Shirley Jackson |
Shirley Jackson y el horror doméstico
en la literatura
He aquí a la autora que abrió la puerta y se internó en la habitación más extraña de la mansión de los géneros literarios. La escritora que caminó más allá del terror, de forma calmada, con exquisita educación y muy malas intenciones. La obra de Shirley Jackson abarca la literatura infantil, los cuentos siniestros y la novela gótica, además de numerosos ensayos y artículos sobre sus vivencias como madre y esposa de crítico literario, aficionada a rituales muy poco ortodoxos y nada recomendables para una tímida ama de casa que residía en un pequeño y tranquilo pueblo del sur de Vermont, Nueva Inglaterra.
Ningún organismo vivo puede mantenerse cuerdo durante mucho tiempo en unas condiciones de realidad absoluta; incluso las alondras y las chicharras, suponen algunos, sueñan. (La maldición de Hill House, Ed. Valdemar, 2008, pág. 19)
Escritora conocida en Estados Unidos durante su vida, aunque carente de prestigio como autora, Jackson se vio rodeada de una leyenda tan oscura como sus textos, a juzgar por sus propias palabras y los testimonios de quienes la conocieron. Muchos de sus cuentos fueron publicados por primera vez en The New Yorker, donde colaboró de manera regular durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta, así como en otras revistas (Harper’s, Collier’s, Woman’s Day…). Sus lectores leían con placer las divertidas y afiladas reflexiones de la esposa y madre de cuatro hijos, quien intentaba combinar el estrés de sus deberes domésticos con la escritura. En 1952 se agruparían los textos en un libro titulado Life Among The Savages. Además de varios cuentos de ficción, en él Jackson relata el traslado a North Bennington, el pequeño y tranquilo pueblo de Vermont, y la peripecia por escoger una casa, ante la incomprensión de la agente inmobiliaria, a quien no le cabe en la cabeza que una familia se instale en un pueblo como ese de alquiler y sin apenas dinero. El resto de los vecinos, una comunidad pequeña y muy cerrada, católica y conservadora, tampoco comprendía a los Hyman-Jackson: ellos eran de ciudad, «intelectuales» que escribían y trabajaban en la universidad, el marido era judío, y además recibían a gente muy rara en su casa.
Muchas lectoras se veían reflejadas en Jackson: mujeres con familia, de clase media, quienes querían ser escritoras de cuentos para niños o novelistas de temas cómicos, un género que tuvo sus propias estrellas por aquel entonces. Pero esta aparente sintonía con el público cambió en 1948. Jackson ya había publicado su primera novela, la inquietante The Road Through The Wall, y diversos relatos, pero ninguno similar a «La lotería». Al menos, ninguno que tuviese un contenido tan brutal y explícito. A Jackson le escribían las lectoras sintiéndose comprendidas y haciéndola partícipe de sus experiencias, pero tras «La lotería» lo que recibió fueron cientos de cartas de hombres y mujeres horrorizadas, en las cuales la llamaban de todo: sobre todo «mujer» (con todo lo que ello implica; es decir, malvada bruja del este), simpatizante de los comunistas, y aliada con el contubernio judeo-masónico.
Seguro que conocen el cuento. No sé cómo resultará leerlo por vez primera en el día de hoy, pero en sus breves páginas se esconde una historia auténticamente terrorífica. No tanto por el contenido en sí, que ya ha sido más que superado por la ultraviolencia visual, sino por la forma con que Jackson lo narra y te lleva a la contemplación de un hecho espeluznante. Algo que es imposible de creer, que rompe el orden ¿natural? de las cosas, cobra forma a plena luz del día, sin efectos rebuscados, como si fuese un acto cualquiera de la vida cotidiana, tal como ir a hacer la compra. La situación es propia de un cuento de horror-folk, pero sin localizaciones de época, con personajes corrientes y en un entorno que a priori no sugiere nada siniestro, pero ahí es donde reside el espanto: un pueblo pequeño y tranquilo, una concentración en la plaza a mediodía, charlas triviales de los vecinos, niños jugando… y un montón de piedras. Lo más inquietante: el humor, un humor perverso y muy inteligente que es el sello de Shirley Jackson, y lo que le convirtió en una escritora capaz de transformar el género clásico de terror en una literatura moderna y llena de ecos terribles. Si el cuento ha pasado a la historia como la obra maestra que es, no lo es menos el artículo que Jackson escribió sobre la polémica, «Biografía de una historia» (ambos están en Cuentos Escogidos, antología publicada en diciembre de 2015 por Editorial Minúscula). En él, la autora, por supuesto, no explica lo que todos aquellos enfadados lectores deseaban, la razón por la que escribió una historia de sacrificio humano en la sociedad actual, pero los detalles de cómo se le ocurrió aquel cuento y los extractos que selecciona de las cartas dirigidas a ella hablan más por sí mismos que cualquier declaración o explicaciones. Todos esos fragmentos de las cartas están atravesados de ansia y angustia por saber el motivo, por encontrar su propio chivo expiatorio. Frases inquietantes y también horriblemente divertidas, testimonios de un mundo lleno de miedo e ignorancia (estamos en el periodo de la caza de brujas, de la Guerra Fría…). Como si los hubiese escrito ella.
