Triunfo Arciniegas
La mujer presionó el timbre con firmeza, una sola vez, y casi de
inmediato la muchacha se asomó por la ventana del segundo piso.
─Diga.
─¿Elisa?
─Sí.
─Vengo a
hablar con usted ─dijo la mujer.
─¿Qué se le ofrece?
─Sobre Humberto ─dijo la mujer.
La muchacha cerró la ventana. La mujer pensó que no la vería más
aunque insistiera con el timbre durante el resto del día. Casi en seguida la
oyó descender las escaleras. O le pareció. Oyó que alguien giraba el seguro y
apretó el bolso contra su cuerpo. Y entonces la vio, desde los pies en
pantuflas hasta su cara morena, sus cabellos breves y negros, sus ojos grandes,
su boca grande, su nariz fina. Una belleza a pesar de la palidez del susto.
"Usted me disculpará la molestia", dijo la mujer. Cuando la muchacha
la invitó a seguir, la mujer apreció su cintura de avispa, su culito parado,
sus piernas brillantes. No esperaba menos: una pequeña y bien moldeada belleza.
Subieron las escaleras.
Atravesaron una sala que servía de comedor y cocina, y entraron a
un pequeño cuarto de estudiante. La mujer se identificó como la esposa de
Humberto.
─Lo adiviné al verla ─reconoció la muchacha─. Pero no sabía que
usted existía. Se lo juro, señora. Siéntese, por favor.
La mujer depositó el bolso en la mesa y se sentó en la única silla
del cuarto. Se había maquillado y vestido con esmero, sin exageraciones, se
había juzgado sin piedad frente al espejo. Más que digna quería verse hermosa,
aunque nada podía hacer una mujer de treinta y siete años contra el esplendor
de los diecinueve. No podía disimular el maltrato de los años, los bultos que
comenzaban a dibujarse bajo los ojos, la dureza de la boca. Supo que acudía al
campo de batalla con las armas desgastadas. La muchacha se preguntó con cierto
asombro por qué Humberto se había enamorado. Por supuesto, ignoraba que la
mujer fue bonita, loca y feliz, y que los años llegan atropellados y desmoronan
los sueños.
─La costumbre que tiene Humberto es esperar a que estén bien
enamoradas para decírselo.
─Decir qué ─dijo la muchacha.
─Que yo existo.
─¿Bien enamoradas?
─Sí. Aunque, de todas maneras, no existo. Soy invisible desde
niña. ¿Usted lo quiere?
La muchacha no respondió. En el cuarto apenas había espacio para
la silla y las piernas recogidas, una cama estrecha, un frágil escaparate para
la ropa limpia y una cesta de mimbre para la sucia. El televisor del tamaño de
una caja de bocadillos, junto al teléfono, la grabadora y la torre de música,
algunos libros, papeles, lápices, todo encima de la mesa que servía de
escritorio, planchadero y comedor. Afiches de cantantes y actores semidesnudos
en las paredes. Y un letrero: Sé feliz y no mires con quién.
─Soy Regina, reina sin trono, Regina Montes.
─Elisa Durazno.
─Lo sé. Lo sé todo. Casi todo.
─¿Café?
La mujer aceptó. Trató de grabar en su mente todos los objetos,
hasta que la muchacha regresó con el pocillo. Encima de la mesa, tres lápices
de madera gigantescos, con las sabidas frases de amor, adornaban un pocillo de
graciosas vacas negras. La mujer saboreó el café, amargo como sus días, y bebió
sin mirarla.
─¿Cuándo se conocieron?
─En marzo pero sólo me convenció hace tres meses. Ya sabrá de su
insistencia.
─Su lengua es peligrosa.
Ella, la muchacha, lo sabía muy bien. Casi se estremeció al
recordarlo. Su lengua. La mujer, por su parte, trató de precisar el tiempo, de
limitarlo, de disminuirlo, de menospreciarlo: noventa días. Suficientes, sin
embargo, para corromper a una tonta e inexperta muchachita. Ya estaría toda
encoñada, ya tragaría tierra por su hombre. Una espina le atravesó el corazón
al imaginarla con las piernas abiertas en la estrechez de la cama.
─Lo supe hace como una semana. La demora fue encontrar su casa. Sé
mucho de usted, Elisa Durazno. Hace tercer semestre de filosofía, lee en
francés, le gusta el teatro. Quiere viajar a Canadá. Sé que dejó un novio por
Humberto. Sé que es la hija mayor, que nació en Bogotá pero que vive en
Piedecuesta con sus padres y dos hermanos. ¿Su mamá se llama Teresa?
─¿Tienen hijos?
─Tres, sin contar el que perdí el año pasado. Todos suyos. Él sabe
con precisión el momento en que los concebimos.
─¿Enamoradas? ¿Han caído muchas?
