domingo, 20 de diciembre de 2020

Françoise Sagan / Buenos días, tristeza VI

 


Françoise Sagan 

Buenos días, tristeza

VI


 La mañana siguiente fue penosa, sin duda por los whiskies de la víspera. Me desperté atravesada en la cama, en la oscuridad, con la boca pastosa y el cuerpo desagradablemente empapado. A través de las rendijas del postigo se filtraba un rayo de sol por el que subían apretadas columnas de polvo. No tenía ganas ni de levantarme ni de quedarme en la cama. Me preguntaba si Elsa regresaría y qué caras pondrían Anne y mi padre aquella mañana. Me obligué a pensar en ellos para poder levantarme sin notar el esfuerzo. Por fin lo logré y pisé las frescas baldosas de la habitación, doliente y aturdida. El espejo me devolvía un inste reflejo, me apoyé en él: unos ojos dilatados, la boca hinchada, un rostro desconocido, el mío… ¿Serían esos labios, esas proporciones, esos odiosos y arbitrarios límites la causa de mi debilidad y cobardía? Y si estaba limitada, ¿por qué lo advertía de un modo tan evidente, tan contrario a mi manera de ser? Me complací detestándome, odiando aquel rostro de lobo, hundido y arrugado por la disipación. Me puse a repetir esa palabra, sordamente, mirándome a los ojos, y de pronto me vi sonreír. Valiente disipación, en efecto: unas miserables copas, un bofetón y unos sollozos. Me cepillé los dientes y bajé.
    Mi padre y Anne estaban ya en la terraza, sentados muy juntos ante la bandeja del desayuno. Farfullé un vago saludo y me senté frente a ellos. No me atreví a mirarlos por pudor, hasta que su silencio me obligó a alzar la vista. Anne estaba ojerosa, única señal de su noche de amor. Ambos sonreían con cara de felicidad. Eso me impresionó: la felicidad siempre me ha parecido una ratificación, un triunfo.
    —¿Has dormido bien? —preguntó mi padre.
    —Regular —contesté—. Anoche bebí demasiado whisky .
    Me serví una taza de café, lo probé y lo dejé de inmediato. Había en el silencio de ambos una especie de textura, de espera, que me hacía sentirme incómoda. Estaba demasiado cansada para aguantarlo mucho tiempo.
    —¿Qué pasa? Ponéis cara de misterio.
    Mi padre encendió un pitillo con gesto que pretendía aparentar tranquilidad. Anne me miraba, manifiestamente nerviosa por una vez.
    —Me gustaría preguntarte algo —dijo por fin.
    Me temí lo peor:
    —¿Algún otro recado para Elsa?
    Volvió la cara hacia mi padre:
    —Tu padre y yo queremos casarnos.
    La miré fijamente y luego miré a mi padre. Durante un minuto esperé de él una señal, un guiño, que me hubiera indignado y tranquilizado a un tiempo. Se miraba las manos. Pensé: «No es posible», pero sabía ya que era cierto.
    —Es una idea estupenda —dije para ganar tiempo.
    No me cabía en la cabeza: mi padre, tan obstinadamente opuesto al matrimonio, a cualquier tipo de vínculo, decidido en una noche… Aquello cambiaba por completo nuestra vida. Perdíamos la independencia. Vislumbré de pronto la vida que llevaríamos los tres, una vida equilibrada de pronto por la inteligencia, el refinamiento de Anne, esa vida que le envidiaba. Amigos inteligentes, sensibles, veladas felices, tranquilas… De repente, las cenas tumultuosas, los sudamericanos, las Elsas me parecieron despreciables. Me inundaba un sentimiento de superioridad, de orgullo.
    —Es una idea estupenda de verdad —repetí, y les sonreí.
    —Gatita mía, sabía que te alegrarías —dijo mi padre.
    Estaba relajado, encantado. El rostro de Anne, transformado por las fatigas del amor, parecía más accesible, más tierno que nunca.
