domingo, 20 de diciembre de 2020

Françoise Sagan / Buenos días, tristeza V

 



Françoise Sagan 

Buenos días, tristeza

V

Y un buen día todo terminó. Una mañana mi padre decidió que aquella noche nos iríamos a jugar y a bailar a Cannes. Recuerdo la alegría de Elsa. En el clima familiar de los casinos pensaba recobrar su personalidad de mujer fatal un tanto atenuada por las quemaduras del sol y el casi aislamiento en que vivíamos. Contrariamente a mis previsiones, Anne no se opuso a tales mundanidades. Incluso pareció hacerle bastante gracia la idea. No sin inquietud, al concluir la cena, subí a mi habitación a ponerme un vestido de noche, el único por lo demás que poseía. Lo había elegido mi padre; era una tela exótica, un poco demasiado exótica para mí, sin duda, pues mi padre, fuese por gusto o por costumbre, tendía a vestirme a lo mujer fatal. Me lo encontré abajo, deslumbrante con su esmoquin nuevo, y le eché los brazos al cuello.
    —Eres el hombre más guapo que conozco.
    —Después de Cyril —dijo sin creerlo—. Y yo no conozco ninguna muchacha más guapa que tú.
    —Después de Elsa y de Anne —dije sin creérmelo yo tampoco.
    —Ya que no están aquí y que se permiten hacernos esperar, ven a bailar con tu anciano padre y sus reumas.
    Recobré la euforia que precedía a nuestras salidas. Realmente no tenía nada de anciano. Mientras bailábamos, respiré su perfume familiar, mezcla de colonia, calor y tabaco. Bailaba siguiendo el ritmo, con los ojos entornados y una sonrisa feliz, irreprimible como la mía, en la comisura de los labios.
    —Tienes que enseñarme a bailar el bebop —dijo, olvidando su reuma.
    Dejó de bailar para recibir con un murmullo maquinal y halagador la llegada de Elsa. Esta bajaba la escalera lentamente con su vestido verde, esgrimiendo una desenfadada sonrisa mundana, su sonrisa de casino. Había sacado el máximo partido de su pelo reseco y su piel quemada por el sol, pero el resultado era más meritorio que brillante. Por fortuna, no parecía reparar en ello.
    —¿Nos vamos?
    —Todavía no ha bajado Anne —dije.
    —Ve a ver si está lista —me pidió mi padre—. Cuando lleguemos a Cannes, nos habrán dado las doce.
    Subí la escalera enredándome con el vestido y llamé a la puerta de Anne. Me gritó que pasase. Me quedé suspensa en el umbral. Llevaba un vestido gris, de un gris extraordinario, casi blanco, al que se adhería la luz, como ciertas tonalidades del mar al amanecer. Aquella noche, parecía concentrar en su persona toda la seducción de la madurez.
    —¡Magnífico! —exclamé—. ¡Qué vestido, Anne!
    Sonrió en el espejo, como se sonríe a alguien de quien uno va a separarse.
    —Ese gris es un acierto —dijo.
    —El acierto eres «tú».
    Me cogió de la oreja y me miró. Sus ojos eran de un azul oscuro. Los vi iluminarse y sonreír.
    —Eres una chiquilla simpática, aunque a ratos te pones pesada.
    Pasó ante mí sin comentar mi vestido, cosa que a un tiempo me alegró y me dolió. Bajó la escalera la primera y vi que mi padre salía a su encuentro. Se detuvo al pie de la escalera, alzando el rostro hacia ella, con el pie apoyado en el primer escalón. Elsa también la miraba bajar. Recuerdo exactamente aquella escena: en primer plano, delante de mí, la nuca dorada, los hombros perfectos de Anne; un poco más abajo, el rostro deslumbrado de mi padre, su mano tendida y, ya más lejos, la figura de Elsa.
    —Anne —dijo mi padre—, estás maravillosa.
    Ella le sonrió al pasar y cogió el abrigo.
    —¿Nos encontramos allá? —dijo—. ¿Vienes conmigo, Cécile?
    Me dejó conducir el coche. Estaba tan preciosa la carretera de noche que conduje lentamente. Anne no decía nada. Ni parecía reparar en el trompeteo enloquecido de la radio. Cuando  en una curva nos adelantó el cabriolé de mi padre, ni pestañeó. Yo me sentía ya totalmente al margen del juego, ante un espectáculo en el que no podía intervenir.
    En el casino, mi padre se las ingenió para que nos perdiéramos de vista. Recalé en el bar, con Elsa y un amigo suyo, un sudamericano medio borracho. Se dedicaba al teatro y, a pesar de su estado, su conversación resultaba interesante por la pasión que ponía en sus palabras. Pasé una hora agradable con él. Pero Elsa se aburría. Aunque conocía a un par de monstruos sagrados, no le interesaba la técnica teatral. Me preguntó bruscamente dónde estaba mi padre, como si yo pudiese saber algo, y luego se alejó. El sudamericano pareció lamentarlo un instante pero con otro whisky se animó. Yo no pensaba en nada, estaba en plena euforia, pues había participado por cortesía en sus libaciones. La cosa se puso aún más graciosa cuando se empeñó en bailar. Me veía obligada a aguantarlo y a apartar los pies para que no me pisara, lo que exigía no poca energía. Nos reíamos tanto que cuando Elsa me golpeó en el hombro y vi sus aires de Casandra, estuve a punto de mandarla al infierno.
