jueves, 31 de diciembre de 2020

Rachel Cusk / Autorretrato con dinosaurios

 


Rachel Cusk

Autorretrato con dinosaurios

    Por la noche me despertaba con frecuencia el ruido procedente de la carretera y entonces permanecía despierta durante horas, incapaz de conciliar el sueño. El ruido, un extraño jolgorio tenebroso y ebrio, solía empezar mucho después de que cerraran los bares, si bien en las profundidades de la noche nunca sabía qué hora era con exactitud. Sencillamente, me despertaba el sonido de gruñidos y gritos sobrenaturales que no parecían pertenecer ni a la realidad ni a los sueños, sino a un ámbito intermedio. Tal vez se tratara de voces masculinas, tal vez femeninas, resultaba casi imposible adivinarlo. Aquel ruido procedía de una esfera no propiamente humana. Los monólogos, largos e imperfectos, de dicción clara y carentes de sentido a un tiempo, daban la impresión de nombrar algo imposible de especificar, parecían querer describir lo que sería indescriptible a la luz del día.
    A menudo, aquellos gruñidos demoníacos duraban tanto rato que se antojaba imposible que procedieran de personas vivas paseando por la acera. Era el sonido de las almas perdidas, de criaturas primitivas aullando en las profundidades de la tierra. Sin embargo, nunca me levantaba para echar un vistazo; el ruido era tan irreal que no me sentía del todo despierta hasta que cesaba. Y entonces me quedaba tumbada, embargada por una sensación de inseguridad, como si el mundo fuera una atracción de feria enloquecida de la que mi cama pudiera desprenderse y salir despedida en cualquier instante. Los gruñidos, la oscuridad y la rotación indiferente de la tierra me permitían vislumbrar, aunque no comprender, retazos de espacio, de nada. Todo aquello duraba una hora, dos, o tres, no lo sabía. Las horas eran vacuas y estancas, repletas de información gris, despachadas una tras otra.
    Y luego aparecía otro sonido, tenue al principio, una suerte de murmullo o zumbido constante e infatigable. Al cabo de un rato llenaba la habitación con su cadencia monótona. Era el ruido del tráfico. La gente iba en coche al trabajo. Más tarde, un dedo de luz macilenta se insinuaba entre las cortinas. Cuando era niña, la noche me parecía inmensa como un océano, profunda y estática. Remabas por ella hora tras hora, y a veces te perdías tanto en el tiempo y la oscuridad que creías que nunca llegarías a encontrar la mañana. Ahora no era más que un vacío que se llenaba de actividad humana como los vertederos se llenan de objetos desechados. Un espacio vacío en el que el mundo superpoblado extendía sus márgenes, su exceso.
    Por aquel entonces vivíamos en Bristol, y nunca lograba desterrar de mi mente el pasado esclavista de la ciudad, si bien en el barrio de clase media de Clifton su brutalidad era ante todo semántica, apenas un atisbo entre las boutiques y las tiendas de sofás de Whiteladies Road y Blackboys Hill. Pese a ello, parecía empapar la mampostería, las baldosas. Había oído decir con frecuencia que las hermosas terrazas estilo rey Jorge de Clifton habían permanecido descuidadas durante muchos años y amenazadas de derribo, y que en aquel lugar numerosos estudiantes y artistas habían vivido encantados en condiciones rayanas en la miseria. Pero aquello formaba parte del pasado; en la actualidad, las residencias de los propietarios de esclavos habían recobrado su esplendor y resultaban inaccesibles, las calles aparecían flanqueadas por salones de belleza y coches caros, los jardines de fieltro verde de las escuelas privadas bullían de hijos de millonarios procedentes de China, Estados Unidos y Japón. Los agentes de la propiedad inmobiliaria de Clifton mostraban la altivez orgullosa de los cortesanos, mientras que la ciudad sofocada por la contaminación se extendía a sus pies, con su centro bombardeado, sus guetos, sus kilómetros y kilómetros de viviendas extrañas y empobrecidas, su ambiente incómodo entre el caos y una división meticulosa e inexorable.
