Grecia, el país sin esperanza
29 de junio de 2019
En los comicios al Parlamento Europeo, Kyriakos Mitsotakis (líder del partido conservador Nueva Democracia; bisnieto, nieto e hijo de políticos de la saga Mitsotakis) sacó nueve puntos al joven político que encarnó el sueño griego con el triunfo de Syriza y del “no” en el referéndum del 5 de julio de 2015. El 61% de los ciudadanos votó entonces contra la austeridad impuesta por la Unión Europea (UE). Ante el reciente descalabro, el primer ministro adelantó las elecciones generales al domingo 7 de julio. Atrás quedan las imágenes de la plaza Syntagma con los líderes del partido de izquierda radical, rodeados de miles de ciudadanos que les acompañaban con sus gritos, banderas y esperanzas.
“Lo que ha pasado en estos cuatro años es que los griegos se han topado con la realidad. La clase media ha sido una de las víctimas de Tsipras, aunque también hay víctimas ideológicas, decepcionadas”, resume el arquitecto Voskopoulos, un independiente que el 1 de septiembre será alcalde con los votos de algún socialdemócrata, liberales e incluso exvotantes de la izquierda radical. “Este barrio fue tan utilizado como símbolo que se olvidaron de los problemas cotidianos. Mi programa ha sido recuperarlo para la gente sin olvidar la historia. Quiero hacer una alianza de ciudades históricas contra los fascismos que avanzan en Europa”.
Al lado de Christos Voskopoulos escucha Manolis Tyrakis, uno de esos griegos de clase media que hace cuatro años votó a Tsipras y metió la papeleta en la urna con las dos manos como su madre, Penélope Tyrakis, uno de los muchos pensionistas griegos que levantaron su voz contra la ciega política de austeridad. Penélope ya se ha ido, pero su hijo sigue peleando. “Creí en Tsipras, creí en Syriza. Eran algo nuevo frente a las sagas tradicionales de los políticos griegos. En estos cuatro años aguanté tan solo. Soy funcionario de un hospital, me rebajaron el sueldo entre un 50% y un 60% con los recortes. Ganaba unos 1.000 euros y me recortaron a 500; ahora he recuperado hasta los 750. Tengo otro trabajo, gracias al español que aprendí a hablar cuando fui emigrante en Argentina, y hago traslados de turistas para otras empresas. Al inicio de la crisis cobrábamos 14 euros por hora, ahora 7. Trabajo entre 12 y 13 horas al día. Esto no es vida; ni para nosotros, ni para nadie”.
Aun así, Manolis se siente un privilegiado porque gracias a las 12 horas que trabaja y con el sueldo de Marisa, su mujer, pueden pagar la hipoteca de su casa en Nea Makri y han logrado mantener a Martín, su único hijo, durante su primer año estudiando en la universidad de Heraklion, la capital de Creta, su tierra natal.
Además de los estudios de Martín, el otro gran logro de Manolis ha sido poder comprar un coche ¡de gas natural! Ha tenido que esperar ocho meses porque hay muy pocos aún en Atenas y solo tiene cinco lugares para repostar. Cada jornada hace unos 50 kilómetros desde Nea Makri, cerca de Maratón, para llegar a su hospital a las seis de la mañana. “Llenar mi antiguo coche —otro Seat que hace ya cuatro años se caía a pedazos— me costaba casi 60 euros; este no llega a los 9 o 10 euros y no contamino tanto”. El vehículo es su principal herramienta de trabajo. A veces —en situaciones extremas— ha aparcado en un subterráneo cerca de la plaza Syntagma. La primera hora cuesta 10 euros; la segunda, 1 euro.
