viernes, 21 de agosto de 2020

Elizabeth Taylor / El hotel de Mrs. Palfrey / Introducción





Elizabeth Taylor
EL HOTEL DE MRS. PALFREY

INTRODUCCIÓN de Paul Bailey

    No tengo más remedio que empezar estas páginas sobre la penúltima novela de Elizabeth Taylor con una nota personal. Trabajaba yo como empleado en Harrods, cuando en 1967 se publicó mi primer libro, At the Jerusalem, cosa que le pareció al periodista del Times un hecho de interés para los lectores del diario. Un año después de la publicación conocí a Elizabeth Taylor en una fiesta. Ella me contó lo mucho que le había intrigado que un hombre de casi treinta años hubiera elegido un hogar para ancianas como escenario de una novela y me dijo que había ido hasta el departamento de revistas de Harrods para ver qué aspecto tenía tan curioso ser. Continuó diciendo que me había estado observando trabajar durante alrededor de una hora, sentada en el salón contiguo. Sonrió mientras me hacía esa confesión. Añadió que no había esperado encontrar a un hombre de aspecto joven, que esperaba hallar a una persona un tanto marchita.

    Cuando en 1971 leí Mrs. Palfrey at the Claremont, recordé la revelación de Elizabeth Taylor. Ludovic Myers, el joven que ayuda a la señora Palfrey cuando ella se cae en la calle y que a continuación le ofrece su amistad, es un novelista manqué. A lo largo de todas las páginas de Mrs. Palfrey, Myers se dedica a escribir un estudio sobre la ancianidad, al que (alterando una frase pronunciada mientras toma un jerez antes de cenar con su amiga ya entrada en años) da el título de They Weren't Allowed to Die There (No se les permitía morir allí). El trabaja en Harrods, en el sentido de que se lleva su manuscrito al departamento de créditos (actualmente suprimido), donde va emborronando páginas alegremente, rodeado de Honorables sin un céntimo y de fatigadas damas de provincia que descansan los pies antes del viaje de regreso a su hogar en el condado. Ludo, como yo, es un ex actor, que se ha cansado de trabajar en una raída compañía de repertorio y no desea repetir la experiencia. En otras palabras, me envanece pensar que di a Elizabeth Taylor un poco de inspiración para el que, sin duda alguna, es uno de sus libros más hermosos.
    Laura Palfrey, la viuda de un administrador que sirvió en las colonias, es lo que se entiende por una «real hembra». «Era de complexión robusta y tenía un rostro noble, cejas oscuras y una mandíbula claramente definida.» La descripción prosigue sin una huella de ironía por parte de la autora: «Hubiera resultado un hombre guapo y distinguido y a veces, en traje de noche, parecía un famoso general disfrazado de mujer.» De este modo, la señora Taylor, de un modo agudo y vivo, presenta a su heroína en la segunda página de la novela. Del mismo modo describe la fuerza moral de Laura: «Incluso de recién casada, viviendo en unas condiciones extrañas y alarmantes en Birmania, había permanecido espléndida, tranquila, cuando (por ejemplo) la llevaron en barca y cruzaron a remo unas corrientes, hacia su nueva casa: se mantuvo serena al hallarla más que húmeda y con una serpiente enrollada en la barandilla para recibirla. Se armó de valor y se hizo fuerte, lo mismo que esa tarde en el tren.» Ese cliché «se hizo fuerte», colocado con toda precisión, inmediatamente informa al lector de que Laura Palfrey y la autocompasión nunca han tenido relación alguna; que ahí está presente un ser humano preparado para soportar y superar todo tipo de inconvenientes y obstáculos que la vida le ponga en el camino.
    Pero Laura no está viajando hacia un puesto fronterizo sembrado de serpientes. Está entrando por el pórtico, el pomposo término parece apropiado, del hotel Claremont, situado en Cromwell Road. Está a punto de unirse a las filas de los rechazados: Mrs. Arbuthnot, encogida por la artritis, Mr. Osmond siempre escribiendo a vuela pluma cartas al Daily Telegraph; Mrs. Post, que hace punto sin cesar; la abotagada Mrs. Burton, apestando a whisky ya a la hora de comer. Estos compañeros supervivientes se hallarían en una residencia estatal de no tener dinero suficiente para satisfacer su orgullo viviendo lo que les queda de vida en un hotel residencia. Es el lector quien se da cuenta de que han sido abandonados, no han abandonado ellos. De los «cinco habituales», sólo Mrs. Burton parece tener un contacto continuado con el mundo de fuera del Claremont, gracias a la persona de su cuñado que cena y bebe con ella siempre que puede. Los demás, particularmente el último en llegar, esperan todos a alguien o que algo suceda. Poco después de su llegada a ese distinguido infierno, la orgullosa y valiente Laura Palfrey se oye a sí misma elogiando a un atento nieto que no existe. Ella tiene un nieto, por supuesto, pero la manera de ser de Desmond no es del tipo que despierte la simpatía de esa recta e independiente mujer que es la madre de su madre. En su afán por seguir siendo un ser superior (otro adecuado cliché) entre sus compañeros de disimulada desgracia, Laura transforma a Desmond en el nieto de su imaginación: un activo, interesante, encantador joven; no el soso, pedante joven que pronto se aburre y cuya compañía ella inmediatamente encuentra insoportable. Es un rasgo del arte de Elizabeth Taylor el sugerir que a Mrs. Palfrey le aflige el practicar ese inocente engaño.
    La pequeña mentira se convierte en lo que Laura Palfrey llamaría «una bola», cuando, en un momento de inspiración, convence a su salvador, Ludo, para que ocupe el sitio de Desmond y le invita a cenar en el Claremont, donde Ludo se zampa los tres horribles platos del menú con una rapidez que a ella le parece a un tiempo enternecedora y desconcertante. El joven tiene encanto y buenas maneras, a pesar de que la suela de uno de sus zapatos está suelta y va golpeando la alfombra cuando entra en el comedor. Al parecer, observa ella con alivio, recibe la aprobación, aunque otorgada de mala gana, de Arbuthnot, Burton, et al. Laura empieza a disfrutar de su perversidad, pues eso es lo que le parece a ella, dada la rigidez de su código moral.

