Elizabeth Taylor |
La otra Elizabeth Taylor: redescubriendo a una de las mejores novelistas inglesas del siglo XX
Hubo otra Elizabeth Taylor. Alejada de Hollywood, de Cleopatra y los brazos de Marlon Brando en “Un tranvía llamado deseo“, la otra Elizabeth Taylor fue una extraordinaria novelista, seguramente una de las mejores de la segunda mitad del siglo XX en Inglaterra, aunque haya caído desgraciadamente totalmente en el olvido.
Casualmente, y con tintes de broma macabra del destino, la historia de las dos Elizabeth Taylors está sorprendentemente ligada. Cuando la Taylor escritora comenzaba a despuntar con su primera novela, “At Mrs. Lippincote“, en 1944, la película “National Velvet“, aquí traducida como “Fuego de juventud“, catapultó al Olimpo del celuloide a la Taylor actriz, cuando ésta sólo contaba con doce años. Con lo que la primera nunca pudo destacar del todo, al no tener un nombre propio famoso por méritos propios. Estaba condenada a explicar siempre que “no era esa Elizabeth Taylor”. Incluso recibía cartas de admiradores, pensando que era la actriz, donde le pedían fotos suyas en bikini. “Mi marido piensa que debería enviárselas y dejarlos perplejos, pero no tengo un bikini”, reconoció en una entrevista al Times en 1971 con un perfecto humor inglés.
Sin embargo, para un selecto grupo de escritores la única Elizabeth Taylor que cuenta es la escritora. Kingsley Amis, su mayor admirador, dijo que era “una de las mejores novelistas nacidas en el siglo XX” y Antonia Fraser aseguró que “es una de las escritoras más subestimadas del siglo”. Anne Tyler llegó incluso a afirmar que era la Jane Austen contemporánea, lo que era completamente excesivo, aunque no hay duda de que Elizabeth Taylor tenía un talento descomunal. Junto con Barbara Pym, fue una de las más destacadas escritoras de las segunda mitad del siglo pasado.Rescatada del olvido después de muerta
Claro que todos los piropos le llegaron después de muerta. En vida, aunque vendía muchos ejemplares, apenas recibió reconocimientos y la crítica siempre la miró por encima del hombro. Llegó a publicar dos cuentos cortos en la prestigiosa revista “New Yorker” y una de sus novelas, “La Sra. Palfrey en el Claremont“, fue finalista del premio Booker, el de más solera en el Reino Unido. Aún así, cuando murió, en 1975, estaba prácticamente olvidada.
Tan sólo póstumamente, cuando apareció “Blaming” en 1976, le concedieron el Whitebread-Prize, que tuvo que recoger su mardio.
Para los críticos, era otra escritora más del grupo de novelistas mujeres que proliferaron después de la Segunda Guerra Mundial y que se centraron en el día a día de mujeres acomodadas, de modales respetables, generalmente residentes en el campo. Una lista que incluía a E.H. Young, Rose Macaulay, Ivy Compton-Burnett, Sylvia Towsend Warner, Elizabeth Bowen, Sybille Bedford, Edith Templeton y Barbara Pym. Todas ellas menospreciadas en su momento por producir lo que en aquel momento se descalificaba como “literatura femenina”, a saber entonces: obras de bajo voltaje con personajes cursis, normalmente de alta alcurnia. Historietas facilonas para un público femenino sólo acostumbrado a leer revistas de moda.
Los estereotipos y el desprecio machista eran más que evidentes. Y eso que eran el país de Jane Austen, las hermanas Brontë y Virginia Woolf.
Fue en la década de los ochenta, cuando la editorial inglesa feminista Virago recuperó todos sus títulos y los volvió a publicar con prólogos de prestigiosas autoras (Hilary Mantel, por ejemplo), que la obra de Taylor comenzó a ser reexaminada. En 1984 llegó el gran colofón: la crítica británica eligió una de sus obras, “Ángel“, como una de las trece mejores novelas inglesas escritas después de la Segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos, la sacrosanta “New York Review of Books“, considerada la Biblia de la intelectualidad neoyorquina, reeditó tres de sus novelas y una de sus historias cortas, “A view of the harbour“, Una vista del puerto, considerada una de sus mejores creaciones. En 2007, François Ozon llevó al cine “Angel” con una película del mismo nombre.