Es imposible concebir Atenas sin el tráfico, que marca la vida de la ciudad y de sus habitantes. Como Kostas Jaritos, el famoso inspector de asesinatos de ficción, Manolis Tyrakis es feliz cuando no hay atascos. Es domingo y a las cinco de la tarde se puede aparcar bien en Kypseli, en la calle Tenedou, un barrio de clase media donde crecen los airbnb y algún spat, los edificios y casas ocupados por los refugiados, aunque en menor medida que en los alrededores de la plaza Omonia o Exarchia. Aquí vive Petros Márkaris, el padre de Jaritos, escritor, dramaturgo, guionista del cineasta Theo Angelopoulos. Hoy es el principal cronista internacional de la crisis griega, precisamente a través de la vida de Jaritos. Márkaris abre la puerta con su buena estatura recortada al trasluz, su vozarrón acogedor y sin la pipa. Sonríe cuando se le comenta el asunto del tráfico. Está convencido de que nunca mejorará en Atenas porque los políticos no quieren: “Tomar medidas contra el tráfico les quitaría votos”.
¿Dónde se fueron las esperanzas levantadas con Tsipras y su resistencia por la dignidad? “No eran esperanzas, eran ilusiones. Íbamos a cambiar Europa cuando estábamos quebrados como país. Pero si no encuentras a nadie que te ayude, es imposible”, reflexiona Márkaris, convencido de que al aún primer ministro griego en funciones le pudo el establishmentde Bruselas.
“Cuando aquí se habla de que baja el desempleo, deben saber que una persona que ingresa 50 euros al año ya no cuenta como parado”, explica el escritor Petros Márkaris
Cuesta digerir tanta decepción cuando la economía ha mejorado. El paro ha bajado del 27% al 18%, el PIB crece al 2%. “Los jóvenes con sueldos de 300 euros no pueden pagar el alquiler. Cuando se habla de que baja el desempleo, deben saber que una persona que ingresa 50 euros al año ya no cuenta como parado”, relata el escritor, mientras por la ventana abierta entra el calor sofocante y húmedo de las tardes de junio en Atenas, y el ruido de la calle no logra acallar su voz ni sus gestos, su fuerza deslumbrante a los 84 años.
Márkaris, como el helenista español Pedro Olalla, autor de Grecia en el aire, que vive en Atenas desde los noventa, es un escéptico de las cifras griegas. “Entramos en los rescates en 2010 con una deuda pública de 300.000 millones de euros y a diciembre del año pasado la deuda era de 350.000 millones, después de un aumento del paro del 190% y un millón de despidos durante la crisis y los recortes. La deuda no es viable y, si los acreedores quieren seguir cobrando, tienen que hacer parecer que se rebajan las necesidades financieras de Grecia”, reflexiona Olalla desde una terraza de Petra Leona, uno de los barrios populares de Atenas. Está convencido de que Tsipras traicionó a los griegos.
Con este panorama, ¿cómo una sociedad en una crisis tan profunda, que vive del turismo y de su imagen, ha podido soportar la entrada de un millón de refugiados sin estallar? Según Márkaris, “la isla de Lesbos es el ejemplo más claro. Sufre y sufrió mucho por los refugiados, y su turismo —principal fuente de riqueza— ha caído. Pero no hay problemas de violencia. Lo que los extranjeros no saben es que el problema de los refugiados atraviesa nuestra historia. La ola más grande de inmigración sucedió entre 1920 y 1922, cuando llegaron los griegos de Esmirna, en Asia Menor. Entraron en un país destruido, lleno de dolor y tristeza, pero los acogimos. Y esa historia se ha contado de padres a hijos”. Aquella guerra greco-turca, tras la I Guerra Mundial y la caída del Imperio Otomano, marcó a los griegos como la Guerra Civil a los españoles. Cada día, a las seis de la mañana, desde Lesbos llega a El Pireo el ferri de la Blue Star. Hoy es el Samos; otros días atraca el Rodas. La enorme boca de ballena que es la puerta del barco expulsa de su vientre a cientos de griegos, camiones y coches, de pronto deslumbrados por el sol que amanece sobre el mítico puerto, actualmente de propiedad china. Aunque no es el mismo de Temístocles o de Pericles —el viejo El Pireo está un poco más allá—, el muelle donde desembarcan es el lugar donde hace tres años se hacinaban miles de personas, refugiados de la guerra de Siria, de Afganistán, de Irak, y que en la primavera del año 2016 quedaron atrapados en una ratonera, víctimas del cierre de las fronteras griegas con los Balcanes. La UE acordó pagar a Turquía 6.000 millones de euros para que ejerciese de gendarme migratorio. Miles de familias, niños, adolescentes solitarios, mujeres, sobrevivían aquí, atendidos por la solidaridad griega y las ONG. Lora Pappa, presidenta de METAdrasi, la ONG griega fundamental para los niños y adolescentes varados en Grecia, teme que esa solidaridad se agote: “Abrieron sus puertas en 2015, 2016, 2017…, pero se preguntan si van a seguir así siempre”. A Lora le irrita la burocracia, el tiempo que se pierde para legalizar a un niño porque, por ejemplo, hay una letra confundida en sus documentos. “Si les apoyamos, nos darán mucho más de lo que les ofrecemos; pero si los dejamos solos, se volverán en nuestra contra”. Su voz pidiendo ayuda —dejen actuar “a los que sabemos”— es casi un ruego.