Shirley Jackson no fue un ama de casa cualquiera, a quien le dio por la literatura como a quien le da por hacer ganchillo. Por toda la casa, en los muebles, en la nevera, en lugar de recetas o listas de la compra, pegaba notas con ideas para sus cuentos. Como recuerdan sus hijos, se pasaba el día escribiendo, aprovechando todos los minutos que le dejaban el cuidado de la casa y la familia, y lo hacía sin descanso, hasta altas horas de la madrugada. Las máquinas de escribir del matrimonio tecleaban rápida y furiosamente durante largas horas. De niña, Jackson ya había sido lectora apasionada, y aunque prefería la compañía de los libros que la de los compañeros de clase, tampoco fue esa mujer tan extravagante, aislada del mundo, que han retratado algunos biógrafos, aunque sus últimos años sí fueron muy tristes, cuando desarrolló agorafobia y se agravaron sus problemas de salud. Hasta entonces, el matrimonio Jackson-Heyman mantuvo una vida social activa, y recibía en su casa a algunos de los escritores más señalados de aquella generación, desde Salinger a Dylan Thomas, pasando por Ralph Ellison, que no pasaría inadvertido a los vecinos.
Shirley Jackson nació hace cien años en San Francisco, dentro de una familia de clase media que no recibió muy bien su llegada, demasiado temprana para su madre, que se acababa de casar y quería disfrutar del matrimonio. Siendo muy jovencita, sus padres dejaron bien claro que detestaban lo que ella escribía. Se graduó en la universidad de Syracusa, Nueva York, donde conoció a Stanley Edgar Hyman, el estudiante con quien se casó nada más terminar los estudios y con quien se fue a vivir a ese pequeño y tranquilo pueblo de Vermont, porque estaba cerca de la universidad donde Hyman iba a dar clases, al tiempo que desarrollaba una popular carrera de crítico literario. Abrumada por la decepción que causó a sus padres, se prometió a sí misma no volver a escribir ni tener hijos. Pero tuvo cuatro seguidos y desarrolló una obra fecunda (seis novelas, más de cien relatos, dos libros autobiográficos y media docena de escritos infantiles, además de los ensayos). Su vida fue, como en alguno de sus textos, la de una mujer fragmentada en varias personalidades. Estaba la Shirley Jackson esposa y madre, una mujer cariñosa, fuerte, y volcada con su familia. Por otro lado, la Shirley niña, que siempre se sintió fea, con problemas de peso, que no se sentía aceptada por sus padres, ni por su marido o sus vecinos… Y estaba la Shirley Jackson escritora, aguda observadora del mundo que la rodeaba, capaz de reírse de sus propias miserias, que conjuraba el miedo en sus cuentos. La relación entre las Shirleys no terminó bien: tras años de dependencia de fármacos y abuso de tabaco, alcohol y comida, murió a los cuarenta y nueve años, en agosto de 1965. Todavía se estaba escribiendo un último cuento con ecos de su literatura siniestra. El marido se volvía a casar ese mismo año. La nueva esposa era una de sus jóvenes alumnas, que compartía clase con su hija pequeña.
Jackson escribió sobre la brujería en Nueva Inglaterra y los ritos antiguos en aquel territorio, un tema que la apasionaba. Tras la polémica de «La lotería», Jackson se negó a responder entrevistas o participar en cualquier reportaje, aduciendo que su obra ya era lo suficientemente clara. Su marido, en una de sus habituales bromas, declaró a la prensa que se había casado con una bruja, y los periódicos, por supuesto, se lo tomaron en serio. La propia Shirley reconoció que llevaba desde niña practicando vudú y que tenía mucha experiencia con los encantamientos y las maldiciones.
