Triunfo Arciniegas
Ahora sé para qué hemos venido. Nadie, ni por su parte ni por la mía, sabe que estamos juntos en esta pequeña ciudad de piedra donde llueve desde hace tres días. Casi no salimos del hotel. En alguna pausa de la lluvia corremos al restaurante o al museo. Ya vimos todo lo que hay que ver y hemos decidido quedarnos hasta morir. Eso dijimos. Le pregunté cuánto nos quedaríamos en Pinar del Río. "Hasta morir", dijo. Entonces aún no sabía a qué vino conmigo esta mujer. A qué vine con esta mujer.
Ya no hay río.
No hay pinar.
Nos enredamos una y otra vez, cada vez que mi cuerpo se reanima, porque ella siempre está dispuesta, siempre se abre, alguna parte de su cuerpo se abre y entro y me revuelco y me derramo.
Veo la luna y la veo dormir.
No puedo dormir. Soy un vampiro. Asesiné el sueño.
La veo dormir con la boca abierta, y su cara pierde toda gracia y toda belleza. Nunca he podido precisar su edad: entre cuarenta y cincuenta. A veces la veo como una niña, a veces como una anciana. Habla de la antigüedad como si hubiese vivido en ella, repasando historias de brujas y orgías, reyes y cortesanas, como si hubiese dormido con los protagonistas. Si tuviese los ojos abiertos, vería el párpado caído. Si hubiese más luz contemplaría el tono morado de sus mejillas, la flacidez de la carne, ciertos bultos junto a las ventanas de la nariz, los surcos del cuello, el inocultable maltrato de las manos. Soy un gato, me acerco, la examino. Desarmada, sin su sonrisa. Sin los vaqueros que redondean la delicia del trasero. Le sirve la ropa de su hija, una preciosa adolescente que se pasea desnuda por mis sueños. La huelo, la husmeo, la respiro. Nunca he sabido su olor propio: nada en perfume. El mismo cuarto es un perfume. La gardenia que alguien le obsequió mientras me esperaba en el aeropuerto, toda pellizcada, pues la espera fue larga debido a que confundí la hora de su vuelo, apesta en el lavamanos.
Dormida, dice algo en otro idioma, se da vuelta. Enciendo un cigarro. Salgo al balcón, desnudo. Sólo nos vestimos para salir a comer. Traemos cosas, pan y vino, algunas frutas, para ahorrar salidas.
Estoy frente al jardín. Frente a un solar. Una selva en miniatura. Las plantas crecen a su antojo. O como si alguien las halara de los cabellos hacia el cielo. La luna les da ese toque mágico tan apreciado por los poetas. Al otro lado, después de un corredor, después de unas escaleras, después de una puerta de madera muy antigua, muy pesada, está la plaza de piedra que aún huele a sangre. En un solo día, hace siglo y medio, fusilaron a treinta hombres.
Es como una luna de miel. No es de miel la luna que me baña en el balcón. Nos odiamos. Nos hurgamos sin lástima, nos recorremos con la lengua untada de un rencor áspero que nos corta la respiración. La exaspero, la hiero, la descontrolo. Me golpea en el pecho y llora. Le hablo de mujeres, muchísimas mujeres, de sus perversiones, uso y abuso de la colección de frases de amor que conservo en la cabeza. La dejo llorar y luego la acaricio con fastidio y la consuelo. Todo es mentira, mi amor, sólo te amo a ti. La penetro una y otra vez. "Hazme lo que quieras", dice. Vuelve a dormir.
¿Con quién se divierte mientras duerme?
Es una puta mientras duerme. Se despierta feliz, se relame, me sonríe, y siempre pienso que sonríe a otro.
Nadie la sabe conmigo. En realidad es la mujer de otro desde hace varios años. Para él, que ignora nuestra relación, viajó a la finca de su amiga. Ni siquiera su amiga la sabe conmigo. Ni su hija.
No tengo celos de ese hombre. Es como su padre, y con la edad suficiente para serlo: la vigila, la cuida, la mantiene para mí. Es más que un padre, porque un padre puede burlarse fácilmente, un padre no se mete a la cama. En cambio, este hombre la posee y la mantiene ansiosa, incluso cuando la posee la mantiene para mí.
