domingo, 20 de diciembre de 2020

Françoise Sagan / Buenos días, tristeza II

 


Françoise Sagan 

Buenos días, tristeza

II

Anne tardaría todavía una semana en llegar. Aproveché aquellos últimos días de auténticas vacaciones. Habíamos alquilado la casa por dos meses, pero sabía que en cuanto llegara Anne sería imposible relajarse por completo. Ella confería a las cosas una dimensión, un sentido a las palabras a los que mi padre y yo renunciábamos gustosos. Marcaba las normas del buen gusto, de la delicadeza, y era imposible no percibirlas en sus bruscas reservas, sus silencios ofendidos, sus expresiones. Resultaba a un tiempo excitante y fatigoso, humillante en definitiva, porque me daba cuenta de que ella tenía razón.
    El día de su llegada quedó decidido que mi padre y Elsa irían a esperarla a la estación de Fréjus. Me negué enérgicamente a participar en la expedición. Mi padre, para compensar mi ausencia, cortó todos los gladiolos del jardín para ofrecérselos en cuanto se apease del tren. Me limité a aconsejarle que no dejara que Elsa le ofreciera el ramo. A las tres, cuando se marcharon, bajé a la playa. Hacía un calor sofocante. Me tumbé en la arena y me adormecí, hasta que me despertó la voz de Cyril. Abrí los ojos: el cielo estaba blanco por efectos del calor. No contesté a Cyril. No me apetecía hablar ni con él ni con nadie. Me tenía aplastada contra la arena toda la fuerza del verano, notaba los brazos pesados, la boca seca.
    —¿Estás muerta? —dijo—. De lejos, pareces un náufrago abandonado…
    Sonreí. Se sentó a mi lado y el corazón empezó a latirme con fuerza, sordamente, porque, al moverse, me había rozado el hombro con la mano. Diez veces, durante la última semana, mis brillantes maniobras navales nos habían precipitado al fondo del agua, enlazado al uno con el otro sin que la cosa me turbase en lo más mínimo. Pero hoy bastaba ese calor, ese letargo, la torpeza de ese gesto, para que algo se desgarrase en mí suavemente. Volví la cabeza hacia él. Me miraba. Empezaba a conocerlo: era equilibrado, más virtuoso tal vez que lo habitual a su edad. Por ejemplo, nuestra situación —una curiosa familia de tres— le chocaba. Era demasiado bueno o demasiado tímido para decírmelo, pero lo notaba en las miradas de reojo, rencorosas, que le lanzaba a mi padre. Le hubiera gustado que aquello me atormentase. Pero no era así. Lo único que me atormentaba en aquel momento era su mirada y el martilleo de mi corazón. Se inclinó hacia mí. Desfilaron por mi mente los últimos días  de aquella semana, mi confianza, mi tranquilidad a su lado, y me desagradó que aquella boca larga y un poco gruesa se me aproximara.
    —Cyril —dije—, éramos tan felices…
    Me besó dulcemente. Miré al cielo. Luego, no vi ya más que luces rojas que estallaban bajo mis párpados apretados. El calor, el aturdimiento, el sabor de los primeros besos, los suspiros duraron largos minutos. Un bocinazo nos separó como ladrones. Dejé a Cyril sin decir una palabra y subí hacia la casa. Tan rápido regreso me extrañaba: el tren de Anne no debía de haber llegado todavía. Sin embargo, me la encontré en la terraza, bajando de su coche.
    —Esta es la casa de la Bella Durmiente —dijo—. ¡Qué morena estás, Cécile! Me alegro de verte.
    —Yo también. Pero ¿llegas de París?
    —He preferido venir en coche. Eso sí, estoy rendida.
    La acompañé a su habitación. Abrí la ventana con la esperanza de ver el barquito de Cyril, pero había desaparecido. Anne se había sentado en la cama. Advertí los pequeños cercos oscuros en torno a sus ojos.
    —Este chalet es precioso —suspiró—. ¿Dónde está el dueño de la casa?
    —Ha ido a buscarte a la estación con Elsa.
    Había dejado la maleta en una silla y, al volverme hacia ella, me llevé un sobresalto. Su rostro se había descompuesto bruscamente y le temblaba la boca.
    —¿Elsa Mackenbourg? ¿Ha traído aquí a Elsa Mackenbourg?
