AMÉLIE NOTHOMB ED ALCOCK |
Amélie Nothomb
Provocadora, excéntrica y creadora de un mundo entre poético y descarnado, es una de las voces más originales de la literatura en francés. En su nueva novela explora el potencial peligro que encierra toda relación de amistad.
Alex Vicente
5 DE ABRIL DE 2016
SU biografía asegura que Amélie Nothomb nació en Kobe, ciudad portuaria al sur de Japón, allá por 1967. Los anales de la nobleza belga, sin embargo, dan otra versión: lo habría hecho un año antes en Etterbeek, privilegiado barrio de Bruselas, con el nombre de Fabienne-Claire. La escritora no aclarará qué versión es la correcta, tal vez porque es la suma de ambas la que da fe de su desarraigo existencial. El oficio de su padre, diplomático que desciende de una familia aristócrata que desempeñó un papel fundamental en la independencia de Bélgica, hizo que creciera en Estados Unidos, China, Birmania o Bangladés. Al volver a Europa a los 17 años, tras superar una anorexia que casi acabó con su vida, Nothomb se puso a escribir para intentar entender de qué va todo esto. No ha parado. “Solo dejé de escribir un domingo por la mañana. Fue el peor día de mi vida”.
Personaje excéntrico y sobreactuado en sus intervenciones mediáticas, Nothomb se revela como una mujer tímida y extremadamente cordial en la intimidad del pequeño despacho que ocupa en su editorial francesa, pegada al cementerio parisiense de Montparnasse. Allí pasa algunas mañanas respondiendo a sus hordas de lectores. En su nueva novela, Pétronille (Anagrama), regresa a su relación de amistad con una temperamental novelista de menor éxito que ella. Le sirve para reformular su tema predilecto: la relación de poder que comporta todo vínculo entre humanos unidos por una extraña interdependencia. “Necesitamos al otro, pero a la vez es nuestro peor enemigo”, confirma Nothomb. Además, el 22 de abril llega a los cines Romance en Tokio, la adaptación de su novela Ni de Eva ni de Adán.
¿Entiende a los japoneses que experimentan el llamado síndrome de París, ese trastorno psicológico que viven al llegar a la capital francesa y descubrir que no tiene nada que ver con la ciudad que imaginaron en sueños? Les entiendo perfectamente. En Europa, las relaciones humanas están marcadas por una violencia y una brutalidad casi inexistentes en Japón. Es algo presente en todo el continente, pero que se acentúa especialmente en París. A mí también me sigue contrariando mucho, pese a llevar tantos años viviendo en Francia.
En Pétronille realiza, casi por primera vez, un retrato crítico de la sociedad parisiense, a la que describe como ferozmente cruel y clasista. Siendo una escritora extranjera, este es el primer libro que dedico a estudiar a los indígenas. Comparto mi vida sentimental con un francés, pero todavía no he entendido del todo la naturaleza de los autóctonos. El personaje de Pétronille es un excelente ejemplo del carácter francés, de esa Francia impertinente y contestataria, heredera de Raymond Queneau. Y a la vez este es también un país enormemente clasista, mientras que en Japón la clase social ya casi no existe o, por lo menos, nadie habla de eso ni le atribuye ninguna importancia. En París sucede todo lo contrario. En el mundo literario, sin ir más lejos, existe un esnobismo sin igual.
Retomando una frase del libro, ¿por qué no ha adquirido usted “las peores costumbres de la gente de letras”? Paradójicamente, diría que tener éxito siendo tan joven e insegura me protegió. Tuve que tomar una decisión allá por 1992: ¿quieres convertirte en un personaje odioso o seguir siendo una buena chica? La segunda opción me pareció más razonable. Desde entonces, he intentado estar a la altura. Entre mis lectores hay gente de todo tipo, incluidos auténticos imbéciles, pero yo nunca he rechazado a nadie.
ED ALCOCK
En esta novela, como en todas las precedentes, describe un problema común: encontrar la distancia adecuada respecto al otro. Ese es el gran drama de mi existencia. Cada persona a la que uno conoce supone un nuevo problema político, porque obliga a redefinir las reglas de la guerra. Durante mucho tiempo dejé que los demás me invadieran, que ocuparan todo mi espacio. Un día entendí que debía aprender a poner límites, y me costó, porque partía de la nada. Durante mi larga adolescencia no tuve a nadie a mi alrededor. Tuve que aprender a fijar esas fronteras siendo bastante mayor, sin tener experiencia alguna.
Se pasa medio libro sorbiendo copas de champán. ¿Por qué le fascina tanto? ¿Qué tiene el champán que no tengan el resto de bebidas alcohólicas? El champán es como mi alma gemela. He probado todas las sustancias que existen, ya sean legales o ilegales, y he llegado a la conclusión de que el champán es mi favorita. Beber un buen champán con la persona adecuada es uno de los grandes placeres que existen en la vida. Beberlo con un mal compañero es, al contrario, como alcanzar la tierra prometida de la mano de tu peor enemigo.