A finales del año pasado, el Gobierno de Tsipras cifraba en unas 72.000 personas los refugiados que permanecen en Grecia, de los que unos 15.000 sobreviven en las islas. En la zona continental se reparten en campamentos de la UE y de la ONU. Otros cuantos miles se hacinan en espacios vacíos ocupados —los spats—, distribuidos por los barrios centrales de la capital y del país. La voz de algunos guías que reciben a los turistas dice: “Bienvenidos a Grecia, país con 10 millones de habitantes, la mayoría de los cuales vivimos en el continente y la península del Ática. Aproximadamente 1,3 millones se reparten por las 227 islas habitadas de las 3.000 que tenemos. El año pasado recibimos 30 millones de turistas, la mayoría de la UE. En 2015 entró un millón de refugiados. Ustedes los van a ver por muchos lugares”.
Del barco que llega de Lesbos no salen turistas ni refugiados. “Ahora ya no los traen en grupos de centenares”, explica Christos, empleado del ferri Samos. “Vienen familias o grupos que no llegan a las 100 personas. Los están esperando aquí los miembros de la policía marítima, con las listas dispuestas para comprobar sus datos, y los suben a autobuses, quizá hacia algún campo oficial”. Cuando los últimos viajeros rezagados que llegan de Lesbos toman el autobús, suena el carillón del puerto que entona las notas de la emocionante canción Los niños de El Pireo, que hizo popular mundialmente la gran Melina Mercouri. Es lo único que flota en el ambiente de los muelles de aquellos terribles meses de 2015 y 2016. Muchos de los que estaban allí siguen acogidos ahora en el campo de Skaramagas, a pocos kilómetros. Las antiguas construcciones militares, en tiempos también lugar de fabricación de los grandes barcos de los armadores griegos —Niarchos, Onassis, Eugénides—, albergan a unos 3.000 refugiados.
Es sábado por la tarde y familias enteras hacen cola para tomar el autobús entre Skaramagas y Atenas. Se han puesto sus mejores ropas, han hecho turnos en las duchas y se han engominado. Son refugiados de primera, tienen papeles e incluso una tarjeta de crédito de la ONU en la que cada mes se les ingresan 150 euros por unidad familiar y 50 por hijo. Los que no tienen familia reciben 90 euros.
Jasmine School es para refugiados de segunda. Está en la calle Acharnon, detrás de la plaza Omonia y del Mercado Central. Una vieja escuela abandonada es hoy uno de esos lugares ocupados donde los sin papeles han tomado las riendas de su vida, olvidados “por el Gobierno griego, por las autoridades de Europa, por los organismos internacionales. Aquí estamos unas 50 familias, 250 personas, aunque hemos llegado a ser 500”, explica uno de ellos. Al fondo, observando a los niños que juegan, hay tres jóvenes: Hamid (34 años), Behnoud (29) y Said (25). Llegaron hace siete meses. “Tenemos un cuarto para los tres. Hay dos duchas para más de 200 personas”.