No debo preocuparme. Nadie conoce mi paradero. A veces es como si no existiera. Ni siquiera ella sabe dónde vivo. Voy de hotel en hotel, de ciudad en ciudad, de oficio en oficio. Me basta con recoger dos pantalones y unas camisas en una bolsa de lona que ato a la parrilla, enciendo la motocicleta y entro a otra vida, la misma pero con otros rostros, otras víctimas. Así voy. La llamo y concretamos una cita. Guardo la motocicleta porque detesta que el viento la despeine, y tres o cuatro días de hotel, interrumpidos por algunas películas y una noche de baile, nos sacian y aburren. Quedamos sin ganas, pero dos o tres meses después la vuelvo a llamar. Así por más o menos tres años, desde cuando la sorprendí en El Ojo de Vidrio con una novela de Alberto Moravia y, fascinado por la perfección de sus pies, me las ingenié para saber su teléfono. La acosé un par de días, bebimos unos rones, la revolqué en una pensión barata y se me rindió sin condiciones para siempre. Tres, cuatro años, no lo sé bien. Además de que confundo las historias, no celebro aniversarios.
He perdido la cuenta. Diciembre. Una vez más. El pozo pestilente de un diciembre, que en otros desata la locura y en mí sólo el hastío. Es martes o miércoles. Hora de volver. "Hasta morir", no creo que lo haya dicho en serio, en el sentido literal, digo. Jugando me acaballé sobre ella y la cubrí con la almohada un largo rato el primer día. Al retirarla, vi el terror en sus ojos, oí su asombro: "Querías matarme". Jugaba entonces. Pero ahora sé que volveré solo a la ciudad, recogeré la motocicleta del garaje y abandonaré este sórdido capítulo de semen y lágrimas. Siempre me pregunté si sería capaz. Siempre me pregunté qué se sentiría, y aún no lo sé. Me llevaré sus ropas para arrojarlas o quemarlas por el camino, y su dinero, por supuesto. Encontrarán el cuerpo frío y sin documentos, no sabrán su nombre ni sus señas. Ahora entiendo la imagen que me ha perseguido durante años: una mujer desnuda en una cama de hotel, las veinte uñas recién pintadas, el pubis rasurado y los pezones mordidos, sin documentos de identidad. Son falsos todos los datos registrados en la recepción del hotel, requisito indispensable para salvar su honor. Casi no me han visto, casi nadie nos ha visto, tampoco importaría. Cerraré con sigilo la puerta del cuarto del fondo del segundo piso de esta casa antigua, pasaré como un fantasma frente a todas las puertas cerradas y, después de las escaleras, frente a un recepcionista adormilado, disimulando el equipaje, saldré a la madrugada de la plaza de piedra y tomaré el primer autobús.
Aún se percibe el olor de la sangre entre las piedras.
El viento arrastra el polvo del desierto hasta la plaza.
En el patio del hotel, según se dice, una mujer cosió a tiros a un hombre tendido en una hamaca. Su fantasma todavía fuma entre los naranjos. La brasa del tabaco se confunde con las luciérnagas.
De niño me enviaban por sangre al matadero municipal. "Ve por el pichón", decía mi madre. Aún me persigue el ojo desorbitado de la bestia recién acuchillada, maniatada, tendida sobre el piso mojado. La sangre, espumosa y brillante, se coagulaba con prontitud en la jarra. Una vez cocida, mi madre la mezclaba con el arroz, y comíamos nuestro manjar de pobres en silencio, casi siempre sin papá, que bebía hasta caer rendido en alguna cantina.
Se quedó mirando un niño que jugaba al trompo en la plaza durante una de las escasas pausas de la lluvia y dijo:
–Así soy: un trompo en tus manos.
La miro con rabia una vez más, tendida, descuidada. Arrojo la colilla y cierro la puerta que da al balcón. Me tiendo a su lado, la acaricio despacio, despacio, hasta su garganta, mientras ronronea. Ahora sé para qué hemos venido.
Bogotá, 1992.
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