'Lo que fue presente
(Diarios 1985-2006)',
de Héctor Abad Faciolince
Fragmentos
22 de mayo de 1986, Turín
Nace mi hija en Turín mientras la nube de Chernóbil se cierne sobre Europa.
Ella no está hecha a imagen y semejanza de nadie. Llora pasito, como si fuera tímida. Respira pocos centímetros cúbicos de aire, come dos gotas, y eso le basta. Es una piedra preciosa perfectamente labrada, una miniatura. Al volver del hospital, a las cuatro de la mañana, vi, de repente, a mi izquierda, alta y furiosa, una luna metálica que me llamaba. El día había sido una sucesión de tempestades. Pero cuando nació, salió la luna, la serena luna.
Me asusta su fragilidad. Cabe en mi antebrazo, no es capaz de sostener la cabeza. Parece un boxeador en miniatura, después de un round perdido, con la nariz pegada a la cara, como si fuera plastilina. Las manos tienden al morado y a veces se estremecen. Llora con un gemido tan tenue como los ausentes quejidos de su madre. Las amo. Voy a volverme un papá atolondrado y no me importa nada. Mi vida propia, personal, ha perdido importancia y ha ganado alegría. El tiempo que pasaré mirándola debe contarse en años. Demasiado feliz para sentir el cansancio, demasiado descansado para no preocuparme. En medio de las nubes radiactivas vale la pena que nazcas. El rito se repite para que la alegría se perpetúe. Hija, hija, hija. Montaña, piedras, mar, árboles, luna.
21 de octubre de 1987
Rafael y Pacho Santos me recibieron en El Tiempo. Si me llevaron allá es porque había algo, pero después de conocerme dijeron que no. Que no hay ningún trabajo para mí en el periódico. Tampoco hay trabajo en el ministerio. El amigo de mi mamá, Gustavo Vasco, que es muy cercano a Barco, le había prometido que me buscarían algo, pero el ministro de Relaciones Exteriores, un militar, dijo que para mí no hay nada. Solo le faltó decir: no hay nada para el hijo de un comunista que ha criticado a los militares. Todo es una mierda. Que coman mierda. No poder trabajar como periodista en El Tiempo me pone mal; ya en El Colombiano una de las dueñas le había dicho a Clara, mi hermana, que las diferencias ideológicas conmigo eran tantas que resultaba imposible darme un trabajo allá. Requetemierda. Y el trabajo en El Mundo es esclavista, por lo mal que pagan; en todos los meses que trabajé allá no vi ni una sola vez al señor director. Y por no verlo a él, nunca, dejé de ver a mi hija, siempre. Por nada del mundo.
Solo Marta Botero de Leyva me trataba bien, y algunos compañeros de la redacción, en especial la redactora de deportes, Carmenza Palacio.
La coexistencia en un mismo momento histórico de dos ideas de justicia que pertenecen a situaciones históricas diferentes genera violencia. Para algunos grupos, en Colombia, las actuales condiciones del pueblo son difíciles pero no injustas. Su concepto de justicia es el mismo que se podía tener en Francia hace un siglo y medio. Para otros, no necesariamente para los pobres (para los que más gravemente padecen), las condiciones son completamente opuestas a lo que ellos consideran justo.
Así, hay dos violencias que están convencidas de estar luchando por la justicia. La idea de justicia se ha ido refinando, afortunadamente. Pero mientras la realidad se acerca más a la idea, va a correr mucha sangre. Unos para defender su justicia anacrónica, otros para instaurar su nuevo concepto de justicia, para encarnarlo.
1° de enero de 1988
¿Qué esperar del cambio de los años? El 87 fue de muerte. Pocas palabras escritas, tristeza y resentimiento acumulados. El grado, el regreso, la muerte, la marcia indietro. ¿Y ahora qué? He resuelto volverme italiano, renegar de mi pasado y de mi origen, perder la identidad, desarraigarme, no ser nadie, transformar en pasaporte mi sombra, diluir mis imprecisas fronteras corporales. Mis hermanas y mi mamá se quedaron muy tristes. Como otra muerte, llegó a decir Vicky, exagerando. Ahora están en La Inés. Al menos allá se sienten más seguras, y todas juntas. También Irene y Dani están allá. Pero yo no quiero estar allá, no puedo estar allá. Y quiero volverme italiano.
No sé si seré capaz, de qué seré capaz. No hay un fondo de mí lleno de nada, tal vez estoy vacío, inexorablemente. Soy un hueco coco, vacío, donde resuena el eco de un vacío sin voz, el eco de una sombra. Dentro de mí la más oscura oscuridad. Triste, negra, ciega. Me duele no poder ser el escritor que quise ser, es horrible postergar diariamente mi compromiso con las palabras. Esta rápida improvisación de ideas inconexas no vale la pena. Es un burladero en la mitad del ruedo, una forma de no enfrentar las astas.