    —Ven aquí, gatita —dijo mi padre.
    Me tendió las manos y me atrajo hacia él, hacia ella. Estaba medio arrodillada ante ambos, me miraban con dulce emoción, me acariciaban la cabeza. Por mi parte, no dejaba de pensar que tal vez mi vida estaba dando un cambio, pero que para ellos yo no era en efecto más que un gato, un animalillo afectuoso. Los notaba por encima de mí, unidos por un pasado, un futuro, por vínculos que yo desconocía, que no tenían que ver conmigo. Voluntariamente cerré los ojos, apoyé la cabeza en sus rodillas, me reí con ellos, recobré mi papel. En definitiva, ¿no era feliz? Anne era perfecta, no le conocía la menor mezquindad. Me guiaría, me aliviaría la vida, me marcaría en cualquier circunstancia el buen camino. Pasaría a ser una persona cabal, y, conmigo, también mi padre.
    Mi padre se levantó a buscar una botella de champaña, yo estaba asqueada. Se le veía feliz, que era lo principal, pero lo había visto tantas veces feliz a causa de una mujer…
    —Sufría un poco por ti —dijo Anne.
    —¿Por qué? —pregunté.
    Oyéndola, me daba la impresión de que mi veto hubiera podido impedir el matrimonio de dos adultos.
    —Temía que tuvieras miedo de mí —dijo, y se echó a reír.
    Me eché a reír también porque efectivamente me inspiraba cierto miedo. Con ello quería decirme a la vez que lo sabía y que era inútil.
    —¿No te parece ridículo este matrimonio de viejos?
    —No sois viejos —dije con toda la convicción necesaria, porque mi padre regresaba bailando con una botella debajo del brazo.
    Se sentó junto a Anne y le rodeó los hombros con el brazo. Ella hizo con su cuerpo un movimiento hacia él que me hizo bajar los ojos. Sin duda por eso se casaba con él: por su risa, por ese brazo firme y reconfortante, por su vitalidad, su calor. Cuarenta años, el miedo a la soledad, quizá los últimos impulsos de los sentidos… Nunca había pensado en Anne como en una mujer, sino como en un ente abstracto: había visto en ella aplomo, elegancia, inteligencia, pero nunca sensualidad, debilidad… Comprendía que mi padre se sintiera ufano: la orgullosa, la indiferente Anne Larsen se casaba con él. ¿La quería, podría quererla durante mucho tiempo? ¿Podía yo distinguir ese cariño del que profesaba a Elsa? Cerré los ojos, embotada por el sol. Estábamos los tres en la terraza, llenos de reticencias, de temores secretos y de bienestar.
    Elsa no apareció aquellos días. Una semana pasa muy rápido. Siete días felices, agradables, únicos. Trazábamos complicados planes para amueblar la casa, para establecer horarios. Mi padre y yo nos complacíamos en hacerlos ajustados y severos, con la inconsciencia de quienes no los han cumplido nunca. Además, ¿habíamos creído alguna vez en ellos? Acudir a comer a las doce y media todos los días en el mismo sitio, cenar en casa, no salir por la noche, ¿lo creía de veras posible mi padre? Sin embargo, enterraba alegremente la bohemia y ensalzaba el orden, la vida burguesa,elegante, organizada. Sin duda todo esto no era, tanto para él como para mí, sino castillos en el aire.
    Conservé de aquella semana un recuerdo que hoy me complazco en explorar para probarme a mí misma. Anne se mostraba relajada, confiada, con gran dulzura, mi padre la quería. Los veía bajar por la mañana, apoyados el uno en el otro, riendo juntos, ojerosos, y me hubiera gustado, lo prometo, que aquello durase toda la vida. Al anochecer, solíamos bajar a tomar un aperitivo a una terraza frente al mar. Todo el mundo nos tomaba por una familia unida, normal, y yo, acostumbrada a salir sola con mi padre y a suscitar sonrisas, miradas de malicia o de compasión, disfrutaba recobrando un papel propio de mi edad. La boda debía celebrarse en París, a la vuelta de vacaciones.
