jueves, 27 de agosto de 2020

La ciudad como protagonista literaria







Vista de Roma con el monumento a Víctor Manuel II, en la plaza de Venecia, al fondo a la izquierda.
Vista de Roma con el monumento a Víctor Manuel II, en la plaza de Venecia, al fondo a la izquierda.  GETTY IMAGES

La ciudad como protagonista literaria

Los paisajes urbanos evocan los recuerdos y sostienen una trama. Cuatro escritores llevan de viaje al lector por los escenarios de Nápoles, Roma y Marsella


Javier Aparicio Maydeu
31 de julio de 2020

Manhattan Transfer es la sinfonía que John Dos Passos le compuso a Nueva York humanizando esos desolados espacios urbanos que retrató Berenice Abbott. También el Ulises, de James Joyce, es una guía lingüística de Dublín, y Berlín Alexanderplatz, de Alfred Döblin, una guía etológica de Berlín, y El zafarrancho aquel de Via Merulana, de Carlo Emilio Gadda, la guía guiñolesca de Roma. Entre La hierba de las noches y En el café de la juventud perdida, con su topografía urbana, sus plazas, bulevares, cafés de barrio y estaciones de metro, Patrick Modiano construye un plano de París por el que merodean sus personajes cuando salen de incógnito de inmuebles como el que Georges Perec reveló en La vida instrucciones de uso, convirtiendo por sinécdoque un edificio en un mundo.
Las ciudades que ordenan los recuerdos y las que los evocan; las ciudades que sostienen la trama novelesca y las que la hacen innecesaria; la megalópolis que crece sin mesura y cubre el mundo mientras devasta la naturaleza, también la humana cuando enferma el hombre del síndrome de Hopper, la soledad colectiva; y la ciudad como ecosistema, como telaraña, microcosmos, civilización y gentrificación, jaula y refugio; la ciudad colmena y la ciudad de los prodigios y la ciudad y los perros y la ciudad de cristal; El Cairo de Mahfouz y La Habana de Cabrera; Nueva York en Taxi Driver, en Metropolis de Lang y en un neoplasticismo de Mondrian convertido en plano de Manhattan; y el Berlín de George Grosz, la Venecia de Mann y la Viena de Musil, el París de Hemingway, Chagall y Cortázar; Lisboa es de Tabucchi, Estambul es de Pamuk y Roma de Fellini; y las ciudades inventadas de Kafka, de Jünger, de Lovecraft, de Julien Gracq, y las ciudades imposibles que conforman Las ciudades invisibles que concibió Italo Calvino persuadido de que las ciudades, como las novelas, “son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; lugares de trueque”. A la tradición universal de lo que el crítico Jean-Yves Tadié denominó roman de la ville, ville du roman, y en cuya nómina italiana figuran Gadda, Calvino, Bassani, Elena Ferrante o Erri De Luca, se incorporan las cuatro novelas que reunimos aquí y que contribuyen a enriquecer la buena literatura tanto como a completar el gran atlas de geografía humana en el que se ha ido deviniendo la novela contemporánea.
El último verano en Roma enamoró a Natalia Ginzburg cuando Garzanti la publicó en 1973 agotándose de inmediato su tirada antes de caer en el olvido. Lejos de la obsolescencia, esta poderosa crónica en forma de soliloquio es un feliz rescate editorial que le devuelve al lector esa Roma festiva y decadente a un tiempo de La dolce vita, y Mastroianni bien podría interpretar el papel de Leo Gazzarra, el aprendiz de periodista y de casi todo, empedernido lector de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, de Bob Dylan Thomas y Henry James Joyce y consumidor insaciable de las magdalenas de Proust, que llega a la ciudad eterna dejándose seducir por el misterio de Arianna y por el placer de recorrerla con un Alfa Romeo entre atardeceres rojos con cientos de golondrinas que tal vez vuelan presagiando la ruina del héroe. La Roma de Calligarich es una metáfora del amor a la que se asoma Moravia, y a la vez un cóctel de marginación, fruición y diletantismo, y el atestado de un fracaso, un ejercicio de introspección cuyo narrador culto e irónico trae a la memoria la voz de aquel bohemio Jep Gambardella de La gran belleza, de Sorrentino. Otra Roma muy distinta le espera al lector de la nueva conquista de Melania Mazzucco, uno de los grandes nombres de la narrativa italiana contemporánea, una Roma de acogida de refugiados que, como Brigitte, escapan de un Congo atroz con cierta posición y llegan a la estación Termini habiendo atravesado alambres de espino y con muros de papel por atravesar. La autora de Ella, tan amada o Limbo practica la novela de no ficción de Capote (o el nuevo periodismo, decida el sabio lector). Nuevo relato de un náufrago, Mazzucco ha escrito una novela documental de la solidaridad en la que Roma ejerce el papel de urbe entendida como laberinto físico y mental por el que extraviarse quienes se preguntan, como Maiakovski en uno de los esmerados epígrafes que abren capítulo: “Camino y recorro calles y avenidas. ¿Qué hacer con este infierno que en mi interior habita?”. Burocracia, xenofobia y metaficción en una novela comprometida hasta la médula y cercana a Mailer, Oz, Atwood o Coet­zee, paladines del activismo social. De Trinità dei Monti y el scotch de Calligarich a la Piazza Venezia y Cáritas en el desgarrador alegato de Mazzucco. Melania, dile a Brigitte que todos estamos con ella.

Mazzucco ha escrito una novela documental de la solidaridad en la que Roma ejerce el papel de urbe entendida como laberinto físico y mental

Y sí, cuatro paredes y un balcón son el escenario del delicioso diálogo literario entre el abuelo septuagenario y dibujante y el travieso nieto de cuatro añitos en la novela de Domenico Starnone, el autor de Ataduras, su aplaudida novela sobre matrimonio e infidelidad y, según los enterados de turno y por decirlo de algún modo, otro heterónimo de Elena Ferrante: si existe la presunción de inocencia autorial, y salvo acreditados apócrifos, quien firma es quien es. Starnone sostiene sobre la ferrantiana ciudad de Nápoles la cuerda en la que el pequeño Mario y su abuelo dibujante mantienen su relación de funambulistas de la vida. Lavinaio, Carmine y las callejuelas hasta el mar de la juventud de un abuelo que intenta que la genealogía familiar no acabe siendo un árbol sin ramas.
Carofiglio juega a la novela de aprendizaje de la mano de los recuerdos contrariados de un hijo desvalido explorando la vida en Marsella con 18 años y un padre divorciado, con insomnio por prescripción facultativa, con la duda de si es suave la noche y la certeza de que la noche del alma es para siempre oscura. Iluminaciones en la ciénaga urbana, un flashback de 30 años que un hombre de 50 lleva a cabo para recordar que alcanzó la madurez en una ciudad francesa en la que se perdió entre sus tentadoras calles para encontrarse a sí mismo.
Paisajes metropolitanos, personajes que los habitan y narradores que nos lo cuentan. También el urbanismo ordena la vida (y estructura la novela).
EL PAÍS

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