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Thomas Bernhard
Ilustración de Fernando Vicente |
José Antonio Montano
El último mar de Thomas Bernhard
Málaga es una ciudad absolutamente bernhardiana. Ante todo, porque podría pasarse uno horas (¡páginas!) despotricando contra ella, como hace Bernhard con Viena o Salzburgo. No tengo ganas de explayarme hoy. Baste decir, por el momento, que aquí todo es un desastre y un horror… menos el mar (¡el azul del mar, la brisa del mar!) y la luz. La única tarea malagueña digna sería, por tanto, la de abrirse al mar y a la luz. Solo eso: abrirse al mar y a la luz. Los urbanistas, abrir sus espacios al mar y a la luz; los escritores, abrir sus páginas al mar y a la luz. Pero sucede justo lo contrario: todos, urbanistas y escritores, se dedican a taponar sus espacios y sus páginas con inicua mampostería. Algún día el mar tendría que vengarse y montar un buen tsunami azul que extirpara ese tapón, en plan operación de cataratas. Un buen latigazo de azul que arramblase con todo.
Y Málaga es también bernhardiana porque su mar fue el último que vio Bernhard. Aquí se vino el 18 de diciembre de 1988, al hotel La Barracuda de Torremolinos, y 13 días después se lo llevaron ya a Viena a morir (cosa que sucedió el 12 de febrero de 1989). El bernhardiano malagueño tiene, así, un lugar de peregrinación bernhardiano en Málaga: el hotel La Barracuda. Yo de vez en cuando me doy un paseo por allí. Suelo ir por la tarde. Tomo en Málaga el trenecito hasta Torremolinos, me detengo un rato en el mirador que hay junto al hotel Stella Polaris y que da a toda la bahía, bajo al Bajondillo por la escalera del cementerio y sigo caminando por el paseo marítimo hasta Puerto Marina: bullicioso cuando es verano; y, cuando no, todo vacío y con una hermosísima desolación de fuera de temporada. Un poco antes de Puerto Marina, al final de La Carihuela, se encuentra el hotel. Bernhard, según indica el traductor Miguel Sáenz en su biografía de Bernhard, estuvo alojado en la habitación 912. Al pie del hotel hay un banquito. Es perfecto para sentarse a contemplar el mar, por un milagroso espacio libre que queda, razonablemente amplio, entre un chiringuito y una palmerita. A veces llego a última hora. Lo esencial, para mirar el mar, es que, aunque esté oscurecido, pueda divisarse todavía la línea que lo separa del cielo. Cuando desaparece y ya todo, cielo y mar, es negro, no tiene sentido mirar. La contemplación del mar se apoya en esa línea: esa horizontalidad absoluta del mar, que otorga un gran descanso.
Nunca me había atrevido a entrar yo solo en el hotel. Pero en agosto de 2009 quedé con otro amigo bernhardiano, Paco Torres, editor y poeta, para hacerlo. Nuestro homenaje iba a consistir solo en estar allí, en tomar algo. Pero al final nos enfrascamos en una intensa conversación (¡con brindis!) sobre Bernhard. De vez en cuando lo imaginábamos en aquel diciembre de 1988, contemplando su atardecer de invierno, tan distinto del nuestro de verano. Estábamos casi solos en el bar, pero pusieron la música y nos pasamos a una mesa de fuera, cerca de la piscina. Fue oscureciendo. Había luna llena. Además de Bernhard, Paco Torres habló de sus últimas lecturas: Schwob, Roussel, Vonnegut; y de asuntos relativos a su editorial. Yo de que andaba enfrascado en Poe para escribir un ensayito sobre Poe, La muerte en Poe. El bar se fue llenando tras la cena (por la puerta llegaba el pestazo del bufet) y entonces comenzó el espectáculo: unos payasos ruidosos, que nos hicieron ver que era el momento de largarse. El hotel parece en franca decadencia, y está concebido para alojar a turistas vulgares; pero, de algún modo, resulta bernhardiano. En su web tiene gracia el foro, entre cuyas entradas puede leerse: “Lo veo más abandonado”, “Comida fatal”, “Si aún no has pagado, ¡corre y no vengas!”… ¡Ah, qué íbamos a hacer si todo estuviese bien! Bernhardiano es el que sabe sacarle al mundo un zumo de felicidad, con el despotrique. Y bernhardiano es el hotel que aguanta y no lo borra.
Pero volvamos al mar. En España, Bernhard tuvo primero el de Mallorca; el de Palma, según le especificaba aKrista Fleischmann en una de sus conversaciones: “Pero la verdad es que el aire del mar es maravilloso. Y usted misma puede ver lo hermoso que es, y que solo puede favorecer el trabajo. Los barcos son siempre agradables, y el mar es impagable. Mejor que la montaña. Que en realidad, más bien embrutece. Y el agua y el mar dilatan las venas, y quizá también las arterias. No sé. […] Lo que más sentido tiene aquí es el calor en noviembre, ¿no?, por eso vienen todos esos viejos. Yo también me siento viejísimo. Soy un escritor clásico, viejísimo, y por eso vengo aquí…, a la cálida estufa del Mediterráneo”. Pero allí cambiaron un día la decoración de su café favorito, el Miami, y Bernhard dijo: “Palma se ha acabado para mí”. Y no volvió más. Terminó acudiendo a la Costa del Sol.
De su estancia en Málaga solo conozco dos fotos, publicadas en Thomas Bernhard et ses compagnons de vie. Les archives (L’Arche Editeur, París, 2002). En una aparece postrado en la cama de su habitación del hotel, vestido, con un pañuelo al cuello y con una mano en el pecho, como un poeta romántico, aunque sin queja. En la otraparece que hace frío; está en un malecón, ante el Mediterráneo revuelto, con un abrigo tipo gabardina, gafas oscuras y una mueca enfermiza. En Mis premios dice Bernhard, refiriéndose a otra ocasión, a otra costa: “Siempre había sido el mar lo que me había salvado, solo necesitaba ir al mar y estaba salvado”. El de Málaga no le valió para eso. A mí tampoco.
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