Enfrente está la tienda donde trabaja Noor Kahn. Vende o presta a los habitantes de Jasmine. “Soy afgano, llegué aquí hace 17 años huyendo de la guerra y la invasión de mi país por los rusos y los americanos. Los griegos me acogieron bien y trabajo aquí desde hace dos años. He conocido a muchas familias de muchos países”. De debajo del mostrador saca un cuaderno azul lleno de nombres y números. Son las deudas de mucho tiempo. “Aquí el nombre de la familia; esta es siria, esta otra afgana. Estos me dejaron a deber 90 euros; estos otros, 200. Un día desaparecen. Si les llamo, no cogen el teléfono; sus amigos me dicen que ya se han ido a Alemania o al Reino Unido. ¿Quién lo sabe?”.
Algunos de los clientes de Noor quizá han obtenido papeles y hayan venido a parar al campo de refugiados de Cabo Sunión, un antiguo campamento del Ministerio de Cultura, ahora bajo la protección de la UE. Aparentemente, Cabo Sunión está bien, ofrece las mejores playas que rodean Atenas, es zona de clase media, media alta y también de ricos. Un viernes de una calurosa tarde de junio, el campo de Sunión está silente. Solo Omán Hebadod se ha retrasado para bajar a la playa con su mujer y sus hijos. “Llegamos de Damasco hace tres años y aún no hemos perdido la esperanza, pero el campo tiene problemas con el agua y los pequeños sufren picaduras de insectos”. Unos kilómetros más allá, en Lavrio, otro lugar de playas y veraneo, están los refugiados kurdos del PKK, perseguidos por el régimen turco de Erdogan. Hace años que se organizaron en una escuela, pero tienen a otros compañeros en un nuevo campamento de barracones-contenedores, rodeados de basura. “Por favor”, ruega el joven sirio que lo regenta, “enseñad este lugar. Tenemos niños, y después de los incendios del año pasado esto puede ser terrible”.
Los incendios. Una pesadilla que el verano pasado resultó terrorífica. El 23 de julio llegó el fuego que llovía del cielo, empujado por un viento en remolinos que convirtió el pino de la costa en una tea; arrasaba casas, destruía en segundos la más humilde, después se llevaba por delante la parte de arriba de la más grande; convertía los coches en bombas que reventaban, y la gente huía despavorida a la playa arrastrando a hijos y animales. Todo esto sucedió entre Mati y Nea Makri, en la zona de Maratón, a 50 kilómetros de Atenas. Cuando intentaban escapar al mar, la bajada a la playa estaba cerrada por alambradas, la mayoría vallando terrenos ilegales. Murieron 102 personas, algunas enviadas al fuego por policías que les desviaron mal, como Vicky Voukena, embarazada de ocho meses, con su hijo de siete años y su marido. Sobrevivió: “Estuve horas en el agua, esperando en fila para que los pescadores me recogieran”.
A Petros Márkaris, el incendio de Mati le sublevó, la sangre le hervía. Es una muestra más de la ineptitud de la clase política: “Dejaron construir casas ilegales a muchos ricos que se pegaron a las de los pobres desde hace décadas. Toda la clase política, toda, ha ofrecido a los dueños de las casas irregulares que las legalizarían a cambio de los votos. La campaña más eficaz era ‘Vótanos y te condonamos la casa”. El escritor está tan enojado como triste. La casa y el archivo de su amigo el cineasta Theo Angelopoulos, fallecido en 2012, ardieron en el incendio.
Si para Márkaris hay responsabilidades “graves” en los incendios, para Stergios Tsirkas, el nuevo alcalde de Mati, elegido el pasado 26 de mayo, “los mecanismos de ayuda no funcionaron. Tardaron mucho en llegar y teníamos muy pocos medios. El mismo día, unas horas antes, se declaró un incendio en otro lugar y nos dejaron solos”, recuerda, con el rostro sombrío. “Ha cambiado por completo nuestro modo de vida, todos conocíamos a alguna víctima. Nadie ha asumido responsabilidades, aunque hay 22 personas denunciadas”.
