"Nada de alarmismos. El virus sólo está matando a los viejos." |
La verdadera peste
Despreciar a los viejos por el solo hecho de su edad es una peste que todavía no tiene cura.
Juan Esteban Constaín
11 de marzo de 2020
De todas las imágenes que ha suscitado el ‘coronavirus’, la mejor es quizás la que publicó hace algunos días, en su sección diaria de la primera página del 'Corriere della Sera', el caricaturista italiano Emilio Giannelli, no en vano apodado ‘el maestro’. Es un dibujo simple y brutal: dos ancianos ven las noticias por televisión; entonces dice un periodista en la pantalla: “Nada de alarmismos: el ‘coronavirus’ solo está matando a los viejos...”.
Como si ese fuera un atenuante, como si ese fuera un consuelo. El otro paliativo, por estos días de pandemias y pestes, es el que proponen quienes aseguran, muy rápido y con cara de expertos, con el rigor científico de una cadena de WhatsApp, que no hay nada de qué preocuparse, que todo es una conspiración del ‘poder’ y que la gripa mata a mucha más gente al año.
Es el delirio estúpido, siempre, de creerse muy original y brillante al distanciarse de la masa (ah, claro); acreditar una gran inteligencia con el expediente infantil de ponerlo todo en duda y relativizar y despreciar y minimizar los alcances de la realidad y sus peligros, como si uno tuviera una información privilegiada y una intuición de gurú que los demás no. Saberse más astuto caracteriza por lo general a los idiotas.
Pero la idea de que hay que estar tranquilos porque el ‘coronavirus’ solo mata a los viejos, que igual de algo se iban a morir pronto o ya debían de haberlo hecho, es una infamia miserable y peligrosa: primero, porque eso no es del todo cierto, y las complicaciones de una enfermedad así –de ahí que no sea una gripa más, un catarro cualquiera– empiezan a afectar muy pronto a toda la población, no solo a los más vulnerables.
Como lo explicó hace muchos años William McNeill, y esta frase parece sacada de 'Los Simpson', las pandemias lo son por una conjunción de factores que hacen que la enfermedad vaya más rápido que la sociedad y crezca de manera exponencial, mientras los sistemas de salud colapsan, se revientan. E ir por el mundo de ingeniosos y relajados, negando los hechos por vulgares, no sirve para conjurarlos sino al revés, los empeora.
Y segundo, y sobre todo, porque para la especie humana no hay nada más valioso que un anciano; no hay mayor tesoro que ese, los viejos. El atributo esencial de la humanidad, lo que la caracteriza y la define, además de la envidia y la guerra y el amor, es la experiencia: la consciencia de la vida como un hecho que debe ser narrado y comprendido, recordado, explicado a partir de su pasado que aún vive.
La historia entera de la humanidad, por virtud de la memoria individual y colectiva, ocurre y se perpetúa en cada quien como un relato y una lección: una suma de experiencias que nos pertenecen a todos, así no las hayamos vivido. De eso se trata, por lo cual en las grandes culturas hubo siempre un respeto reverencial hacia los ancianos: los verdaderos depositarios y testigos del tiempo, los que más lo han recorrido y conocido.
Nuestra sociedad, en cambio, esta sociedad de hoy que ya ni moderna merece ser llamada, cultiva como una virtud y un mérito lo que solía ser –y de muchas maneras lo es– un gran defecto: la juventud, la inexperiencia, la poca vida a cuestas. Con la idea de que lo importante ahora es el ‘conocimiento’, visto además como una especie de competencia feroz en la que solo los jóvenes tienen algo que decir, hemos renunciado a la sabiduría.
Despreciar a los viejos, considerarlos inútiles, innecesarios, obsoletos, prescindibles por el solo hecho de su edad: esa es una peste también, terrible, que lleva ya demasiado tiempo y todavía no hay cura.
Y que el ‘coronavirus’ los afecte más a ellos es suficiente razón para verlo con horror y tomárselo en serio.
EL TIEMPO
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