    El pobre Cyril había seguido, no sin cierto asombro, nuestras transformaciones internas. Pero este desenlace legal era de su agrado. Navegábamos juntos, nos besábamos cuando nos apetecía y, a veces, cuando apretaba su boca contra la mía, se me aparecía la cara de Anne, su cara suavemente marchita por la mañana, con esa suerte de lentitud, de feliz indolencia que confería el amor a sus gestos, y la envidiaba. Los besos se agotan, y sin duda si Cyril me hubiera querido menos, aquella semana me habría convertido en su amante.
    A las seis, al regresar de las islas, Cyril arrastraba el barco hasta la arena. Caminábamos hacia la casa por el pinar y, para entrar en calor, inventábamos juegos de indios y carreras en las que me dejaba salir con ventaja. Regularmente me alcanzaba antes de llegar a casa, se abalanzaba sobre mí gritando victoria, me hacía rodar por la pinaza, me inmovilizaba, me besaba. Recuerdo todavía el sabor de aquellos besos jadeantes, ineficaces, y el palpitar del corazón de Cyril contra el mío acompasado con el romper de las olas sobre la arena… Uno, dos, tres, cuatro latidos del corazón y el rumor tan suave sobre la arena, uno, dos, tres… uno: él recobraba el aliento, sus besos se tornaban precisos, estrechos, yo no dejaba de oír ya el ruido del mar, y en mis oídos sólo resonaban los pasos rápidos y reiterados de mi propia sangre.
    Una noche nos separó la voz de Anne. Cyril estaba tumbado sobre mí, medio desnudos los dos a la luz llena de arreboles y sombras del crepúsculo y comprendo que aquello pudo engañar a Anne. Pronunció mi nombre con tono seco.
    Cyril se levantó de un salto, avergonzado, por supuesto. Yo me incorporé a mi vez, más lentamente, mirando a Anne. Esta se volvió hacia Cyril y le habló con suavidad, como si no lo viese:
    —Espero no volver a verte —dijo. Cyril no contestó, se inclinó hacia mí y me besó en el hombro antes de alejarse. Ese gesto me sorprendió, me emocionó como si fuera un compromiso. Anne me miraba con la misma cara grave e indiferente, como si pensase en otra cosa. Aquello me irritó: si pensaba en otra cosa, mejor que no hablase tanto. Me dirigí hacia ella, aparentando, por mera cortesía, estar apurada. Me quitó maquinalmente una aguja de pino del cuello y pareció que empezaba a verme de verdad. La vi adoptar su hermosa máscara de desprecio, esa cara de hastío y desaprobación que la favorecía admirablemente y que me asustaba un tanto:
    —Deberías saber que este tipo de distracciones acaba generalmente en la clínica. Me hablaba de pie, examinándome, y yo me sentía terriblemente molesta. Era de esas mujeres que pueden hablar, erguidas, sin moverse: a mí me hacía falta un sillón, tener un objeto en las manos, un cigarrillo, balancear una pierna, verla balancearse…
    —Tampoco hay que exagerar —dije sonriendo—. No he hecho más que besar a Cyril, por eso no voy a ir a una clínica…
    —Hazme el favor de no volver a verle —replicó, como dando por sentado que yo mentía—. No protestes: tienes diecisiete años, ahora soy un poco responsable de ti y no dejaré que eches a perder tu vida. Además, tienes trabajo y eso te tendrá ocupadas las tardes.
    Me volvió la espalda y caminó hacia la casa con su andar indolente. La consternación me dejó clavada en el suelo. Anne pensaba lo que decía: recibiría mis argumentos, mis protestas de inocencia con esa forma de indiferencia peor que el desprecio, como si yo no existiese, como si fuese algo que había que doblegar y no yo, Cécile, a quien conocía de toda la vida, yo, en fin, a quien castigaba sin que pareciese dolerle. Mi única esperanza era mi padre. Reaccionaría como de costumbre: «¿Qué chico es ese, gatita? ¿Es guapo y sano, por lo menos? Ojo con los cabrones, hija». Tendría que reaccionar así, de lo contrario se acabarían mis vacaciones.