Una escritora mucho más profunda –y revolucionaria– de lo que parece
Parte de que no fuera famosa se lo debe a la desafortunada coexistencia de nombres, pero también hay que decir que huía de toda publicidad. Se codeaba con escritores (era íntima de Elizabeth Bowen, Ivy Compton-Burnett y de Barbara Pym, y se llevaba bien con Robert Liddell y William Maxwell), pero no se movía en círculos literarios. Apenas concedía entrevistas, no se dejaba caer por fiestas y no participaba en los ambientes bohemios. Una vez, su amiga Elizabeth Jane Howard la entrevistó en televisión. Taylor estaba tan incómoda que parecía un “búho enjaulado”. Tenía tantas ganas que aquel calvario acabara rápido que contestó treinta preguntas en minuto y medio. Sólo maculló monosílabos: “sí” o “no”.
Sus amistades se mantenían fundamentalmente por carta. “A menudo una aprende más así de las personas”, defendía. Tal era la defensa de su privacidad, que se aseguró que todas sus cartas fuesen destruidas tras su muerte. No hubiese soportado la idea de alguien inmiscuyéndose en su privacidad.
Su mundo era la tranquilidad y domesticidad de la campiña inglesa, en el bucólico condado de Buckinghamshire, donde vivía con su marido, un fabricante de caramelos, y sus dos hijos. Allí escribió sus novelas, doce de las cuales fueron publicadas, además de cuatro volúmenes de cuentos y un libro infantil. Tenía una rutina plácida, de ama de casa acomodada en la década de los cuarenta y cincuenta, que le permitía escribir. Incluso reconoció en una entrevista que desarrollaba las tramas de sus novelas mientras planchaba. Tuvo una vida donde, en sus propias palabras, “nada sensacional ha ocurrido, afortunadamente”.
Esa domesticidad será la que centre su obra. Sus protagonistas son mujeres de clase media o media-alta, de las casas impolutas de los Home Counties y de los distinguidos barrios de Kensington y Chelsea. Son mujeres que cocinan, limpian, cuidan a la familia, mantienen limpio el jardín y se distraen preparando té y scones para sus amigas. De hecho, a simple vista, todas sus obras son livianas, tirando a cursi y con títulos facilones: “At Mrs. Lippincote“, por ejemplo, que fue la primera, o “A Game of Hide-and-Seek” (aquí traducido por “El juego del amor“), o “El hotel de la señoa Palfrey“, o “La señorita Dashwood“.
Sin embargo, bajo la presunta perfección y supino aburrimiento, Taylor descubre las tensiones, las confusiones e incluso el desorden que subyacen en una sociedad marcada por un férreo código ético. Taylor es una maestra a la hora de presentar viñetas, escenas fragmentadas que tratan muchas veces de eventos arbitrarios. Un funeral, una coincidencia asombrosa, un encuentro fortuito, por ejemplo, desatan fuerzas que se escapan al control y estricto orden.
Y ahí yace su genio.
Lo vemos en “La señorita Dashwood“, que aquí recuperó Ático de los Libros. En principio es una obra, medio Dickens medio Jane Austen, poblada de huérfanos, alcohólicos y desamparados y enmarcada en una mansión, Cropthorne Manor, decrépita y llena de telarañas. Hasta allí se trasladará Cassandra Dashwood para trabajar como institutriz y allí se enamorará, pero lo que podría haber sido una ñoña historieta de amores juveniles se transforma rápidamente, y con una prosa elegantísima, en una narración claustrofóbica, llena de secretos y frustraciones, con grandes dosis dramáticas.
Lo vemos también en “Un alma cándida“, aquí publicado por Gatopardo Ediciones, en donde Liz, una pintora bohemia, rehúsa seguir la tónica general de todos los personajes que la rodean y no sucumbe al refinamiento y encanto de Flora, una mujer que aparentemente lo tiene todo.
Los personajes de Taylor están alejados de los estereotipos de las novelas facilonas.A Taylor se la ha comparado siempre con Jane Austen, por su recreación del mundo de la alta sociedad, aunque lo más adecuado sería ligarla con Charlotte Brontë, por su interés en comportamientos que se salen de la norma, que incluso caen en cierta vulgaridad y se recrean en comentarios inapropiados.
Lo vemos desde su primera novela, escrita cuando tenía 33 años. En “At Mrs. Lipprincote” tenemos a una joven esposa que no para para de meter la pata y que es descrita como una “slut”, algo así como una barriobajera sin decoro, por decirlo suavemente. No todos sus personajes llegarán a tales extremos, pero a Taylor le gustaba introducir elementos que demostraban lo revolucionarias que eran bajo la superficie. Muchas se toman pintas en los pubs y apuestan en las carreras de caballos.
