Charles Aznavour y Mariangela Melaton "El ángel caído" |
Murió a los 94 años
Charles Aznavour, mucho más que la incomparable chanson: la leyenda
Había nacido en 1924 en París, hijo de inmigrantes armenios. Atravesó todas las privaciones y se convirtió en uno de los más grandes cantantes del último siglo. En la madrugada de este lunes falleció en Alpilles, al sur de Francia.
Mucho antes de esta función final, el ciudadano armenio-francés Shantnourh Aznavourian, conocido como Charles Aznavour, era ya inabarcable, casi atemporal e insondable como suelen serlo las leyendas. O como esos cuentos casi fantásticos que se transmiten de generación en generación y relatan la vida de un pequeño gran hombre que continuó subiéndose a los escenarios de cientos de países hasta casi los 100 años, que vendió 180 millones de discos, compuso 1.500 canciones y además fue actor en decenas de películas, escritor, productor, pintor y hasta embajador. Aznavour, hasta esta madrugada, era el único sobreviviente prodigioso de su generación, de otra forma de música y de otros tiempos ya idos como el de su famosa canción, La Boheme: “La bohemia que yo viví su luz perdió./ La bohemia era una flor y al fin murió”.
El escritor Augusto Monterroso escribió en uno de los relatos más breves y famosos de la literatura en español: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”. La paráfrasis es fácil y tentadora: “Cuando nos despertamos, Aznavour todavía seguía allí”. Porque de los grandes de la “chanson Francaise” (Becaud, Piaff, Brel, etc) fue el primero en subir a un escenario (debutó a los 11 años) y el último en irse. Porque Aznavoice (uno de sus apodos) conmovió a varias generaciones: los franceses deliraron cuando en 1951 Edith Piaff cantó una creación suya (Jezebel) y cuando en 1953 él mismo actuó en el Olympia con su primer gran éxito (Sur ma vie); conmovió al mundo en 1964 con Venecia sin ti y La Boheme en francés y en castellano, cuyos ecos resuenan aun en el nuevo milenio; estremeció al público británico en 1974 con su versión de She y luego conquistó al público norteamericano; en 1994 cantó con Frank Sinatra You make feel so Young e hizo duetos con artistas de distintas generaciones como el cubano Compay Segundo, Liza Minnelli, Elton John, Plácido Domingo, Sting, Chucho Valdez, Julio Iglesias. La lista es interminable.
Hay que decirlo sin eufemismos: Aznavour fue un mito que se construyó a pesar de sí mismo. “Quiero escribir la verdad y debo ser un hombre verdadero –dijo alguna vez–. No quiero ser un personaje inventado ni me interesa tener una leyenda”. Pero la tuvo. Si todo mito cuenta la historia de un héroe enfrentado a las adversidades, él contabilizó muchas. Nacido en París en 1924, sus padres de nacionalidad armenia huyeron del genocidio de los turcos, padecieron la quiebra de varios restaurantes en los que el niño Aznavour hacía de bailarín caucasiano. Dicen que se subió a un escenario a los 11, fue vendedor de diarios, ayudante de pastelería mientras fogoneaba su vocación artística. En 1941 armó un dúo con Pierre Roche (también formó luego un dúo con Gilbert Becaud), hicieron giras por EE.UU y Canadá con relativa fortuna, y en Francia actuaron de teloneros de una tal Edith Piaf. Cuando Roche se separó, la Piaf adoptó a Aznavour, lo protegió, le aconsejó: vivió ocho años junto a ella como chofer, mozo, secretario y también compositor. En una de sus biografías, contó: “Para triunfar se necesita un doble talento: el de hacer lo que hay qué hacer y el de saber rodearse, escuchar a los demás. Cuando me encuentro con alguien importante, me callo y escucho. Con Maurice Chevalier, me callo. Con Edith Piaf cerré la boca durante ocho años. Así aprendí mucho y sigo aprendiendo”.
Se sabe que los primeros años como artista del pequeño gran hombre fueron muy duros, con incontables rechazos y críticas. No tenía una gran presencia (baja estatura, cabello ralo, rostro endurecido, antítesis del galán) y una voz que muchos críticos calificaron en su momento de “rota”. “Haría falta un siglo para acostumbrarse a su voz”, escribió uno de ellos en los 50. Hizo falta mucho menos: ya en los 60, Aznavour brillaba con luz propia y en las décadas posteriores se convirtió en un clásico de la música popular del siglo XX, al nivel de Elvis Presley, Frank Sinatra, Bob Dylan o The Beatles.
