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ucas Malerba, estudiante universitario y destacado atleta,
encontró la mano mutilada cubierta de moscas en el bosque de sus ejercicios
sexuales la tarde del 13 de noviembre de 1997. Por supuesto, no era la primera
vez que recorría el bosque con la amiga de turno. Lo conocía a profundidad,
casi árbol por árbol, hasta los rincones más secretos, donde no llegaba la
curiosidad de los niños que burlaban la escuela, e incluso lo había recorrido alguna
noche desnudo y sin extraviarse, y pretendía el mismo conocimiento con la hija
del doctor Malaver. Habían bailado un par de veces en El Decamerón, habían visto televisión hasta tarde en la casa del
doctor y apenas se habían tocado. La muchacha se quedaba dormida en el sofá de
un momento a otro, a veces en la mitad de una frase. Lucas Malerba le quitaba
los zapatos y se retiraba antes de que su padre terminara el turno en el hospital.
Las películas de Tom Hanks la hacían llorar. Schwarzenegger, Stallone y otros
machos de la pantalla, en cambio, le provocaban náuseas. Y se moría de risa
cada vez que Meg Ryan simulaba ese fantástico orgasmo en la cafetería, frente
al desamparado Billy Cristal. "Las parejas que atraviesan el bosque de la
mano, quedan encantadas", dijo Lucas medio en broma, medio en serio. Ella
le ofreció la mano y él la guió hacia uno de esos lugares secretos. Acababan de
recostarse en la hierba, con un tabaco de marihuana, cuando descubrieron la
mano mutilada entre los tréboles. La hija del doctor Malaver se desmayó y Lucas
tuvo ante sí dos tareas: despertar a la muchacha y entregar la mano a la
policía. Por suerte no la habían destrozado los perros ni la habían devorado
las hormigas. De pronto, Lucas supo que la mano podía esperar y ni siquiera
espantó las moscas. La mano no tenía prisa alguna: ningún saludo pendiente,
ningún adiós, ninguna partida de naipes. Una mano de hombre con una uña
pintada. Lucas fumó el tabaco despacio, regocijado, hasta quemarse los dedos,
como dándole tiempo a la muchacha para que despertara por su propia cuenta.
¿Cuántos cuerpos había tocado esa mano, cuántos billetes, cuántas copas de
vino? ¿Cuántos sexos húmedos, cuántas lágrimas, cuántos pies tibios? Y ahora,
sólo una mano muerta, un desperdicio. Después de la última chupada y excitado
por el lujurioso pasado de la mano, Lucas acarició el rostro de la bella
durmiente, se atrevió a besarla, le separó los labios con la lengua y hasta la
consagró con un trébol en la frente. "Soy un sapo, mi reina de
tréboles", dijo con voz ronca. "Vas a desencantarme." Bajó a su
cuello y, una vez abierto el cierre de la chaqueta, a sus senos. Mordisqueó los
pezones dormidos y luego recorrió con la lengua un vientre pálido, suave y
salado, y se extasió ante la profundidad del ombligo. Citó un verso de Neruda:
"Soy más pequeño que un insecto". Estrechándose, aplanándose, la
araña de su mano penetró en el más bello y profundo de los bosques, de breves,
suaves y bien pulidos árboles, y exploró la fuente de los deseos. “El virgo es
para el marido”, había dicho la hija del doctor Malaver en repetidas ocasiones,
pero siempre riéndose, como si ya lo hubiese entregado a varios maridos. Con la
garganta seca, Lucas Malerba deslizó el pantalón y los calzones por debajo de
las nalgas mientras la muchacha realizaba un movimiento cómplice. Lucas
descubrió y separó los muslos, y luego la hizo suya. Alguien gritó en la lejanía,
al otro lado de los árboles, tal vez llamando a una vaca. La muchacha despertó
toda empapada, gritando de pasión, y exigió la repetición de los hechos. En
fin, llevaron la mano a la estación envuelta en un pañuelo, y un policía con
cara de palo registró la información. "¿Qué hacían ustedes en el
bosque?", preguntó el policía. "Caminar", dijo la muchacha. A
pregunta idiota, respuesta ídem. Después de la penosa diligencia, se detuvieron
en una heladería y, cuando Lucas quiso saber si se había desmayado de verdad,
ella dijo con cierto placer: "¿Estás desencantado, lobo feroz?" Lamió
con regocijo el helado de chocolate y añadió: "¿Para qué llevan las niñas
al bosque?"
2
Mientras la
policía local adelantaba exhaustivas
investigaciones, la mano sin dueño fue depositada en un frasco de alcohol.
Alguien la fotografió a escondidas. La historia de la mano, cada vez más
disparatada, hechizó a los lectores de la página roja de El Norteño durante tres días. El nombre de la hija del doctor
Malaver fue sabiamente escamoteado mientras la mala reputación del atleta
corrió a mil por hora pero no en su contra. Las muchachas lo buscaban para que
les contara con pelos y señales la historia de la mano y se excitaban como
locas en el sitio del hallazgo. "¿Qué hacen las niñas con una mano en el
bosque?", bromeaban. Sobra decir que el dueño de la mano nunca fue
encontrado y el misterio de la uña pintada se conservó para siempre. Mucho
tiempo después un teniente borracho cambió el alcohol por ron. La mano se
descompuso y fue arrojada a la basura.
3
La hija del
doctor Malaver prefirió gritar en otros lugares: una pensión, el apartamento de
un amigo, un auto. Su vientre se hinchó de tantos gritos. Lucas Malerba, con
razón, no se hizo responsable. últimamente
la muchacha gritaba con quien fuera y donde fuera. Hasta se dijo que entretuvo
con su lengua a dos negros debajo de una mesa en el bar de Osiris. Cosas así se
murmuraban en las paredes y, con dibujos demasiado explícitos, en los baños
públicos. Alguien le oyó a la hija del doctor Malaver la historia de una mano
peluda que la asustaba por las noches. La pobre amanecía con los pelos en la
boca. Escupía, vomitaba, maldecía. En su honor se compuso una canción obscena
sobre los placeres de la mano. El doctor Malaver hizo borrar de las paredes los
letreros que la hicieron famosa y la envió de vacaciones a Cartagena, donde su
ansiedad no encontró alivio. Según se supo, diversas manos la enloquecieron.
Después del parto, la encontraron desnuda en la playa, con su dedo pulgar en la
boca. No recordaba ni su propio nombre.
4
¿Lobo feroz?
Lucas Malerba se había sentido en el bosque como un sapo encantado, como un insecto,
como una araña tal vez, pero nunca como un lobo. Olvidó sin dificultad a la
hija del doctor Malaver con una estudiante de matemáticas que lo acompañaba
acezante por el bosque de sus ejercicios. Si se rezagaba, la veía como una
oveja a punto de perder su lana, y si se adelantaba, como una perra en celo,
mientras él sólo era otro de los tristes animales del deseo.
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