─Usted no es la primera. ¿Sabía que tiene otra en Sacramento?
Hasta se parecen. Le traje unas fotos.
La mujer enseñó fotos de todas las épocas del hombre, con
distintas mujeres, a veces las mujeres solas, casi siempre ligeras de ropas.
─No traje las vulgares ─explicó la mujer─. Le gustan las cosas
raras. Una vez me empujó a una iglesia con el propósito de violarme en uno de
los confesionarios. No me pareció decente y le arañé la cara. Esa misma noche
se emborrachó y me pegó por primera vez. Cuídese, le digo. Puede que no le
pegue pero no tardará en compartirla con sus amigos. ¿A usted ya la fotografió?
─No sabía de su mala fama ─dijo la muchacha, y abrió la ventana─.
No sabía que fueran tantas.
Vieron una cometa engarzada desde agosto en los cables del
alumbrado público.
─A todas les promete una moto, pero a ninguna le cumple ─dijo la
mujer.
─¿Por qué no lo deja?
─Eso venía a pedirle ─dijo la mujer─. No le conviene. Tiene el
futuro por delante.
─¿A usted le conviene?
─Es mi marido. Ya estoy acostumbrada. Pasado mañana será otra.
─No debió molestarse entonces. Si pasado mañana será otra
significa que me dejará pronto. Déjelo usted, señora Regina. Usted es bonita.
Puede conseguirse a alguien.
─Soy mujer de un solo hombre, a la antigua, y una, como mujer,
tiene sus necesidades. Usted me entiende. Las muchachas de ahora cambian de
amante como de ropa: de un día para otro. En fin, quería que supiera algunas
cosas. No es ningún santo.
─Ninguno lo es. No he conocido muchos pero ninguno lo es, señora.
─Sólo quiere aprovecharse de usted.
─No quiero saber ─dijo la muchacha, enseñando las palmas de sus
manos─. Discúlpeme, pero no quiero oír más cosas.
─Está en su derecho. Con permiso.
─La acompaño a la puerta.
─Gracias.
No dijeron nada mientras descendían las escaleras.
─Olvidé el bolso ─dijo la mujer.
─Voy a traérselo.
─No se preocupe ─dijo la mujer y corrió escaleras arriba.
La muchacha fue tras ella y la encontró sentada en la cama,
chupándose un dedo.
─Me clavé una astilla de la mesa ─explicó.
─Déjeme ver.
La muchacha tomó el dedo de la mujer y presionó. Brotó una gota de
sangre, luminosa y perfecta. La mujer lamió su propio dedo y la otra pensó en
el cuerpo de Humberto. Padeció el ciego impulso de meter ese dedo en su propia
boca.
─Voy por una aguja.
Trajo una aguja del cuarto de Jade y extrajo la astilla. La
acarició entre las yemas del pulgar y el índice.
─Tan pequeña y todo el dolor que causa ─dijo la mujer.
─No quiero que sufra.
─No es su culpa.
La muchacha dejó caer la astilla en el pocillo de los lápices.
Abrió una caja de cartón repleta de marcadores, lápices de colores, frascos de
perfume vacíos que coleccionaba por sus formas raras, y separó la botella del
alcohol. Empapó un trozo de algodón y lo restregó en la herida. Por un momento,
a la luz de la ventana, entretenidas en la curación, se vieron como dos amigas,
como dos hermanas, carne de la misma carne y sangre de la misma sangre. La
muchacha le ofreció una servilleta.
─Séquese las lágrimas, señora.
La mujer se palpó el rostro con ambas manos y sólo entonces
descubrió las lágrimas. Aceptó la servilleta. Se recobró en seguida y dio las
gracias. La visita había concluido. Se levantó, tomó el bolso y abandonó el
cuarto. Parecía haberse olvidado del dedo cuando llegaron a la puerta.
─Que pase buen día ─dijo, con una sonrisa.
─Gracias. Lo mismo.
La muchacha cerró la puerta y subió corriendo las escaleras. Se
arrojó sobre la cama y maldijo su puta suerte. Lloró toda la mañana, hasta que
sonó el teléfono.
─Ya sabe quién soy ─dijo la esposa de Humberto─. Lo pensé mejor.
Se lo dejo. Se lo dejo para el resto de su vida. Se lo regalo.
Colgaron.
Entonces Jade abrió la puerta de la calle. La muchacha no
necesitaba asomarse a la ventana: sólo su amiga tenía otra llave. La puerta se
cerró de un golpe y Jade subió las escaleras de prisa. Se desbocó al cuarto de
Elisa, arrojó los libros sobre la mesa y soltó la noticia sin preámbulos:
─Mataron a Humberto. Ay, Elisa. Lo apuñalearon en El Danubio Azul.
Pamplona, 1996
Pamplona, 1996
Cinco muertas de amor
Triunfo Arciniegas / Altagracia
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