    Una parte de la dureza de aquel pasado imperial pervivía en las personas a las que veía y con las que conversaba a diario. Hombres, mujeres y niños consideraban intolerable este tipo de sensibilidad. Nada los fastidiaba más que la conciencia liberal, a menos que se denunciara una manifiesta injusticia. Esa actitud era el fundamento de su abierta intolerancia y del sentido del humor asociado a ella. No se trataba de personas frías ni antipáticas; al contrario. Pero su filosofía erigía un edificio de una asombrosa falta de delicadeza entre los esbeltos pórticos y columnas, entre los antiguos parques y pabellones, entre las rotondas secretas y los fastuosos e intrincados interiores que configuraban su hábitat. Era una filosofía compuesta de dos bloques primitivos: el principio de que todo el mundo debía preocuparse de lo que tenía y la convicción de que lo más importante eran las cosas buenas de la vida.
    Aquella filosofía de miras tan estrechas precisaba de un Dios para cobrar textura…, y, de hecho, las iglesias de Clifton constituían un negocio muy próspero, tanto en la importación como en la exportación. A menudo me topaba con indicios de caridad cristiana que bien podrían haber salido de una novela victoriana, tan ajenos parecían al concepto de la democracia social, y por todas partes me asediaban anuncios del curso Alpha evangélico, que gracias a una iniciativa dirigida a quienes han perdido el rumbo en la vida, gozaban de gran popularidad en Clifton. Aquellos anuncios adquirían un formato algo sorprendente. Un día pasé delante de uno y me vi impelida a detenerme y examinarlo con más atención. Era la fotografía de un hombre vestido de escalador, de pie bajo el sol en la cima de una montaña. Me sorprendió y casi ofendió el pie, en el que se leía: «¿Acaso hay algo más en la vida?». Yo no sabía a ciencia cierta si había algo más ni si debía haber algo más. Pero aun así me lo planteaba. Aquella frase surtió un profundo efecto en mí, si bien no el que perseguía el anuncio. Cada vez que pensaba en ella me sentía arrastrada hacia el umbral de una revelación, un descubrimiento tan inmenso que resultaba difícil abarcar toda su extensión.

    Abajo, en la ciudad, el río turgente serpentea entre las orillas grises de lodo. El cañón del río Avon se alza escarpado a ambos lados, surcado por una calle muy concurrida. El rugido del tráfico resuena a lo largo de toda la brecha, subiendo y girando como un vórtice. Hace mucho tiempo aquí vivían mamuts, osos y extraños dinosaurios nadadores de pico puntiagudo y ojos muy juntos. En las proximidades del cañón se ve una pancarta con dibujos de aquellas criaturas, así como una línea temporal recta como una regla. Recorre el paleolítico, el neolítico y el jurásico, varias eras glaciales pintadas de azul. Al final aparece el muñón de la humanidad, más pequeño que una punta de flecha en la larga vara del tiempo. Nadie sabe hacia dónde se dirige. La línea se detiene: el futuro está vacío.
    Cada día salgo de casa a la misma hora para llevar a mis hijas a la escuela. Tienen cinco y seis años. Ambas llevan uniforme azul marino, así como una cartera escolar de nailon del mismo color. Esos objetos las identifican, al igual que en sus cuentos los romanos se identifican por sus togas, y los victorianos, por sus polisones y sus chisteras. Son niñas modernas; pertenecen a su momento histórico, que las aúpa en su inmensa ola impersonal. De vez en cuando confeccionan una toga con una sábana o se disfrazan con el atuendo arrugado de india norteamericana que yace con los demás disfraces en el baúl de su habitación. A la luz mortecina de un invierno inglés en una ciudad de provincias inglesa, las formas de otras épocas se insinúan con vaguedad, como montañas en la niebla. Pero nada de eso entorpece el paso de la flecha, que avanza implacable hacia el vacío infinitamente repetitivo. Van a la escuela y vuelven; van y vuelven, van y vuelven. Les gusta hacerlo, si bien conservan cierta neutralidad, como si les hubieran prometido una explicación y estuviesen esperándola pacientemente.