    Elizabeth Taylor pinta a los residentes del Claremont con una simpatía que su mirada penetrante y distanciada no disminuye, sino aumenta. Tiene el don de captar la crueldad inintencionada que utiliza la gente para protegerse de la crueldad, no siempre inintencionada, de los demás. Su oído para el insulto es con mucha frecuencia tan fino como el de Jane Austen. La señora Taylor, felizmente, tenía conciencia de que las clases altas inglesas están dotadas de gran talento para hacer que un chasco suene como un cumplido: el secreto estriba en el tono de voz. Novela tras novela sus personajes dicen cosas indecibles con la mayor amabilidad.
    Lady Swayne, que honra el Claremont una vez al año con una visita excesivamente breve, es la personificación de cierto tipo de terrible amabilidad, es la hermana espiritual de Lady Catherine de Bourgh y de Mrs. Elton. Cuando tiene un prejuicio su modo de expresarlo es anteponer una excusa:

    ...a todas sus intolerantes o autoelogiosas afirmaciones anteponía un «lo siento pero». Lo siento pero no fumo. Lo siento pero pertenezco a la iglesia anglicana conservadora. (Alguien había mencionado el oratorio de Brompton.) Lo siento pero me gustaría ver al primer ministro ahorcado, ahogado y descuartizado. Lo siento, pero me temo que aquí se revela el zorro. Lo siento pero no lo encuentro demasiado divertido.

    La señora Taylor no es menos benevolente con Mrs. de Salis, la cual consigue no residir en el Claremont. Es un toque maestro, el que la única fotografía que posee de su hijo («Mi guapo Willie») muestra a un chico guapito con aspecto de pertenecer al conjunto de baile de una revista musical pasada de moda. El Willy que Mrs. Palfrey, Mr. Osmond, Mrs. Burton y Mrs. Post conocen en una horrible y memorable fiesta (una de las escenas más cómicas del libro) es un tipo completamente distinto, con carita fofa y grandes entradas. Willy envuelve las botellas de brebaje barato con una servilleta como si estuviera sirviendo champán.
    Elizabeth Taylor, cuyas ideas políticas eran izquierdistas, hizo justicia artística a aquellos cuyas opiniones sin duda despreciaba. Los personajes de sus novelas y de sus incomparables narraciones cortas son, en general, gente bien: participan en gymkhanas, viajan, coleccionan antigüedades. Elizabeth Taylor no les hace blanco de una sátira fácil, sino que los muestra conscientes de la desolación y del dolor de la vida. Los viejos de Mrs. Palfrey en el Claremont son, imagino, tipos familiares, pero no en manos de la señora Taylor. El suyo es un arte valiente, a pesar de la pequeñez de su escala; invita a uno a mirar de nuevo a los seres humanos, a aquellos a los que nosotros, los de convicción liberal, tendemos a descartar por ridículos o reaccionarios. Debido a su tema, su arte delicado y sutil no fue tratado, en los últimos años, con la seriedad que merecía. Esta visión parcial no se puede defender ya, si es que alguna vez fue posible hacerlo. Sus descripciones de lo que ocurre en los campos de batalla adornados con chinz son de un valor que perdura por la sencilla razón de que están exquisitamente escritas. Y, de todos modos, la vida sigue siendo la vida, ya se la contemple desde un asiento de primera fila o desde una piedra situada junto a una escombrera.
    Acabaré, como empecé, con un recuerdo personal. En agosto de 1973, escribí un largo artículo sobre la obra de Elizabeth Taylor para el New Statesman. Pocos días después de su aparición recibí una carta de ella. Me escribía:

    Siento, pasado el tiempo, que mis libros han caído en un pozo y que tienen que permanecer allí para siempre. Y allí estaban, cuando una vez más los ha sacado a la luz del día alguien que de verdad los ha leído.

    Yo continúo leyéndolos, del modo en que leo los libros que he llegado a amar, por placer, y para aprender. Envidio a los lectores que llegan a su obra por primera vez. El suyo será un gozo inesperado, y si los leen como ella quería que se leyeran, aprenderán muchas cosas que les sorprenderán.

  Londres, 1982




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