Como y bebo mucho, ergo estoy inseguro. Cuando hay comida y bebida gratis, me cargo como un camello que debe atravesar el desierto. El futuro es un desierto. Tengo miedo, aquí también, no un miedo como el de allá, pero otro miedo. No a que me maten, sino a no poder sobrevivir. No se sabe cuándo encontraremos el próximo oasis, si lo hay. Pesadumbre, aridez, tal vez estoy fracasando como ser humano. Camino por un desierto sin dejar siquiera huellas. Había vuelto al paraíso familiar con el caletre cargado de proyectos. Matan a mi papá y a mí me dan patadas en el culo: ¡fuera de aquí, perro chandoso, fuera!
Cae la tarde del primer día del año y sé que esto no tiene la menor importancia. Al fondo se oyen los botes de un balón y las cancioncitas torpes de la televisión. El ruido de una hoja de periódico. Yo no vivo.
Me voy a dejar llevar por una historia de desgracias que describan el horror de mi país, que provoquen la náusea cotidiana de vivir allí.
24 de agosto de 1990
Hoy por la tarde nació el segundo hijo, mi último hijo, Simón.
Los partos de Irene son perfectos: indoloros, sin un gemido, solo cierto esfuerzo para empujar. No permite que le pongan anestesia, pues para ella no hay nada más natural que tener un hijo. Lo da a luz sencillamente. Luego, a los pocos minutos, otra vez de pie, andando. Si por ella fuera, nos iríamos ya para la casa. No se hincha, no se queja, no se tensiona, lo hace con una serenidad asombrosa: es la naturaleza que cumple con la mayor sencillez una de sus funciones. Siento por Irene, como madre, una especie de veneración sagrada en momentos así. Es la personificación de la maternidad sin el menor rechazo, sin la menor duda, con una naturalidad animal que indica un apego a la vida perfecto, sin atenuantes, sólido.
Asistí al nacimiento, que fue muy bonito. Vi cómo Simón ganaba el aire centímetro a centímetro. Estaba lívido al salir, morado claro, con el cordón envuelto en el cuello, pero lloró de inmediato, un grito que era como un triunfo y una angustia al mismo tiempo. Sentí una emoción primitiva, como el miedo ante un terremoto, como el respeto antiguo frente al mar, como el amanecer en el mar. Lo recibí como se recibe el regalo más frágil y delicado, que casi ni me atrevía a tocar porque se puede romper, el más grande tesoro del que seré responsable el resto de mi vida. Una piel más delicada y delgada que cáscara de huevo. Lo observé como se mira lo más propio, atónito de tener un niño así, tan lindo, tan perfecto. Si él no pidió venir al mundo, si nosotros lo trajimos a este mundo tremendo, es responsabilidad mía que este mundo no sea horrible para él. Tendré que hacer todo para que la vida sea una experiencia positiva, bonita, alegre para él. Simón, hijo, que el mundo no te sea hostil. Haré hasta lo imposible para que sea así.
Lo miré más despacio. Como la mayoría de los recién nacidos (los que no nacen por cesárea, por lo menos), tenía carita de boxeador, un poco aplastada, tumefacta. Después Irene me abrazó; nos abrazamos felices, incluso más unidos que cuando concebimos este niño. Ella me transmitía, como si tuviéramos dos venas conectadas, sus mismas emociones. Le entregué al niño y ella se lo puso contra el cuerpo; él inmediatamente dejó de llorar. Ella tenía unas perlitas de sudor en la frente y en la nariz, las únicas testigos de su esfuerzo. Dani estaba con mi mamá, en la casa, durmiendo o esperando. Lo volví a coger yo entre mis brazos, lo envolví bien en su sábana y él apenas sí se estremecía con esta nueva vida.
Lo quiero desde que lo vi y sé que voy a quererlo más y más, cada día más, hasta sentir el ahogo del amor. Mañana serán tres años del asesinato de mi papá. Por pocas horas me evité el sentimiento unheimlich, inquietante, de que naciera en la misma fecha. Creo, de todos modos, que con Simón se cierra una de mis experiencias vitales: la de padre. Daniela y Simón: estos son y serán mis hijos. Nunca pensé en tener o no tener hijos. Si lo hubiera pensado, no los hubiera tenido, porque pensándolo sé que no soy una persona madura para tener hijos. Le doy gracias a la irracionalidad de haberlos tenido sin pensar. Solo así se pueden tener hijos, como algo que pasa, como algo que viene con la naturaleza, sin pensarlo, sin decidirlo. Así fue siempre, hasta este tiempo raro de la ciencia, que todo lo cambió. Racionalmente uno nunca podría tener un hijo.
Un hijo es la felicidad irracional. Pero si los he tenido así, irresponsablemente, debo responder a esa irresponsabilidad con la responsabilidad más absoluta: tengo el deber de ayudarles incondicionalmente, siempre, hasta mi muerte, a ser felices, a no ser infelices, a que me perdonen por haberlos traído al mundo con Irene.
Es muy tarde, en el reloj y el calendario ya estamos a 25 de agosto, esa fecha tremenda. Espero poder hablar después más largamente de todas mis alegrías y temores con este hijo varón. Algo que sé con seguridad es que en casi nada quisiera que fuera como yo. Hijo mío, Simón, sé tú mismo e intenta nunca parecerte a mí. Te lo digo con amor y por amor.
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