    En su nombre alimento la más profunda repulsión hacia el anuncio divino y su insolente pregunta. Si tienen que existir las mentiras, que no se refieran al valor de la vida, pues no todo el mundo se ha cansado de ella. Que no denigren el mundo, ya que hay quienes todavía no han tenido la oportunidad de verlo.


    En Nochevieja vamos a una fiesta en Dartmoor. Por la mañana despierto en un dormitorio desconocido y contemplo por la ventana el páramo bajo un manto de lluvia. Las colinas borrosas aparecen desoladas. Parecen extenderse inmensas, hacia un infinito informe. Después del desayuno, las mujeres se sientan en los sofás para charlar. Sus hijos entran y salen a la carrera. A veces, las mujeres alargan el brazo y cazan a alguno para abrazar su cuerpo inquieto y acariciarle el cabello fino y brillante. Sus formas femeninas son quietas y esculturales; si bien se retuercen, los niños se alegran de verse retenidos por algo tan firme. Las mujeres son refugio y altar, ofrecen y exigen a un tiempo. Han accedido a permanecer inmóviles; son los niños quienes eligen entre la seguridad y el riesgo. Es importante que elijan bien. No deben aferrarse a sus madres ni tampoco olvidar pasar nadando cerca de ellas, lo bastante cerca para que los puedan atrapar.
    Miro por la ventana. Tengo la sensación de que podría adentrarme en el paisaje de colinas grises y no detenerme jamás, caminar y caminar sin llegar a encontrar nada que llamar por su nombre.


    Con el tiempo decidimos marcharnos de Clifton y mudarnos a otra parte. Nuestros amigos lamentaban que nos fuéramos. No creían que pudiéramos encontrar un lugar que nos gustara más, pues a sus ojos era evidente que estábamos enfermos de inquietud y de un amor por lo desconocido que consideraban una especie de maldición, como las maldiciones en la mitología que destierran a la gente de sus hogares en busca de algo que tal vez nunca pueda hallarse, pues el verdadero castigo es la búsqueda en sí misma. Sin embargo, yo era víctima de un terror muy íntimo, el miedo a conocer algo en su totalidad. Buscar no me asustaba; era el hecho de encontrar, de conocer, de alcanzar el final del conocimiento, lo que me causaba pavor.
    Debíamos irnos y nos iríamos. Pero ¿adónde? En las novelas que leía, la gente siempre se marchaba a Italia de un día para otro a fin de pasar las estaciones menos propicias de la vida en un entorno cálido y culto. Era el remedio para todo: el amor, la decepción, la estupidez, abstrusas dolencias pulmonares… Y tal vez también para el desencanto, para la claustrofobia y el aburrimiento. Y para el ansia que parecía roer los mismísimos ligamentos de mi alma, cuya causa se me escapaba al igual que los medios para aplacarla.
    Decidimos irnos a Italia, aunque no para siempre. Tres meses, una estación, era el pedazo de futuro más grande que estábamos dispuestos a contemplar. Tal vez regresáramos a Inglaterra; tal vez no. Pusimos la casa en venta y sacamos a las niñas de la escuela. Al menos sabíamos que a este lugar no volveríamos.


    El barco que nos llevará a Francia zarpa de Newhaven, a una hora de la casa de mis suegros. La casa está en el campo. Fuera, el pueblo yace en un silencio taciturno. Las colinas son negras y, de vez en cuando, el mugido de una vaca surge de la oscuridad. Aún es noche cerrada cuando nos levantamos. Tinieblas de abril. Húmedas, sugerentes, vagamente esperanzadoras. Son las cuatro y media, el primer golpe de cincel en el monolito de nuestros viajes es esta incisión en la noche, y la noche se resiste. La abrimos a la fuerza, arrancamos a las niñas de sus camas, nos tambaleamos con la lengua pastosa y la cara pálida.
