jueves, 13 de agosto de 2020

Paris, je ne t’aime






Paris, je ne t’aime


La mayoría de la gente tiene un idilio con París. La suelen asociar con valores como el amor, la libertad y la elegancia, incluso aunque nunca hayan estado allí. Imaginan caminar por sus callecitas empedradas a la medianoche, hacer un picnic frente a la torre Eiffel, perderse entre sus galerías del siglo 18, tomar un café en los Champs-Élysées o celebrar el día de los novios a la luz de la luna reflejada en el Sena. Sí, la mayoría de la gente ama París. Yo no.
Mi historia con la capital de Francia empezó mal. Cuando la visité por primera vez, en febrero de 2013, hacía un frío espantoso y el sol no se dejaba ver más de seis o siete horas al día. Las medialunas se llamaban medialunas —croissant en español significa creciente, es decir, la media luna— pero no tenían ni de cerca el sabor de las medialunas, el metro estaba sucio y viejo y el francés se me hacía atravesado e inentendible. Un espanto. Por suerte, tres días después me fui de allí a la siempre soleada Roma, la cual desde entonces es mi capital europea preferida.
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Oh la la Paris
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Cuando volví a París en septiembre de 2016 la situación tampoco era la ideal. Recién llegaba de Islandia, un país que amé antes, durante y después de visitarlo, y mi cabeza no dejaba de recordar esos impresionantes campos de lava, glaciares, géiseres, cataratas y volcanes desperdigados por la remota isla del norte. Durante los primeros días en París sólo podía pensar en comprar un vuelo para volver a Reikiavik lo antes posible e instalarme en una casa de los suburbios a escribir durante el día y buscar la aurora boreal por las noches.
Pero eso no era posible. Estaba en París, y a Ro le hacía mucho ilusión conocer la ciudad —Ro es como la mayoría de la gente—, así que tenía que hacer un esfuerzo y salir a recorrer ese lugar horrible. Para no perder tiempo fuimos directamente a donde empiezan y terminan todas las visitas a París, el monumento más conocido de Francia y me atrevería a decir del mundo: la archi fotografiada, visitada, admirada, imitada y grotesca torre Eiffel.
¿Grotesca? Sí señor. Todos la conocemos, es lo primero que queremos ver cuando llegamos a París y nos quedamos embobados largas horas contemplándola pero, ¿significa eso que es linda? En absoluto. Yo creo más bien que si los extraterrestres llegaran mañana a la Tierra y vieran ese esperpento de caños oxidados en medio de esos espectaculares edificios y palacios de mármol, les resultaría muy difícil entender qué pasa por la cabeza de los humanos. Tampoco es necesario dejar volar tanto la imaginación: a la mayoría de los parisinos del siglo 19, la torre que diseñaron Maurice Koechlin y Emile Nouguier —aunque su jefe, Gustave Eiffel, se llevó todo el crédito— para la Exposición Universal de 1889 les pareció una aberración que arruinaba el entorno señorial de la ciudad.
Algunos escritores de la época fueron bastante explícitos en sus opiniones. León Bloy, por ejemplo, calificó a la recién inaugurada torre Eiffel como “una lámpara de calle verdaderamente trágica”, Paul Verlaine la comparó con “un esqueleto de atalaya” y François Coppée aseguró que se trataba de “un mástil de hierro de aparejos duros, inconclusos, confusos y deformes”. Sin embargo, a nadie disgustó tanto la nueva construcción como a Joris-Karl Huysmans, quien no dudó en definirla como “un supositorio acribillado de hoyos”. En fin, a pesar de que la torre no le gustaba a nadie en París, fue un éxito con los visitantes, por lo cual trascendió la Exposición Universal y llegó hasta nuestros días como el monumento pago más visitado del mundo.
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La torre Eiffel tiene otro gran defecto: es el único lugar de París desde donde no se ve la torre Eiffel
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Pero evidentemente los urbanistas locales tienen debilidad por el mal gusto, porque en 1989 a algún trasnochado se le ocurrió que al espectacular palacio que albergaba el museo del Louvre le faltaba algo. Algo como… una pirámide de cristal gigante en la entrada. Tal desgraciada idea fue obra del arquitecto chino-estadounidense Ieoh Ming Pei, arruinando así para siempre el hermoso palacio real construido en el siglo 12 y embellecido posteriormente por orden de la reina Catalina de Médici.
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El Louvre y su obscena pirámide
Para completar la triada de símbolos parisinos decadentes está el Moulin Rouge, escenario de numerosas películas, libros y obras musicales. No sé a ustedes, pero a mí me resulta cuanto menos irónico que uno de los lugares más representativos de la que es considerada la capital mundial del amor sea… un cabaret. Sí, bien situado, extremadamente caro y con clientela internacional… pero un cabaret, donde hombres bastante entrados en copas asistían a ver bailar a muchachas ligeras de ropa, con quienes además podían intimar en alguna de las buhardillas cercanas si el presupuesto lo permitía. Para el gran novelista ruso Alexander Blok no cabían dudas, el Moulin Rouge era “la Taberna del Infierno”.
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Un cabaret que simboliza el amor. ¿Qué más? ¿Un McDonald´s que venda comida vegana?
A pesar de que hasta altura del relato pueda parecer que París me resulta completamente antipática, hay lugares de la ciudad que sí me gustan, como el auténtico y agradable barrio de Le Marais, lleno de bares y restaurantes muy animados, especialmente los fines de semana. También la Isla de San Luis, una zona residencial mucho más tranquila y acogedora que la siempre llena Isla de la Ciudad. Por otra parte, Montmartre siempre resulta encantador, con sus calles empedradas desperdigadas por la colina y los pintores y dibujantes callejeros que despliegan su arte en las veredas.
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Champs-Élysées
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París también me gusta por otras cosas. A diferencia de Reikiavik, Dublín o Londres por ejemplo, no llueve todo el tiempo. Resulta agradable disfrutar del sol sin concesiones, olvidándose por unos días del molesto ejercicio constante de abrir y cerrar el paraguas —que ni siquiera tenemos— cada cinco minutos. Y ya que estamos con Londres, otro de los puntos a favor de Paris es que todavía son mayoría allí los franceses. Que no se malentienda: me encanta el cosmopolitismo de la capital inglesa, pero también extraño un poco su falta de identidad local, relacionada en mi imaginario sobre todo a la literatura, pero también al cine, al teatro y a la televisión. Paris sigue siendo Francia; Londres, en cambio, sólo es Londres.
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Montmartre y el nuevo Messi haciendo jueguitos en un poste de luz
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La Basílica del Sagrado Corazón
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Galería Lafayette
¿Más? Me gusta como los franceses entran a los comercios sólo a comprar una baguette de pan, que los cafés estén siempre llenos al atardecer, que sus parques y jardines se vean muy cuidados, que tengan una rica tradición literaria, que hayan abolido la monarquía, que sean la cuna del genial Asterix, que organicen cada año Roland Garros y que lo primero que respondiera el mozo de un restaurante al que fuimos a comer cuando le dijimos que éramos argentinos fuera “¡Loco Bielsa!”. En fin, París, yo no te amo, pero he aprendido a quererte.
Nota sobre el título: significa París, yo no te amo, y es una referencia a la película de 2006 “Paris, je t’aime” (París, yo te amo), que pueden ver si les encanta París.

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