Para usted, ¿beber con moderación es un sinsentido? La moderación es otro de los grandes problemas de mi vida. ¿Cómo se ama a alguien con moderación, cómo se escribe con moderación? No es algo que se me dé bien. Solo bebo con moderación cuando me obligan, igual que sucede con el resto de actividades.
Compara las relaciones entre humanos con la guerra. Ya sabe que la suelen tildar de misántropa. ¿Qué hay de cierto en ello? No sé cómo se puede pensar eso. Es una acusación que me deja estupefacta. Al revés, diría que no existe un mayor amigo de la especie humana que yo. Eso sí, amar a alguien no impide ser lúcido y detectar que hay muchas cosas que no funcionan. Pero eso no es sinónimo de misantropía. Diría que soy una filántropa en toda regla.
Pero usted vive mientras los demás duermen. ¿No es una variante de la misantropía? No, es solo por pura lucidez. Si me levanto tan temprano es porque solo logro escribir entre las cuatro y las ocho de la mañana. Escribir es un ejercicio muy difícil, que supone autoimponerse reglas casi inhumanas. Lo he intentado todo, pero ese es el único momento del día que funciona. Mi sistema es el mismo desde hace años: me siento durante esas cuatro horas y consigo concluir entre tres y cuatro libros al año, de los que me quedo con el mejor. El resto nunca verá la luz.
“Ni tengo hijos ni los quiero”, ha dicho en repetidas ocasiones. ¿Para no perpetuar nuestra especie? El instinto reproductor se tiene o no se tiene. Yo siempre he tenido un instinto no reproductor especialmente marcado. Pero no es odio a nuestra especie, sino casi un acto de amor. Lo que supondría un acto de odio sería reproducirme a mí misma… [risas].
Escribe en el libro que la literatura es un ejercicio peligroso, aunque no pueda evitar practicarlo. ¿Qué riesgos corre al hacerlo? Escribir me parece una verdadera imprudencia. Creo que la escritura invoca al destino, porque todo lo que escribo se acaba cumpliendo. Por ejemplo, en Ácido sulfúrico describí un programa de telerrealidad que transcurría en un campo de concentración. Me acabo de enterar de que existe algo parecido en la televisión checa. Lo mismo sucede con mis historias de amor: le juro que las he vivido todas a posteriori, tras relatarlas en mis libros. Tal vez tenga poderes adivinatorios…
¿Comparte esa frase de Pessoa que sostenía que escribir era una forma “de sentir menos”? Es una cita magnífica, pero en mi caso sucede todo lo contrario. Escribir es una forma de sentir las cosas de una manera más fuerte. Cuando escribo, río y lloro como si lo estuviera viviendo de verdad.
Dice que tardó mucho en entender que en realidad era belga. ¿A qué se refiere? Me costó muchos años comprender que, pese a haber crecido en Japón, mi personalidad correspondía a lo típicamente belga: un desmán absoluto, una torpeza fundamental, una confusión identitaria muy pronunciada o una hospitalidad excesiva, lo que explica que el país se haya convertido en un foco de terrorismo. Hizo falta que llegara la crisis de 2008, cuando estuvo a punto de partirse en dos, para que yo entendiera hasta qué punto me importaba Bélgica. Hoy el país no va especialmente bien, pero por lo menos sobrevive. Me reconozco mucho en eso.
Bélgica marca tendencia: hoy es España la que sigue sin Gobierno a la vista. Usted, que conoce el tema de cerca, ¿qué ventajas le encuentra a un país sin Ejecutivo? Diría que ninguna, salvo que supone una prueba suprema sobre el civismo de un país. Bélgica superó con creces ese examen, mientras que Francia nunca lo habría conseguido… Y España, ¿cree que aprobará?
Pues no sé yo… Usted no se expresa nunca sobre la actualidad política. ¿Es para no molestar a nadie en esa base de lectores tan variopinta? Una vez más, diría que es mi lado japonés. Cuando los parisienses hablan de política con la elocuencia y la agresividad de las que son capaces, me suele entrar el pánico. En cualquier conversación, los japoneses se sienten aterrorizados ante la posibilidad de incomodar al otro a causa de la diferencia de opiniones. Suelen preferir el silencio, lo que no significa que no tengan una opinión. A mí me pasa lo mismo.
Existe una excepción: en 2009 escribió una especie de carta de amor a Barack Obama en The New York Times. Mi idea fue compararlo con Nicolas Sarkozy, que nunca fue santo de mi devoción. Su eventual regreso me deja atónita y dudo mucho que tenga lugar. Hollande tampoco me despierta un gran entusiasmo, pero por lo menos es un hombre normal, que ya es mucho. No entiendo por qué Obama ha decepcionado tanto. Sé que la reforma de la cobertura médica no lo es todo, pero fue una batalla tan inmensa en Estados Unidos que ya me parece mucho. Solo me preocupa que, gane quien gane en noviembre, corremos el riesgo de volver a empezar de cero.
