martes, 29 de diciembre de 2020

Brenda Navarro / Una primera novela deslumbrante




Los 50 mejores libros de 2020Brenda Navarro: una primera novela deslumbrante

‘Casas vacías’ es un libro que difícilmente se olvida: contiene páginas de exacta y altísima literatura


Carlos Pardo
31 de enero de 2020

Con Casas vacías, su primera novela, Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) se coloca a una altura difícil de alcanzar. También por la intensidad de la trama: una mujer pierde a su hijo mientras este jugaba en el parque; otra mujer roba a un niño en un parque. La novela la articulan los monólogos, entre el delirio y la lucidez, de estas dos mujeres. Una estructura simétrica que nunca suena impostada. Antes bien, el juego a dos voces se lee como la única forma posible, un desvelamiento no sólo de una intriga, sino del desamparo profundo de los personajes. Porque Navarro calcula bien los elementos de los que puede prescindir para que el relato mantenga la desnudez: por ejemplo, de los nombres de las protagonistas.



Ambas son experimentos fallidos en un mundo donde “sólo los imbéciles esbozan una vida”: la “llorona”, la “embarazada”, la “víctima”… Antes que unos impuestos roles de lo femenino, ellas son heridas abiertas, dos cuerpos vacíos. De ahí que a los ojos de una de las protagonistas, la mujer perfecta es la mujer muerta: su cuñada, asesinada por su marido, “tan buena, tan tierna, tan la mejor madre”. En cambio, ella es culpable: de haber perdido a su hijo y de atentar contra su cordura para “sentirse viva, humana de verdad”.

Para la otra protagonista, la raptora, una mujer es una inalcanzable proyección masculina.“Soy de esas mujeres que prefieren estar con un hombre aunque no las quieran”, comienza, y esboza un prodigioso autorretrato que deja entrever múltiples lecturas (sociales, familiares, íntimas); páginas de exacta y altísima literatura.

Casas vacías también habla de la profunda inhumanidad del autodominio, del instinto de supervivencia, del paso de víctima a victimario. No se conforma con una visión abstracta de la violencia patriarcal, sino que realiza un agudo estudio de las luchas de poder, de la vulnerabilidad y la responsabilidad personal. Y, de nuevo, del desamparo.

A las dos voces principales hay que sumarles unos exactos personajes secundarios: las parejas, Fran y Rafael, la niña Nagore, las suegras, abuelas… Personajes nítidos pero que mantienen la opacidad (incluso la opacidad para sí mismos) de las personas reales. También el niño robado, cuyo autismo puede leerse como una cierta alegoría, un fetiche de una proyección de las dos protagonistas, pero sigue siendo exactamente un niño. Porque en Casas vacías cada relación es el accidentado camino de las dos narradoras para completar su identidad, una suerte de detonante entre lo imprevisible y lo irreversible.

A este sentido de la fatalidad contribuye un detalle que puede parecer menor: el uso de unos tiempos narrativos en pasado, una alternancia de pretéritos imperfectos e indefinidos. Un escritor con menos pericia se habría sentido cómodo acercándose al presente narrativo, pero esta ubicación en un tiempo remoto y clausurado subraya la imposibilidad de las protagonistas, carga sus confesiones de un cierto determinismo con aire clásico. Es como si hablaran dos muertas, porque “los muertos somos los que buscamos. Ellos [los desaparecidos] siempre seguirán vivos”.

Casas vacías es más que una primera novela deslumbrante. Es un libro que difícilmente se olvida.

EL PAÍS


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