    Mi suegra ha preparado el desayuno. Se mueve por la planta baja envuelta en su bata, completamente despabilada y pulcra. Emana un intenso aire de disponibilidad, como una funcionaria mítica a tiempo parcial, una trabajadora nocturna, o uno de esos personajes de Shakespeare que solo aparecen en la primera y la última escena. Su gran perro dorado de semblante sombrío le pisa los talones. Ha preparado gachas y panecillos. La cocina huele a pan fresco. Hay mermelada para acompañar los panecillos. El perro suspira, da media vuelta, se tumba formando una bola de pelaje dorado sobre las baldosas rojas junto al fuego. A mi suegra le gustaría venir con nosotros. Pero ahora mismo está tan anclada a su entorno como nunca lo hemos estado nosotros. Jamás he conocido un lugar tan hogareño como esta habitación. Nos imagino arrastrando la cocina tras nosotros, con el perro, la mesa de roble y el sempiterno cazo de las gachas, por las llanuras hasta Florencia y Siena.
    Las dos niñas se sientan a la mesa y comen con las mochilas a la espalda. No hablan de lo que dejan atrás; lo desconocido las tiene demasiado fascinadas. El último día de clase, sus compañeros les entregaron postales, fotografías y un regalo a cada una. Al ver aquellos objetos se les llenaron los ojos de lágrimas de emoción. Nunca habían tenido en sus manos cosas tan definitivas. Todavía no sabían que iban a necesitar recuerdos. Nunca habían tenido en sus manos objetos que tuvieran esta finalidad. Ahora se despiden efusivamente del perro. ¿Creen que volverán a verlo algún día? No lo sé. El futuro todavía es un concepto incesante para ellas, algo que surge del vacío en olas sucesivas que acaban arrastrándolas de forma inesperada hacia orillas conocidas. Por lo que a ellas respecta, tal vez vuelvan a verlo en Italia, paseando por una calle de Roma moviendo el rabo, y sin duda estarían más contentas que sorprendidas si eso llegara a suceder.
    Recorremos el trayecto de una hora por Sussex Downs hasta Newhaven. Durante un rato persiste la oscuridad, pero por fin acaba desgajándose despacio de la tierra. Se aleja misteriosa y lo deja todo bañado en una desnuda luz azul. A esta luz, Inglaterra parece un bebé dormido, algo nuevo y puro, con sus suaves colinas, sus campos aletargados y teñidos de azul, los árboles lejanos como nubecillas inertes. Llegamos a la carretera principal, pasamos junto a Brighton, un rutilante torrente de piedras preciosas que desciende por las colinas hasta el mar pálido, luego junto a Lewes y más adelante de nuevo campos en la sinuosa carretera que conduce a Newhaven, como si viajáramos por un cuadro. No es la primera vez que tengo esta sensación, una pintoresca carretera sin destino. Posee una cualidad abstraída, onírica, una especie de inocencia desarmante frente al impulso de la partida. Provoca un sentimiento de amor por algo ya perdido, algo que tal vez ya ha dejado de existir.
    Por fin la luz se decanta por el habitual gris monótono de un amanecer de abril en la costa meridional. Nos abrimos paso hasta el puerto, pasando por delante de la pequeña fábrica de Parker Pen, por la minúscula estación de tren, hasta llegar a la zona portuaria, cuyos flancos escarpados y cubiertos de hierba parecen sometidos a una intervención quirúrgica, con sus excavadoras, sus montañas de bloques de cemento y sus urbanizaciones inacabadas que parecen haber sido ocupadas y abandonadas aun antes de estar construidas del todo. Al doblar una curva divisamos el barco. Sus chimeneas monolíticas sobre el fondo del puerto diminuto y mugriento escupen columnas de humo negro. Algunos coches esperan bajo el borroso cielo gris, así como varios camiones, enormes bestias surgidas de la noche con su conductor solitario. Aún no ha empezado la temporada de vacaciones. La gente está en el trabajo; los niños han vuelto a la escuela. Miramos los demás coches a través de las ventanillas. En el maletero llevamos ropa, libros, una guitarra, una caja de juguetes, raquetas de tenis, un termo, un voluminoso diccionario de italiano, acuarelas y un estuche de cuero para el backgammon. Los demás dan la impresión de no llevar nada. Miran por el parabrisas, los asientos traseros vacíos. En ocasiones vislumbramos una almohada con una desvaída funda estampada sobre la bandeja de un maletero, como si el único deseo que pudieran concebir fuera pararse y dormir durante una hora o dos. Avanzamos despacio. Me siento como si estuviéramos atrapados en un último instante de compresión, como semillas encerradas en un puño justo antes de que este se abra y las esparza a los cuatro vientos, como si nuestra obligación de seguir vinculados a los demás agotara sus últimos segundos de existencia. La piel de la nacionalidad es la única que nos queda por mudar. Avanzamos despacio a la opaca luz gris que ahora se extiende sobre el mar. Cuando nos llega el turno mostramos los pasaportes. Nos despedimos de la agente en su garita y recorremos el embarcadero de hormigón hasta donde el barco espera dando sacudidas sobre el agua, escupiendo humo sin cesar, con los portones abiertos y dejando al descubierto sus entrañas, entre sus costillas los tripulantes embutidos en monos blancos, como moradores de un sueño extraño, nos hacen señas para que subamos a bordo.