    La cena transcurrió como una pesadilla. A Anne ni se le había pasado por la cabeza. Decirme: «No le diré nada a tu padre, no soy una delatora, pero debes prometerme que estudiarás». Ese tipo de cálculo no iba con ella. Me alegraba y se lo echaba en cara a un tiempo, porque ello me habría permitido despreciarla. Como siempre, evitó dar ese paso en falso y sólo después de la sopa pareció recordar el incidente.
    —Me gustaría que le dieses un par de buenos consejos a tu hija, Raymond. Esta noche me la he encontrado en el pinar con Cyril, y parecían estar muy acaramelados.
    Mi padre, pobrecillo, intentó tomárselo a broma:
    —¿Qué me dices? ¿Y qué hacían?
    —Nos besábamos —grité con vehemencia—. Anne se ha pensado que…
    —No me he pensado nada —me cortó—. Pero creo que sería bueno que dejara de verlo durante algún tiempo y se dedicase a estudiar un poco de filosofía.
    —Pobre niña… —dijo mi padre—. Al fin y al cabo, ese Cyril es un buen chico…
    —También Cécile es una buena chica —dijo Anne—. Por eso sentiría muchísimo que le ocurriese un accidente. Y con la total libertad que tiene aquí, la compañía constante de ese chico y el ocio de que disfrutan, me parece inevitable. ¿A ti no?
    Al oír ese «¿a ti no?», alcé los ojos y mi padre bajólos suyos, muy apurado:
    —Seguramente tienes razón —dijo—. Sí, al fin y al cabo, deberías estudiar un poco, Cécile. No querrás repetir, supongo.
    —¿A ti qué te parece? —contesté secamente.
    Me miró y apartó los ojos de inmediato. Yo estaba desconcertada. Me daba cuenta de que la despreocupación es el único sentimiento que puede inspirar nuestra vida sin darnos argumentos para defendernos.
    —Vamos —dijo Anne tomándome la mano por encima de la mesa—, vas a cambiar tu imagen de muchacha montaraz por la de buena colegiala, y sólo durante un mes. No es tan grave, ¿no?
    Me miraba, me miraba sonriendo: planteada así, la discusión era sencilla. Aparté la mano suavemente:
    —Sí —dije—, es grave.
    Lo dije tan quedo que no me oyeron o no quisieron oírme. A la mañana siguiente, me tropecé con una frase de Bergson. Necesité unos minutos para comprenderla: «Por mucha heterogeneidad que podamos hallar en principio entre los hechos y la causa, y por más que medie una gran distancia entre una regla de conducta y una afirmación sobre el fondo de las cosas, el impulso de amar a la humanidad nos ha venido siempre de un contacto con el principio generador de la raza humana». Me repetí esa frase, primero lentamente para no ponerme nerviosa, y luego en voz alta. Hundí la cabeza entre las manos y la miré con atención. Por fin, la comprendí y me sentí tan fría, tan impotente como al leerla por primera vez. No podía seguir; miré las líneas siguientes con la misma aplicación y buena voluntad, y de pronto algo se alzó en mí como una ráfaga de viento, me arrojó sobre la cama. Me acordé de Cyril, que me estaría esperando en la cala dorada, del suave balanceo del barco, del sabor de nuestros besos, y pensé en Anne. Pensé en ella con tal vehemencia que me senté en la cama, con el corazón palpitándome, y me dije que aquello era estúpido y monstruoso, que no era más que una niña mimada y perezosa y que no tenía derecho a pensar así. Y seguí cavilando a mi pesar: cavilando que Anne era funesta y peligrosa, y que había que apartarla de nuestro camino. Me acordaba del desayuno de hacía un momento, de que lo había pasado con los dientes apretados. Humillada, destrozada por el rencor, sentimiento que despreciaba, que me hacía sentirme ridícula… sí, eso era lo que le echaba en cara a Anne, que me impedía quererme a mí misma. Yo, hecha para la felicidad, la amabilidad, la