¿Incluso si gana Hillary Clinton? Ya veremos qué sucede. Clinton me seduce mucho menos que Obama, por ser más belicista y más clásica. Claro, me parece estupendo que sea una mujer, pero me temo que con eso no basta. Prefiero a Bernie Sanders, aunque sé que no ganará.
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¿Se construyó a sí misma en oposición a su familia, heredera de la derecha católica belga? No exactamente. Descubrí la existencia de ese clan a los 17 años, al volver de Japón para estudiar en la Universidad Libre de Bruselas. Es decir, la universidad izquierdista. Cuando observé la consternación de los profesores al saber cómo me llamaba, entendí lo que significaba apellidarse Nothomb. Entonces sí hubo cierta rebelión contra el clan familiar, pero diría que mi identidad ya estaba bastante solidificada.
No sé si sabe que existen varias tesis doctorales sobre la relación entre su literatura y el psicoanálisis. ¿Se ha psicoanalizado usted alguna vez? Sí, y fue una experiencia desoladora. Fui a un psicoanalista durante seis años, para acabar dándome cuenta de que soy una persona incurable. En mi caso, hay demasiado trabajo.
Ha declarado varias veces que uno “nunca se recupera de la adolescencia”. ¿Qué quiere decir con eso? Conozco a poca gente para la que fuera un camino apacible. La mía fue particularmente atroz, pero todo el mundo debe de decir lo mismo. A los 15 años no me preguntaba qué sería de mayor, sino simplemente si lograría vivir. Pesaba 32 kilos. En mi caso fue la anorexia [que relató en Biografía del hambre], pero cada uno carga con su propio sufrimiento.
Otra frase suya: “Sin escribir, me habría suicidado o convertido en terrorista”. Con lo de terrorista me pasé un poco, pero sí podría haberme convertido en terrorista contra mí misma. El peligro sigue ahí: cuando paso mucho tiempo sola, esa angustia vuelve a aparecer. Para luchar contra ella me he impuesto la tiranía de la escritura. No tengo una teoría política para nuestra sociedad, pero en mi caso en particular solo funciona ese régimen totalitario.
¿Cómo reaccionó cuando se enteró de que Amedy Coulibaly, el terrorista del supermercado judío de París, tenía uno de sus libros en su biblioteca? Con mucha sangre fría. Pese a mi tendencia a sentirme culpable ante toda circunstancia, esa vez supe evitarlo. Estoy convencida de que Coulibaly es un cretino absoluto y no entiendo que haya quien defienda lo contrario. Si damos por hecho que leyó mi libro, lo que no tengo claro, estoy segura de que no entendió nada. Si se me lee como es debido, uno no se convierte en terrorista.
Otro de los rasgos que la definen es el pudor, incluso cuando escribe novelas autobiográficas. ¿Cómo logra preservarlo en una época que nos empuja hacia la transparencia total? Me niego a utilizar ordenador, móvil y redes sociales pese a convivir con un geek. Hemos acordado que esa es su vida extraconyugal y que no quiero saber nada de ella. Si tuviera esos objetos, sé que me acabaría convirtiendo en una esclava, como casi todo el mundo que los utiliza.
¿Le entristece seguir siendo persona non grata en Japón, donde su libro Estupor y temblores provocó un escándalo por su retrato vitriólico de esa sociedad? La situación ha cambiado mucho desde 2011. Después de la catástrofe de Fukushima escribí un librito para las víctimas. No lo hice de manera estratégica, pero desde entonces tienen mejor imagen de mí. La verdad es que me tranquilizó, aunque creo que nunca dije nada que fuera denigrante ni fui injusta con la sociedad japonesa. No es un libro que lamente haber escrito.
Karl Ove Knausgård, el autor de la saga Mi lucha, donde relata su vida en seis volúmenes llenos de detalles que ofendieron a su familia, dice lo mismo que usted: “No me gusta haber dañado a los demás, pero tampoco puedo decir que lo sienta”. Para un escritor, ¿su libro pasa siempre por encima de todo? Yo no llegaría tan lejos como Knausgård, aunque no por eso lo esté juzgando. Podría decir muchas cosas sobre mi familia, pero sé que nunca lo haré. Es verdad que la calidad de una obra lo justifica todo, pero yo tengo un límite en mi interior: respetar a la gente a la que quiero.
Ha afirmado que si siempre le gustó leer fue porque le permitía “dar con esa profundidad que solo experimentamos cuando estamos solos”. ¿Por eso hay gente que no lee, por miedo a esa soledad? Algo de eso debe de haber, pero yo creo que no han encontrado el libro adecuado. Es igual que esa gente que encadena encuentros de una sola noche porque nunca han conocido el verdadero amor.
Y usted, ¿ya no tiene miedo a volver a estar sola? [Largo silencio] ¿Le importa si, por esta vez, no le respondo?
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