    Arriba, el barco huele a alubias guisadas y comida frita. El olor me recuerda otros viajes. Se alza ante la orilla como una barrera olfativa cuyo paso requiere autorización. El comedor todavía no ha abierto, pero ante las ventanillas cerradas ya se ha formado una cola. Nos dirigimos hacia la proa para sentarnos en el gélido salón con revestimiento de madera falsa y conjuntos de asientos tapizados de gris y clavados al suelo. Apenas nos damos cuenta de que el barco empieza a moverse. La tierra se aleja en silencio al otro lado de las ventanas. El agua azul grisácea chapotea sin furia ante el barco. Algunas gaviotas lo sobrevuelan unos instantes y después regresan a la orilla.
    En el primer momento, las niñas están excitadas. Corretean por el barco medio vacío, junto a personas sentadas en silencio, leyendo el periódico o abriendo paquetes de comida, personas que sostienen conversaciones animadas a pesar de lo temprano que es, personas que ya duermen a pierna suelta entre maletas, abrigos y chaquetas. Atribuyen a cada grupo un grado de interés al pasar una y otra vez por delante de ellos. Les lanzan miradas como los pescadores lanzan la caña. Les dan una oportunidad, una abertura. Comprendo que, para ellas, este es el misterio de la vida, el modo en que el desarrollo de los acontecimientos los conforma. Rodean de puntillas el bar cerrado, cuyas máquinas expendedoras palpitan en la penumbra. Nos ponen al corriente de los acontecimientos del comedor, que para su satisfacción ha abierto por fin, si bien eso no modifica de forma significativa sus circunstancias. Durante un rato se apostan en un rincón del salón, donde los miembros de una familia, pálidos, blandos, corpulentos y vestidos de negro, se pasan galletas, bolsas de patatas y un botellín de limonada incolora. A todas luces, las niñas consideran que ese intercambio les permite albergar alguna esperanza. Permanecen en el aura crujiente y aletargada de esa familia mientras la madre las mira sin expresión alguna. Finalmente regresan a nuestra mesa y se sientan. Han quemado todos los cartuchos y vuelven con las manos vacías. Tras descubrir que el barco no brinda oportunidad alguna, quieren saber cuándo llegaremos.
    
Estoy estudiando verbos y expresiones italianas. Llevo un cuadernillo donde lo anoto todo. Faccio, fai, fa, facciamo, fate, fanno. Todavía no he pronunciado ninguna de estas palabras; son una especie de ajuar, el cajón lleno de ropa blanca de una virgen. Me gusta conservarlas en su estado inmaculado y no alcanzo a imaginar a qué conversaciones están destinadas. Vengo, vieni, viene,veniamo, venite,vengono. También llevo un libro de texto titulado Contatti! En él aparecen de forma reiterada varios personajes, hombres italianos consagrados a la costumbre nacional de comer y beber, jóvenes italianas muy serias que piden indicaciones para llegar a lugares emblemáticos, e incluso un matrimonio inglés llamado Robinson. El manual está lleno de situaciones humanas forzadas y reconfortantes a un tiempo, como si fuera un tamiz lingüístico que hubiera filtrado toda impureza e incertidumbre. La signora llega con sus hijas. Los estudiantes norteamericanos trabajan mucho. ¿Dormiste mal en Capodanno?