despreocupación, penetraba por su culpa en un mundo de reproches, de mala conciencia en el que, demasiado inexperta para la introspección, me perdía yo misma. ¿Y qué me aportaba Anne? Sopesé su fuerza: había querido a mi padre, lo tenía, nos convertiría poco a poco en el marido y la hijastra de Anne Larsen. O sea, en dos personas civilizadas, bien educadas y felices. Porque nos haría ser felices. Veía claramente con qué facilidad nosotros, inestables, cederíamos al atractivo de las normas y de la responsabilidad. Era una mujer demasiado eficaz. Mi padre empezaba ya a distanciarse de mí. Esa expresión apurada, huidiza, que le había visto en la mesa me obsesionaba, me torturaba. Recordaba con ganas de llorar nuestras antiguas complicidades, nuestras risas cuando regresábamos de madrugada en coche por las calles blancas de París. Todo eso se había acabado. Ahora me tocaba a mí verme influida, remodelada y orientada por Anne. Ni siquiera sufriría: Anne obraría con inteligencia, ironía, dulzura, no sería capaz de resistirme. Transcurridos tres meses, no tendría ni ganas.
    Era absolutamente necesario reaccionar, recobrar a mi padre y nuestra vida de antaño. Con qué encantos se me aparecían de repente los dos felices e incoherentes años que acababan de pasar, esos dos años de los que tan pronto había renegado el otro día… La libertad de pensar, y de mal pensar y de pensar poco, la libertad de elegir yo misma mi vida, de elegirme a mí misma. No puedo decir «de ser yo misma» puesto que no era más que un barro moldeable, pero sí la libertad de rechazar los moldes.
    Sé que pueden achacarse complicados motivos a ese cambio, que pueden atribuírseme magníficos complejos: un amor incestuoso por mi padre o una animadversión malsana por Anne. Pero yo sé las verdaderas causas: fueron el calor, Bergson y Cyril, o al menos la ausencia de Cyril. Estuve cavilando toda la tarde al respecto, pasando por una serie de estados desagradables pero resultantes todos ellos del siguiente descubrimiento: estábamos a merced de Anne. No estaba acostumbrada a meditar, me ponía de malhumor. En la mesa, como por la mañana, no abrí la boca. Mi padre se creyó obligado a bromear:
    —Lo que más me gusta de la juventud es su vitalidad, su conversación…
    Lo miré violentamente, con dureza. Era cierto que le gustaba la juventud, ¿y con quién había hablado yo sino con él? De todo habíamos hablado: del amor, de la muerte, de la música. Y ahora me abandonaba, me desarmaba él mismo. Le miré, pensando: «No me quieres ya como antes, me has traicionado» e intenté hacérselo entender sin hablar. Estaba desesperada. Me miró también, súbitamente alarmado, comprendiendo tal vez que aquello ya no era un juego y que peligraba nuestra armonía. Lo vi petrificarse en un gesto de interrogación. Anne se volvió hacia mí:
    —Tienes mala cara, tengo remordimientos por hacerte trabajar.
    No contesté, me aborrecía demasiado a mí misma por aquella especie de drama que ya no podía detener. Habíamos acabado de cenar. En la terraza, en el rectángulo luminoso proyectado por la mesa del comedor, vi la mano de Anne, una mano larga y viva, balancearse, encontrar la de mi padre. Pensé en Cyril, me hubiese gustado que me cogiese en sus brazos, en aquella terraza acribillada por las cigarras y la luna. Me hubiese gustado que alguien me acariciara, me consolara, me reconciliara conmigo misma. Mi padre y Anne callaban: tenían ante ellos una noche de amor, yo tenía a Bergson. Intenté llorar, compadecerme de mí misma; fue en vano. Ya sólo me compadecía de Anne, como si estuviese segura de vencerla.


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