Tampoco él fue piadoso con los que en su momento dijeron que con su enjuta complexión, su poco agraciada figura y su voz nunca llegaría a triunfar. En un recital del 2000 ironizó: “Soy el mismo de siempre, con la misma voz rocosa. Los que decían que no sabía cantar ni leer ni escribir y otras cosas horribles ya no están. Yo sigo vivo y en el escenario”. Sucede que el pequeño gran hombre aprovechó esas “imperfecciones” –físico poco agraciado, imagen de vulnerabilidad, eterno rostro de sufrimiento y una voz rara e inconfundible– y las transformó en poderío escénico. Cuando Aznavour subía al escenario, miraba al público y comenzaba a cantar “”Que profunda emoción / recordar el ayer / Cuando todo en Venecia / Me hablaba de amor …” o “Un mundo cruel me ha condenado / Sin compasión me ha sentenciado/ En cambio no siento temor / Morir de amor...” ya ese público se olvidaba de su físico y se convertía en su cómplice devoto, conmocionado, deslumbrado.
¿La claves de esa fascinación? 1) Canciones cuyas letras simples hablaban de la felicidad y las heridas del amor, del tiempo que se fue, de la sociedad y de muchos temas cotidianos 2) Una interpretación que era una combinación exacta de intensidad-sobriedad y romanticismo-realismo 3) Ese elemento misterioso que tienen ciertos artistas privilegiados para lograr que la emoción atrape al espectador, no lo suelte más y quede grabada en los archivos de su memoria.
Porque Aznavour era un animal escénico de primer nivel que, con la sobria oscuridad de su ropa, engañosa candidez, algo de malicia, sentimentalismo e ironía, le contaba a la gente los placeres y desventuras del pasado, le hablaba de cosas simples pero imperecederas, le planteaba lo que, en otras palabras, sostenían los filósofos existencialistas: respecto al conocimiento, es más importante la vivencia subjetiva que la objetividad.
Aznavoice hizo todo eso con una voz rara, pero absolutamente creíble y conmovedora. Alguna vez, él mismo confesó: “Yo era muy pobre como para poderme pagar un profesor de canto. Mi profesor fue mi espejo. Este me reveló un día que yo era pequeño y oscuro. Entonces decidí convertirme en grande y célebre. Desde aquel momento, siempre que paso por una puerta muy alta acostumbro a agachar la cabeza”.
El poeta Jean Cocteau dijo de sus letras: “Antes de Aznavour, la desesperación era impopular”. El cantante y compositor Jacques Brel dijo de su carrera: “Al lado de Aznavour, todos somos artistas amateurs”. La actriz Anna Karina suspiró (y nadie suspiraba como ella) y dijo de su magnetismo: “Ese tipo, cuando canta, me hace perder la cabeza”. El Nobel Bob Dylan, hombre poco inclinado al elogio fácil, dijo de sus canciones: “Aznavour es un genio”.
El hombre orquesta ¿Señas particulares? Aznavour vivió sus últimos años repartido entre Francia y Suiza (fue embajador de Armenia aquí), se casó tres veces, y tuvo seis hijos con diferentes mujeres. La que permaneció a su lado por más de cinco décadas y en la función final fue la sueca Ulla Thursell. Estuvo a punto de abandonar su carrera de artista por varios accidentes, nunca le importó la política aunque odiaba a los xenófobos, racistas y antisemitas, se comprometió con Armenia especialmente después del terremoto de 1988 que causó 30.000 muertos (creó una fundación de ayuda a las víctimas), obtuvo innumerables distinciones y premios en todo el mundo, conoció genios y canallas durante sus 70 años de viajes y giras por el planeta, escribió libros biográficos y de ficción, grabó discos en alemán, español, italiano e inglés, actuó como secundario o actor principal en unas sesenta películas. La lista sigue y lo que sorprende es la intensidad con que vivió su vida. El mismo lo dijo: “Cuando abro los ojos la mañana de mi cumpleaños y me pregunto ¿qué tal te lo has pasado en la vida?, respondo con rapidez: me lo he pasado estupendamente. La vida comienza todas las mañanas y yo las recibo con alegría, remuevo las esperanzas. Mi padre siempre decía que cuando el agua está quieta, termina por oler. Yo avanzo sin miedo. Ni siquiera le tengo miedo a la edad. Creo que un artista sólo debe sentir miedo ante la falta de imaginación”.