    Se me ocurre que Contatti! tiene algo del libro de Debrett sobre etiqueta social por su insistencia en emplear las formas correctas de expresión pese a la aleatoriedad del devenir humano. Pero más acentuado aún es el ambiente atemporal que recorre sus páginas, de un limbo estático en el que Tony y Mario siempre piden el café adecuado a cada hora del día, en el que Marcella, atrapada en su bucle de eternidad, está parada en una esquina de Verona, preguntando a Fabrizio cómo llegar a la estación. En Contatti!, la gente es amable y solícita, pero al mismo tiempo indiferente a la pasión y al fracaso. No gritan, no lloran ni aman, no intentan disuadir a Peter y Mary Robinson de su deseo de comprarse una casa en la campiña italiana. L’agenzia può fissare una visita al mattino. Los Robinson parecen tener numerosos amigos italianos para ser una aburrida pareja inglesa de clase media. Salen en casi cada capítulo, comiendo con los Paciano en su piso de Roma, tomando unas copas con sus viejos amigos Roberto y Carla, ocasiones en las que Peter no para de hablar de su casa di campagna mientras Mary repite como un reloj el inoportuno comentario de que los italianos no beben ni mucho menos tanto alcohol como los ingleses. Puesto que estamos en Contatti!, nadie les dice que se callen. È vero, responde Carla solemne, beviamo molto poco. Pero su tedio encierra algo tranquilizador, casi instructivo, porque, asombrosamente, Contatti! no proporciona traducción para casi ninguna de las frases que pronuncio a diario. Me he acostumbrado a emplear interpelaciones e imperativos bruscos en la expresión oral, si bien estoy segura de que antes no lo hacía. Los refinamientos verbales no aparecen hasta los últimos capítulos de Contatti!, a los que con toda probabilidad jamás llegaré. (De hecho, la perspectiva de tener que ceñirme a enunciados sencillos, deseos directos y formas verbales correctas constituye un alivio.)
    El ferry emite un zumbido en su esfera de nubes grises y agua. Es tan inmenso que en sí mismo contiene la sensación del viaje. Encerrados y envueltos en el aire acondicionado, tenemos la sensación de que no nos movemos. El buque no se inclina ni se balancea, no se oyen crujidos de madera, el viento no nos azota el rostro, el agua no nos salpica, no hace falta que hagamos nada para seguir avanzando hacia nuestro destino. Tan solo nos queda esperar a que una cosa devenga en otra. La vasta nada gris se desliza al otro lado de las ventanas. Me invade la extraña sensación de que los demás pasajeros me resultan familiares. El hombre del cabello peinado hacia atrás y la camisa de cuadros que lee The Times, la mujer de la chaqueta Barbour con el rostro marchito de una damisela de Memling, la corpulenta ninfa del Rin que resuelve sudokus con los labios fruncidos en torno al bolígrafo y de vez en cuando escudriña el aire con los ojos entornados… Sin duda los he visto antes. Una y otra vez miro un rostro, un peinado o incluso una prenda de ropa y experimento una sensación de reconocimiento que casi me activa los nervios de diferentes partes del cuerpo. Pero en lugar de tomar forma, la sensación remite y pervive. El recuerdo no acude, como el recuerdo de ciertos sueños que al despertar parecían tan implacablemente vívidos se abren paso hacia el olvido, como un tren saliendo de la estación y alejándose despacio hasta confundirse con las vías.