    —No los encuentro —dijo.
    Tenía una expresión alterada. Se le había ido el maquillaje, dejándole la cara desnuda y ojerosa. Ofrecía un aspecto lamentable. De pronto me entró una gran indignación contra mi padre. Su descortesía era inconcebible.
    —¡Ah!, ya sé dónde están —dije sonriendo, como si se tratase de algo muy natural que no debía inspirarle la menor inquietud—. Enseguida vuelvo.
    El sudamericano, privado de mi apoyo, cayó en los brazos de Elsa, donde pareció encontrarse a gusto. Pensé con tristeza que estaba más rellenita que yo y que no cabía reprochárselo. El casino era grande: lo recorrí dos veces sin resultado. Inspeccioné las terrazas y al final pensé en el coche.
    Necesité un buen rato para dar con él en el aparcamiento. Estaban allí. Me acerqué por detrás y los divisé por el cristal del fondo. Vi sus perfiles muy próximos y muy graves, extrañamente hermosos a la luz de las farolas. Se miraban, debían de estar hablando en voz baja, veía moverse sus labios. Tenía ganas de irme, pero me acordé de Elsa y abrí la portezuela.
    La mano de mi padre descansaba en el brazo de Anne. Apenas me miraron.
    —¿Os lo pasáis bien? —pregunté cortésmente.
    —¿Qué ocurre? —dijo mi padre con tono irritado—. ¿Qué haces tú aquí?
    —¿Y vosotros? Elsa lleva buscándoos una hora.
    Anne volvió la cabeza hacia mí, lentamente, como a su pesar:
    —Regresamos. Dile que estaba cansada y que me ha acompañado tu padre. Cuando os hayáis divertido bastante, volvéis con mi coche.
    Yo temblaba de indignación y no me salían las palabras.
    —Cuando nos hayamos divertido bastante… Pero ¿no os dais cuenta? ¡Es repugnante!
    —¿Qué es lo que es repugnante? —preguntó mi padre, sorprendido.
    —Llevas a la playa a una chica de piel delicada y, cuando ves que se ha pelado toda, la dejas tirada. ¡Demasiado fácil! ¿Y ahora qué le digo yo a Elsa?
    Anne se había vuelto hacia él, con expresión hastiada. Él le sonreía, sin hacerme caso. Exploté indignada:
    —Le diré… le diré que mi padre ha encontrado a otra mujer con quien acostarse y que espere sentada, ¿de acuerdo?
    La exclamación de mi padre y el bofetón de Anne fueron simultáneos. Saqué precipitadamente la cabeza de la portezuela. El bofetón me había hecho daño.
    —Discúlpate —ordenó mi padre.
    Permanecí inmóvil junto a la portezuela, mientras se me atropellaban mil pensamientos en la cabeza. Las actitudes nobles se me ocurren siempre demasiado tarde.
    —Ven —dijo Anne.
    No parecía amenazadora y me acerqué. Me puso la mano en la mejilla y me habló con dulzura, lentamente, como si fuese un poco tonta:
    —No seas mala, lo siento mucho por Elsa. Pero tienes el suficiente tacto para arreglarlo todo lo mejor posible. Mañana hablaremos. ¿Te he hecho mucho daño?
    —No, no —dije cortésmente.
    Su súbita dulzura, mi arrebato anterior, me daban ganas de llorar. Los vi marcharse y me sentí completamente vacía. Mi único consuelo era el pensar en mi propia delicadeza. Caminé lentamente hasta el casino, donde me encontré a Elsa y al sudamericano, asido a su brazo.
    —Anne no se encontraba bien —dije con tono desenfadado—. La ha tenido que acompañar papá. ¿Vamos a tomar algo?
    Elsa me miraba sin contestarme. Busqué un argumento convincente:
    —Ha tenido náuseas, es horroroso, su vestido ha quedado hecho una lástima.
    Tal pormenor se me antojaba de una autenticidad irrefutable, pero Elsa se echó a llorar, despacito, tristemente. La miré, sin saber qué hacer.
    —Cécile —dijo—, oh, Cécile, éramos tan felices…
    Redoblaban sus sollozos. El sudamericano se echó a llorar a su vez, repitiendo: «Éramos tan felices, tan felices». En aquel momento aborrecí a Anne y a mi padre. Habría hecho cualquier cosa por evitar las lágrimas de la pobre Elsa, que se le corriese el rímel, que sollozara el sudamericano.
    —No está todo dicho, Elsa. Vámonos las dos a casa.
    —Volveré a recoger mis maletas —sollozó—. Adiós, Cécile, nos llevábamos bien.
    Nunca había hablado con ella de otra cosa que no fuese del tiempo o de modas, pero me pareció perder a una vieja amiga. Di media vuelta bruscamente y eché a correr hacia el coche.





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