Su carrera como actor fue irregular, pero con algunas participaciones insoslayables. En primer lugar, “Tirez sur le pianiste” (Disparen sobre el pianista, 1960), de Francois Truffaut, un policial negro basado en la novela de David Goodis, en la que interpreta a un oscuro pianista de trágico destino. El éxito de este film en los EE.UU. le abrió las puertas del Carnegie-Hall y lo lanzó –ya como cantante- como estrella internacional que vende millones de discos. Los otros filmes para destacar: “El tambor de hojalata”, de Volker Schlondorff (1979), versión de una novela de Gunter Grass que denuncia el ascenso del nazismo y que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes y el Oscar a la mejor película extranjera, y “Ararat”, de Atom Egoyan (2002), basada en la masacre de Van, hecho ocurrido durante el Genocidio Armenio negado por los turcos.
Según confesión personal, Aznavour dijo que el cine “no fue importante en mi vida”. Esa demoledora tarea de desmitificación la llevó a cabo con su música: “Jamás tuve inspiración, ni siquiera mucha imaginación. Las historias de mis canciones están en el aire, en los diarios, en la calle, en la gente”; “Yo no he creado ningún estilo musical, yo no he inventado nada en la música porque lo que me ha importado siempre son las palabras”; “El mañana no será de los músicos ni de los que hacemos canciones. Será de los pintores, escultores, arquitectos”.
Pero como escribió Roland Barthes, “nada ni nadie puede ponerse a cubierto del mito”. Ni el propio Aznavour, adorado por el público de muchos países ¿Cómo evita la posteridad un tipo que escribe 1.500 canciones con sensatez, sentimiento, desprejuicio y libertad y logra que muchas de ellas se conviertan en clásicos y sean veneradas por millones? El pequeño gran hombre –su escritores preferidos eran Moliere, John Dos Passos y Cocteau– escribió de todo y lo cantó para lo que él llamaba “el gran público de la pequeña gente”. Lo dijo: “Canto para una sola persona. El público es una persona. Así, cada espectador piensa que canto para él”.
Casi no hubo tema que estuviera ausente en esas letras: el amor en todas sus variantes, la nostalgia, la juventud y la vejez, los inmigrantes, la intolerancia, su querida Armenia, los genocidios, su propia muerte, la situación social en los barrios, la ecología. Hasta en eso fue un adelantado: fue el primero en que desafió los prejuicios y exaltó las confesiones de un homosexual en “Comme ils disent” (1972). Y siempre creyó –como los de la chanson francaise- que la letra está por encima de la melodía. Un buen ejemplo de esa convicción, entre cientos, en la letra de “Les emigrants” ( 2000): “¿Cómo crees que vinieron / cómo crees que lucharon? / ¿Lograron su nuevo universo sin holocaustos ni ghetos? /...¿Cómo terminaron dejando su genio, su ejemplo y su belleza en el mundo?” .
En el Gran Rex de Buenos Aires, en 2017, ofreció uno de sus últimos recitales. Y seguía conmoviendo.
Aznavoice cantó estas canciones melosas, románticas, realistas, reflexivas, e incursionó en otros ritmos (jazz, bossa, vals, tango, swing, boleros) como un artista total que aspira a mucho más que subirse a un escenario. Había que interpretarlas. Vivirlas. Y hacérselas vivir al público. Lo hizo por más de 70 años con impecable sobriedad y una poderosa intensidad hasta hoy, su función final. Si un hombre, por más pequeño que sea, representa el drama y la ternura con rigor sorprendente y canta más con su corazón que con su garganta con absoluto éxito durante tantos años, no puede escaparse de eso que Aznavour minimizó a lo largo de su vida. La leyenda lo atrapa.
CLARIN
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RIMBAUD
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