    No supe qué contestar. La miré estupefacta. Aquel rostro, que siempre había visto tan tranquilo, tan sereno, desamparado de pronto ante mí… Me miraba a través de las imágenes que mis palabras habían evocado en ella. Por fin me vio y volvió la cabeza, a otro lado.
    —Debería haberos avisado —dijo—, pero tenía tantas ganas de salir, estaba tan cansada…
    —Y ahora… —continué maquinalmente.
    —Ahora ¿qué? —dijo.
    Su mirada era interrogadora, despectiva. No había ocurrido nada.
    —Ahora has llegado —dije tontamente frotándome las manos—. Me alegro mucho de que estés aquí, ¿sabes? Te espero abajo. Si quieres tomar algo, el bar está bien surtido.
    Salí balbuceando y bajé la escalera totalmente desconcertada. ¿Por qué esa cara, esa voz alterada, ese desasosiego? Me senté en una tumbona y cerré los ojos. Intenté evocar todos los rostros duros, reconfortantes de Anne: la ironía, el aplomo, la autoridad. El descubrir aquel rostro vulnerable me conmovía e irritaba a un tiempo. ¿Estaría ella enamorada de mi padre? ¿Era posible que lo quisiera? Nada de mi padre coincidía con sus gustos. Era débil, frívolo, pasivo a ratos. ¿Podía tal vez deberse tan sólo al cansancio del viaje, a la indignación moral? Me pasé una hora haciendo conjeturas.
    A las cinco llegó mi padre con Elsa. Lo miré apearse del coche. Intenté saber si Anne podía quererlo. Caminaba hacia mí, la cabeza un poco echada hacia atrás, con prisa. Pensé que era muy posible que Anne le quisiese, que cualquiera le quisiese.
    —¡No estaba Anne! —me gritó—. Espero que no se haya caído del tren.
    —Está en su habitación. Ha venido en coche.
    —¿De veras? ¡Estupendo! Pues súbele el ramo.
    —¿Me habías comprado flores? —Se oyó la voz de Anne—. Qué amable.
    Bajaba por la escalera a su encuentro, relajada, sonriente, con un vestido que no parecía haber viajado. Pensé con tristeza que no había bajado hasta oír el coche y que habría podido hacerlo un poco antes, para hablar conmigo. Aunque sólo fuese de mi examen, que por lo demás no había aprobado. El pensar esto último me consoló.
    Mi padre corrió a su encuentro, le besó la mano.
    —Me he pasado un cuarto de hora en el andén sosteniendo este ramo con una sonrisa estúpida. Gracias a Dios, estás aquí. ¿Conoces a Elsa Mackenbourg?
    Miré hacia otro lado.
    —Seguro que nos hemos visto en algún sitio… —dijo Anne, muy amable—. Tengo una habitación magnífica, has sido muy amable invitándome, Raymond, estaba muy cansada.
    Mi padre se animaba. A sus ojos, todo iba bien. Se puso ingenioso y empezó a descorchar botellas. Pero a mí se me aparecían uno tras otro el rostro apasionado de Cyril y el de Anne, marcados ambos por la violencia, y me preguntaba si las vacaciones serían tan sencillas como aseguraba mi padre.
    Aquella primera cena fue muy alegre. Mi padre y Anne hablaban de sus amistades comunes, que eran escasas pero pintorescas. Me lo pasé muy bien hasta el momento en que Anne declaró que el socio de mi padre era microcéfalo. Era un hombre que bebía mucho, pero era simpático y con él mi padre y yo habíamos disfrutado de cenas memorables.
    —Lombard es gracioso, Anne —protesté—. Tiene momentos muy divertidos.
    —No me negarás que aun así deja bastante que desear, e incluso su humor…
    —Puede que no tenga un tipo de inteligencia corriente, pero…
    Me cortó con tono indulgente:
    —Confundes tipos de inteligencia con edades de la inteligencia.
    Me encantó el tono lapidario de su fórmula. Ciertas frases desprenden para mí un aura intelectual, sutil, que me subyuga, por más que no las comprenda del todo. Sentí no tener una agenda y un lápiz para anotar aquella. Se lo dije a Anne. Mi padre se echó a reír:
    —Por lo menos no eres rencorosa.
    No podía serlo, porque Anne no tenía mala intención. La notaba demasiado indiferente, sus juicios no tenían esa precisión, ese aspecto acerado de la maldad. Lo que los hacía todavía más abrumadores.
    Aquella primera noche Anne no pareció reparar en la distracción, voluntaria o no, de Elsa, que entró directamente en la habitación de mi padre. Me había traído un jersey de su colección, pero no me dejó darle las gracias. Las frases de agradecimiento la molestaban y, como las mías no estaban nunca a la altura de mi entusiasmo, no insistí.