    Sin embargo, no me sorprendería si una de estas personas se me acercara para hablarme de un pasado compartido, por lejano y tangencial que sea. En Contatti!, Roberto cuenta al camarero que conoce a los Robinson desde hace muchos años. Ci conosciamo da molti anni. Peter Robinson añade que aspiran a comprarse una casa di campagna. Hay una mesilla redonda fijada al suelo frente a mi asiento. Apoyo la cabeza en ella y duermo un rato. Es un sueño abigarrado y gris, inmerso en el zumbido del ferry y en la misma sensación de familiaridad que, ahora que tengo los ojos cerrados y no puede aferrarse a nada, me invade en oleadas desacompasadas hasta que la percepción del lugar donde me encuentro y de lo que estoy haciendo se disuelve y se funde en un inmenso mar gris sobre el que tan solo flotan unos cuantos verbos italianos. Cuando me despierto, la costa septentrional de Francia forma una rocosa costra beige en el horizonte. Una estridente voz femenina emana del altavoz para advertirnos del cierre inminente del comedor. Esos avisos no nos conciernen; pronto abandonaremos el barco. Pugnamos por desprendernos de su hechizo entumecedor. Las niñas guardan los rotuladores en las mochilas y nos instan a que nos pongamos las chaquetas. Salimos a cubierta. Los acantilados de Dieppe se abalanzan sobre nosotros y el viento remolinea en un ciclón enloquecido en torno a la proa respingona, confiriendo a nuestros cabellos formas inauditas y tirándonos de la ropa. El melancólico cielo de Dieppe es de un gris muy oscuro, y sus rocas color arena parecen quebradizas y efímeras. Da la sensación de ser un lugar que se olvidaría a sí mismo si pudiera. Al cabo de un rato entramos de nuevo y nos encaminamos a popa, donde la gente forma largas colas migratorias mientras una chica ataviada con uniforme blanco recoge platos sucios de las mesas y la voz de la megafonía se despide de nosotros deseándonos una feliz continuación del viaje.

    La carretera que sale de Dieppe es muy sinuosa, curvas y más curvas entre campos verdes y vacíos en una deriva metódica como un vals de geriátrico en una pista de baile desierta. Retazos urbanizados sobre las colinas que dominan el puerto se recortan contra un cielo del color del hierro fundido. Supermercados y almacenes nuevos, carreteras en construcción, edificios modernos en medio de aparcamientos vacíos, una hilera doble de farolas gigantescas que se pierden misteriosamente en un campo. Desde lejos, el espectáculo inarmónico de esas obras de creación, en el que ningún objeto se relaciona con otro, le otorga un aspecto introvertido, de alienación casi humana, como una multitud de desconocidos atrapados en un momento aleatorio por una cámara de seguridad. Pasamos ante un edificio que parece un dibujo infantil de un chalet suizo, un edificio que recuerda una caja de cartón y otro semejante a una atracción de parque infantil pintada en los colores primarios. Pasamos delante de Gemo, Mr. Bricolage y Decathlon. Pasamos ante un edificio bajo con aspecto de rancho en medio de una tundra de asfalto llamado Buffalo Grill, con un par de gigantescos cuernos de vaca de plástico blanco fijados al tejado. El indicador de temperatura del coche marca doce grados. El cielo parece henchido y magullado. Damos tres vueltas a una rotonda en un intento de identificar la carretera de Ruán. De la rotonda surgen grupos de caléndulas plantados en hileras perfectas que recuerdan un cementerio. Me pregunto qué habrá sido del sentido humano de la belleza, por qué habrá desaparecido tan brusca y rápidamente, por qué nuestra especie ha llegado a desvincularse tanto de la tierra. A una hora de Dieppe se oye un grito procedente del asiento trasero. Surcamos un paisaje rural verde y sombrío, prados salpicados de vacas charolesas blancas, campos llanos y anodinos aplastados bajo el cielo plomizo, estrechos senderos que serpentean hasta perderse de vista como frases inacabadas. Las niñas han observado que el termómetro marca ahora dos grados más. Al cabo de una hora, al otro lado de Ruán, vuelven a gritar.