El primer párrafo de “Un alma cándida” es un ejemplo perfecto de estos comportamientos erráticos:
Hacia el final del discurso del novio, la novia se hizo a un lado y, por una abertura que había en la carpa, comenzó a arrojar migas de la tarta de boda a las palomas que había fuera. Lo hizo algo abstraída, y empezaron a llegar más palomas, que desde su casa de madera aterrizaban sobre los establos. Causó un ligero y divertido revuelo entre los invitados, pero ella no se dio cuenta. Su marido se sintió avergonzado y pensó que era demasiado pronto en su vida de casados como para sentirse así; pero de eso ella tampoco se dio cuenta.
Además, a Taylor le encantaba reírse de las rígidas costumbres de la alta sociedad británica, comenzando por su profunda adversión a todo lo que sonase a intelectual. Su mejor obra, “Ángel“, aquí publicada por Anagrama, es de hecho una mirada muy sarcástica a la obsesión de la “landed gentry“, la famosa aristocracia rural inglesa, por historietas románticas que no exigen de ninguna neurona viable. En el libro, Angelica (Angel) Deverell es una jovencita de origen humilde (hija de una tendera y hermana de una criada) que se convierte en rica y famosa escribiendo melodramas aristocráticos sin substancia, aunque grandilocuentes y fascinantes. Tanto éxito tendrán estas obras y tal obsesión desarrolla la autora por ellas, que Angelica se acabará por creer que ella es una heroína de sus propias novelas.
Es una obra de una gran elegancia narrativa donde disecciona las estratificadas clases sociales ingleses, y desmenuza a la clase alta, con sus prejuicios, sus odios poco disimulados, su fatuidad y vacuidad. Una obra de gran complejidad social y profundo análisis psicológico que hubiese merecido mucha más fama y fortuna.
Una mujer que quiso saltarse todas las normas
En el fondo, las novelas reflejaban las ansias de libertad e incorformismo que la propia autora experimentaba bajo la coraza de perfecta ama de casa británica.
Nacida en 1912 en Reading, con el nombre de Dorothy Betty Coles, vivió de pequeña en un barrio a las orillas del Támesis poblado de artistas. Apesar de provenir de una familia humilde, fue a la mejor escuela femenina de la zona. Y allí descubrió la literatura.
Odiaba las matemáticas, recibió lecciones de griego y fue muy precoz en la escritura. Ganó los premios literarios del colegio todos los años y a los doce años ya estaba enviando poemas para ser publicados a la prestigiosa revista “Life and Letters” de Bloomsbury; a los dieciseis ya tenía acabadas varias novelas y obras de teatro.
Por culpa de las matemáticas no pudo ir a la universidad y se tuvo que conformar con cursos de mecanografía. Acabó siendo institutriz, luego profesora de guardería y más tarde bibliotecaría. Por el camino, además, se hizo comunista (más tarde se volvería laborista).
A los veinte años, decidió cambiarse su propio nombre: siempre había odiado que la llamasen Dorothy y había conseguido, para disgusto de su propio padre, que se la conociera como Elizabeth.
Se casó con John Taylor, de quien adoptó el apellido, sin ser consciente de que aquella tradición anglosajona le costaría no poder destacar por sus libros. Fue entonces cuando se convirtió en Elizabeth Taylor.
Junto con su marido se trasladó al bucólico pueblecito de Penn, en el condado de Buckinghamshire, en donde cuidó de sus dos hijos y escribió sus novelas. Allí moriría, a los 63 años de edad.
De su vida se sabe poco más. Se conoce que comenzó a publicar a los treinta y tres años. El libro, At Mrs. Lippincote, lo escribió mientras su marido servía en las fuerzas aéreas durante la Segunda Guerra Mundial. Un año más tarde aparecería “La señorita Dashwood” y poco más tarde vendría “Una vista del puerto“, una sagaz novela sobre una atracción amorosa extramatrimonial en un pueblo costero.
Tuvo altibajos en su carrera y durante bastantes años no publicó nada. Solo cuando regresó con “Angel“, en 1957, recuperó cierta notoriedad y resurección literaria.
Pero de poco le serviría en vida. Cuando murió ni la crítica la respetaba ni el público la recordaba. Es una de esas injusticias que el tiempo, afortunadamente, se empeña en resarcir.
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