    —Me parece muy simpática esa Elsa —dijo, antes de que yo me fuera.
    Me miraba directamente a los ojos, sin sonreír, buscando en mí una idea que le importaba destruir. Quería que olvidase su reacción de hacía un rato.
    —Sí, sí, es una chica… estupenda…, muy simpática.
    Se echó a reír al verme balbucear y me fui a la cama muy nerviosa. Me dormí pensando en Cyril, que tal vez estaba bailando en Cannes con otras chicas.
    Me estoy dando cuenta de que olvido, de que me veo obligada a olvidar lo principal: la presencia del mar, su ritmo incesante, el sol. No puedo recordar tampoco los cuatro tilos en el patio de una pensión de provincias, su perfume; ni la sonrisa de mi padre en el andén, tres años antes de salir yo del pensionado, esa sonrisa apurada porque llevaba trenzas y un feo vestido casi negro. Y en el coche, su explosión de alegría, súbita, triunfante, porque yo tenía sus ojos, su boca, e iba a ser para él el más caro, el más maravilloso de los juguetes. Yo no conocía nada. Él iba a enseñarme París, el lujo, la vida fácil. Estoy convencida de que la mayor parte de mis placeres de entonces se los debí al dinero: el placer de la velocidad en coche, de tener un vestido nuevo, de comprar discos, libros, flores. No me avergüenzan todavía esos placeres fáciles, y, además, si los llamo así es porque he oído decir que lo son. Lamentaría, renegaría más fácilmente de mis penas o de mis crisis místicas. El amor al placer, a la felicidad, representa el único aspecto coherente de mi carácter. Puede que no haya leído lo suficiente. En el internado no se leen más que obras edificantes. En París no tuve tiempo para leer: al salir de clase, mis amigos me arrastraban a los cines. No conocía los nombres de los actores y eso les sorprendía. O a las terrazas de los cafés al sol. Saboreaba el placer de mezclarme con la multitud, de beber, de estar con alguien que te mira a los ojos, te coge la mano y luego te lleva lejos de esa misma multitud. Caminábamos por las calles hasta llegar a mi casa. Allí él me llevaba detrás de una puerta y me besaba: descubría el placer de los besos. No pongo nombre a esos recuerdos: Jean, Hubert, Jacques… Nombres conocidos por todas las jovencitas. Por la noche, me volvía adulta, acudía con mi padre a fiestas donde no tenía nada que hacer, fiestas bastante variopintas donde me divertía y donde, por mi edad, divertía también a los demás. Cuando regresábamos, mi padre me dejaba en casa y casi siempre iba a acompañar a una amiga. No le oía volver.
    No quiero dar a entender que hiciera ostentación de sus aventuras. Se limitaba a no ocultármelas, más exactamente a no disculparse con decentes o falsas justificaciones por la frecuencia con que una amiga comía en casa o acababa instalándose… ¡por fortuna, provisionalmente! En cualquier caso, yo no habría podido ignorar durante mucho tiempo la naturaleza de sus relaciones con sus «invitadas» y él sin duda quería conservar mi confianza, porque así se evitaba además penosos esfuerzos de imaginación. Era un excelente cálculo. Su único defecto fue que durante algún tiempo me inspiró un desenfadado cinismo sobre las cosas del amor que, habida cuenta de mi edad y experiencia, debía de parecer más gracioso que impresionante. Solía repetirme a mí misma fórmulas lapidarias, la de Oscar Wilde, entre otras: «El pecado es la única nota viva de color que subsiste en el mundo moderno». La hacía mía con absoluta convicción, con mucha mayor seguridad, imagino, que si la hubiera llevado a la práctica. Estaba convencida de que mi vida podría adaptarse a esa frase, inspirarse en ella, brotar de ella cual una imagen perversa: olvidaba las horas muertas, la discontinuidad y los buenos sentimientos cotidianos. Idealmente, proyectaba una vida de abyección y libertinaje.




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