De vuelta a Atenas, en la plaza Syntagma, frente al Parlamento, está alojada la fiesta del Orgullo Gay en vez de las manifestaciones de otros tiempos. Miles de personas esperan el desfile que avanza por Estadiou, desde Omonia, con carrozas y charangas. El ambiente es tan festivo como en cualquier otra ciudad europea, aunque aquí, entre banderas arcoíris, está el retrato de Zak Kostopoulos, el activista queer de los LGTBI muerto a patadas por el dueño de la joyería que presuntamente iba a robar.
Froso canta esta noche en Monasterakis, acompañada por Tassos y Lambros Vasiliu. Hace cuatro años, Froso, nacida en Drapetsona, uno de los barrios históricos más pobres de El Pireo, era una de las víctimas brutales de la crisis. Veinteañera, con una voz que parte el alma, lo que ganaba como cocinera lo gastaba en clases de música y canto. Cuando podía. Syriza y Tsipras fueron su esperanza. “En estos cuatro años no han cambiado mucho las cosas. Tsipras ha mejorado la situación de los más pobres, pero los medios no lo habéis contado. La clase media ha pagado el esfuerzo con las subidas de impuestos. Para nosotros, los artistas, algo ha mejorado. Ahora los empresarios están obligados a hacernos un seguro, declarar que trabajamos en su local. Y ganamos un poco más, no porque paguen mejor, sino porque somos más conocidos y tenemos más actuaciones”. Es la menos desencantada de todos los entrevistados.
“Estoy enojada, decepcionada. El Gobierno hizo algo por los pobres, nada contra los ricos y a la clase media nos machacó”, se queja la maestra de música Stella Tyrakis
Stella Croneau —Stella Tyrakis en su familia, la sexta de los nueve hijos de Penélope— es profesora de música y canto en varios conservatorios privados de Atenas. Ha dado clases a Froso y Tassos, como a otros muchos chicos de Drapetsona que no tenían medios. Llega para escuchar a Froso y sus compañeros. Stella también puso sus ilusiones en el cambio de Tsipras. “Durante estos años he sobrevivido porque he doblado mi trabajo. Doy hasta 10 o 12 horas de clase en conservatorios privados, sin recreos. Y cobro 5 euros la hora frente a los 10 de antes. Soy una maestra reconocida en Atenas. Lo que me salva es que amo mi profesión. Estoy enojada, decepcionada. El Gobierno hizo algo por los pobres, no hizo nada contra los ricos y a la clase media nos machacó. Si tengo jubilación, será la mínima, 350 euros”. Stella no va a votar el 7 de julio porque se ve “una huérfana de los partidos”.
Tampoco Lambros Moustakis, la persona sin hogar a la que Yanis Varoufakis, el exministro de Economía de Tsipras, prometió ante la prensa que no le fallaría, se ha salvado de la decepción. “En los dos primeros años no recortaron tanto: el Gobierno incrementó las pensiones bajas y el subsidio de paro. Pero luego comenzaron a subir la luz, el agua, los impuestos. Me quitó los 200 euros que recibía de la UE por vender la revista de los pobres. Ahora ha estallado el asunto del nombre de Nueva Macedonia. En vez de hacer un referéndum, Tsipras aprobó una ley de acuerdo con una minoría del Parlamento. No, no les votaré”.
El acuerdo sobre el nombre de Nueva Macedonia ha reventado finalmente la paciencia de los griegos. A finales de enero, en medio de una bronca monumental en las calles, se firmó el pacto por el que la República de Macedonia, surgida en 1991 de la antigua Yugoslavia, pasará a llamarse Macedonia del Norte, tocando la fibra más sensible de millones de griegos. Pedro Olalla mantiene que, simplificando mucho, es como si “a una parte de Andalucía le pusieran el nombre del Algarve. Incluso esa comparación estaría más justificada porque los árabes ocuparon el Algarve”.
Atardece en Atenas. Vallado el centro de Omonia por reformas, griegos y refugiados se dirigen a sus casas o escondites. Los turistas bajan de la Acrópolis, pasan por Monasterakis hacia las terrazas que ofrecen mejor vista sobre el Partenón para hacerse un selfi. Es la única imagen idéntica a la de hace cuatro años.
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