, nos dejaba solos.
En
la calle la obligaba a caminar delante de mí para contemplar extasiado la
perfección del universo. Con esos jeans ajustados o esas falditas de fantasía.
En sandalias. Sin brasier. Y con esa cara de niña. Me sentía el lobo feroz.
No
me habló de Leonardo una sola vez.
Ni
de España.
Nunca
tuve el ojo para ver malas señales.
Una
noche desperté asustado y la sorprendí mirándome, sentada junto a la ventana,
desnuda. Me levanté y la traje a la cama. No dijo nada. No hice preguntas.
Le
compré el delantal en Paloquemao,
donde mercábamos los sábados. Lo vio y lo quiso.
─Soy
tu esclava ─explicó.
Apenas
volvimos a casa, se desnudó, se ató el delantal y preparó un arroz con
vegetales que sabía a cielo. Antonia era el mismo cielo. Bastaba soltarle el
delantal para corroborarlo.
Y
eso fue todo.
Lo
supe en Cartagena, a donde viajé con Celia el fin de semana a cubrir una boda
de ricos y famosos. Trabajamos duro y parejo el viernes: durante la ceremonia y
la parranda. Algo raro tienen los funerales y las bodas. La libido se dispara.
Parejas, no siempre mixtas, se aislaron para refocilarse en el jardín, en los
baños, en cualquier cuarto que se dejara violar. Un actor de telenovelas, galán
famoso, se divertía con dos muchachitos, y una periodista de la farándula
intentaba seducir a la mujer del viceministro de cultura. Si Celia y yo
fuésemos chantajistas, seríamos obscenamente millonarios.
Para la tarde del
sábado se había programado un paseo a una isla privada con las parejas de la
noche anterior, las deshechas y las recién hechas, con los tríos, con alguna
recién preñada, con uno que otro arrepentido, con la mujer del viceministro
toda untada de besos, con el actor marica y su novia oficial, una despampanante
modelo que empezó su carrera con un comercial en la tele, donde saltaba casi
desnuda en la punta de los pies sobre la arena caliente hasta alcanzar una
cerveza helada bajo una sombrilla de colores.
El domingo en la mañana
terminaríamos el trabajo con las fotos de las abuelas y las tías, y en la tarde
volaríamos de regreso.
El
sábado me levanté temprano, corrí las cortinas y contemplé las nubes, las
mismas que se apartaron para dar paso al avión que a esa hora llevaba a Miami a
los recién casados. Vacié las tarjetas en el portátil y eliminé las fotos
desenfocadas. Celia no había regresado cuando salí del hotel, con la cámara de
bolsillo. Entusiasmada con un bailarín negro, se me había perdido después de
medianoche. La imagen de los novios en el aire me hizo sonreír. Novios de
Chagall, retorcidos de dicha en el trance de un beso. En la tierra anidaba la
amargura. Noviembre había hecho estragos en la ciudad. Después de las fiestas,
que culminan con la elección de la mujer más bella del país, un viento
despiadado revolcó los barrios más miserables. Sucios y hambrientos, los pobres
se paseaban por las calles de los ricos. Un viejo sin dientes, en pantuflas,
repartía poemas y burbujas. Una negra esplendorosa de apenas dieciséis años
arrastraba de la mano a un italiano decrépito: un paisaje habitual en la
ciudad, paraíso de reinas y putas. Una loca con el vestido desgarrado huía del viento.
Una perra preñada lamía la llaga de un limosnero dormido. Me agaché a recoger
una moneda italiana. Una niña se me ofreció a cambio de un plato de comida. Le
tomé una foto, le di unos billetes y me alejé antes de que me cayera la policía,
acariciando la moneda como si fuese un amuleto. Sentí que el peligro, ladrón
invisible, me acechaba.
Recién
salida del baño, Celia se secaba los cabellos con una toalla blanca. Iba a
correr la cortina para que no la vieran desnuda cuando dijo:
─Van
a soltar al hombre.
Caí
en un pozo sin fondo.
─Leonardo
─precisé─. ¿Y por qué esperaste a que llegáramos acá para abrir el pico?
─Recién
lo supe, corazón, acaba de llamarme un pajarito.
─Creí
que le darían más años.
─Ignoro
los detalles, querido. Sólo sé que el hombre sale en unos días.
Vi
a Antonia, muerta de frío, esperando que abrieran las puertas del penal, y
sentí lástima. Le dejé las cámaras a Celia para que cubriera el paseo y todo lo
demás. Supliqué un cupo en el último vuelo del sábado. Hice apuestas con la
moneda. Si es cara, Antonia me espera para jurarme amor eterno. Si cae sello,
no la volveré a ver en el resto de la puta vida. Cara, me abraza desnuda.
Sello, una carta de despedida. Cara, sello. No llamé ni siquiera del
aeropuerto. La temblorosa llave no entraba en la rendija. El vigilante se
compadeció y vino a auxiliarme, y entré con pasos de ladrón. Olí como un perro
hambriento el rastro de Antonia en toda la casa. Ni cara ni sello: ni abrazo ni
carta. Encontré el delantal encima de la nevera.
Santiago
de Chile, 2005
Cinco muertas de amor
No hay comentarios:
Publicar un comentario