    En los asientos delanteros hablamos de nombres. Mi marido se ha hartado del suyo. A sus cuarenta y un años, le gustaría cambiárselo. Es un deseo inusual, pero no me sorprende. De pequeño lo enviaron a un internado, donde su nombre era algo evidente en cada calcetín, cada libro, cada cepillo de dientes, en el conejo de peluche que abrazó con gran fuerza durante muchos años hasta dejarlo aplastado, en la maleta metálica que arrastraba por el andén junto al tren, en los trofeos bruñidos obtenidos por equipos ya inexistentes, en relojes, plumas y pañuelos, en toallas amarillentas con sus monogramas. Tiene una antigua jarra bautismal de plata con sus iniciales grabadas, ACC, y hay retratos de sus antepasados, clérigos ceñudos, colgados de las paredes en casa de sus padres. Es casi como si su nombre, tan concreto e imborrable, lo precediera en todo cuanto hacía, de modo que se sentía atrapado para siempre por una obligación. No acabo de comprender lo que él experimenta, tan solo sé que es lo opuesto de lo que siente un artista cuando firma su nombre en un lienzo. Es lo contrario de la autoafirmación. Cuando era niña, mi nombre me resultaba extraño, abstracto, como un símbolo matemático cuya función representativa siguió constituyendo un misterio aun cuando me acostumbré a él. Solo cuando empecé a escribir libros y firmarlos con mi nombre comprendí su finalidad asociativa. Aun así, un artista tal vez prefiera un nombre menos vinculado a su alma mortal. Los artistas del Renacimiento a menudo poseían nombres así: Veronese («el hombre de Verona»), il Tintoretto («el hijo del tintorero»), il Perugino («el hombre de Perugia»). Hace algunos años, ACC abandonó su profesión y eliminó su nombre del membrete de su empresa y del libro mayor de las buenas obras. Empezó a hacer fotos, retratos de personas cuyos nombres plasma completos. Son personas desconocidas, si bien a cierto nivel (expedientes policiales, archivos penitenciarios, bases de datos de la Seguridad Social) aparecen con tanta frecuencia y de un modo tan imborrable como el de ACC. Eso explica parte de la atracción que ejercen sobre él. Pero ahora quiere un nombre nuevo para denominarse a sí mismo cuando mira a través del objetivo. Le sugiero As, o incluso El As. Me parece de lo más apropiado. Venga, lo insto, ¿por qué no te lo cambias?
    Ahora nos dirigimos a París, una enorme araña glamurosa sentada en su tela en medio del mapa. La carretera está mucho más transitada. Se ven coches viejos y parsimoniosos cuyos intermitentes nos guiñan el ojo, enormes cochazos relucientes con aspecto de ogro y lunas tintadas, automóviles diminutos y destartalados cuyos tubos de escape despiden frenéticas columnas de humo, coches que arrastran caravanas voluminosas. Hay camionetas, camiones y furgonetas de toda índole y condición, todos ellos haciendo sonar el claxon. Las niñas juegan a simpáticos y antipáticos asomadas a las ventanillas. Saludan y sonríen a cuantos pasan junto al coche. Los simpáticos devuelven el saludo y la sonrisa. Los antipáticos no. Las niñas anotan los tantos en un papel. Cuando nos acercamos al périphérique de París, la carretera se convierte en un torrente, un rápido rugiente de tráfico abrumador que avanza con ferocidad despreocupada hacia el centro. En cierto modo me gustaría unirme a él. No sé, tal vez sería más fácil. El eterno esfuerzo de resistirse, de moverse en dirección contraria, de desviarse hacia lo desconocido e inexplorado… Pero para mí, lo desconocido encierra en su distancia y su misterio inescrutable cierta forma de esperanza, una fuerza extraña que es la posibilidad en estado puro. Sobre nosotros, el cielo se ha fragmentado en grandes bufandas raídas azules y grises. Suaves rayos de sol aparecen y desaparecen sobre el parabrisas del coche. La temperatura sube un poco más. En el asiento trasero, el censo de la disposición humana concluye que la población en general es más simpática que antipática. Serpenteando entre los carriles, vacilantes y atosigados desde todos los flancos, nos dirigimos gloriosos hacia el sur, hacia la autoroute du Soleil.

Rachel Cusk
La última cena


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