Es evidente la presencia del elemento mágico en la obra de Jackson, pero la principal fuente de inspiración de su obra está en su propia vida, en la lucha doméstica, la frustración de su matrimonio y la horrible relación con su madre. El registro de lo tétrico no aparece, no es el elemento principal, pero la desesperación que se atisba en el fondo es lo que provoca escalofríos. No hay fenómenos sobrenaturales, solo locura y decepción en personas corrientes, la mente torturada en la sociedad del momento, agobiada por el miedo a sí mismo y al otro… Lo monstruoso se oculta en las relaciones de familia y los círculos de amistades (personas que desaparecen, traición y paranoia), en los niños y las comunidades de jardines y cercas blancas, los pequeños y tranquilos pueblos que no toleran al diferente y lo rechaza (racismo, segregación, maltratos…). O lo sacrifican. Los personajes infantiles y los femeninos están realizados a luz de una nueva perspectiva, muy avanzada para esos años, retrato de la neurosis de una sociedad camino de la alienación y el extrañamiento de décadas posteriores. Jackson dota a los niños de inteligencia y crueldad (el protagonista del viaje en tren de «La bruja») y las mujeres son personas superadas por los ideales de perfección y belleza, que buscan refugio en los libros o las pastillas, y a veces, al no poder alcanzar la demanda que se exigen a sí mismas, enloquecen o cometen un acto irreparable. Dorothy Parker y Flannery O’Connor habían retratado esas situaciones crueles, pero Jackson las pone en un disparadero entre la locura y lo absurdo, como a la protagonista de «El amante demoníaco» y su calvario en busca del novio perdido en el día de la boda. Las mujeres son las protagonistas absolutas de la literatura de Jackson, y en eso también hay una diferencia abismal con el resto del género, porque a pesar de los delirios, la debilidad y los problemas que las aquejan, ellas son las dueñas de la acción, pueblan las historias y aplican su propia visión del mundo. Los personajes masculinos siempre son más previsibles, y Jackson encuentra cierto placer en presentarlos como seres simples que no aportan gran cosa al discurso, solo figuras de autoridad con un papel muy concreto.
También la novela más conocida de Jackson por sus fantasmas, La maldición de Hill House (1959) es la construcción de un personaje cuya precaria estabilidad mental se desmorona dentro de una casa encantada. La casa más famosa de la literatura de su tiempo, que como señala el prólogo a la edición de Valdemar (Antonio José Navarro, «Shirley Jackson: La reina oscura de Hill House», 2008), fue sugerida a partir de la visión de un edificio en Nueva York que la provocó pesadillas. Tras una investigación sobre edificios con fantasmas para armar el relato, Jackson eligió como modelo una mansión en California que, para su sorpresa, había sido construida por uno de sus antepasados. La maldición de Hill House puede ser entendida como simple relato de misterio sobre una casa infernal, que ha sido construida bajo un plano inconcebible: pasillos que no van a ninguna parte, habitaciones que son más grandes por dentro que por fuera, escaleras que bajan pero no suben, torres selladas… Pero esta idea, tan parecida a posteriores elaboraciones, como Hell House, de Richard Matheson (1971) o La Casa de Hojas, de Mark Z. Danielewski (2013), es en el fondo la historia de la mente de Eleanor Vance, una mujer soltera, sin dinero y sin belleza, aunque más perspicaz que el resto de compañeros en la investigación psi (divertidísimos los diálogos, especialmente con el heredero de la finca), quien antes de volver al mundo real, un mundo que se revela espantoso para ella, preferirá la compañía de la mansión y sus terribles secretos. La novela supuso un gran éxito para la escritora y un pequeño revival de su obra, propiciado por la adaptación al cine: el clásico The Haunting (La mansión encantada, 1963, Robert Wise), una de las mejores películas de género fantástico de los sesenta (no así el penoso remake de 1999, The Haunting, de Jan de Bont). Otra adaptación muy recomendable de una novela de Jackson, aunque no tan conocida, es Lizzie (1957, Hugo Haas), sobre la novela The Bird’s Nest (El nido del pájaro, 1954, Penguin Books, Modern Classics. El libro no ha sido traducido ni la película fue estrenada en España). En ella, la estrella de la Metro, Eleanor Parker, da vida a la protagonista que sufre de personalidad múltiple, en una serie B con carga las tintas en el lado más noir de la historia.Lo urbano en Jackson es otro elemento que se opone al género de terror clásico. Las historias suceden en ciudades, grandes o pequeñas, y la naturaleza cumple un papel secundario. El miedo está en las casas, ya sean una mansión gótica, una casa solariega, un pobre apartamento, un despacho o una habitación alquilada: esas construcciones, destartaladas, en obras, presas de un incendio, son el cuerpo de los protagonistas. Su fragilidad, su ruina, es el armazón por donde transita cada personaje, a punto de desmoronarse. Y a su alrededor, una valla, para que los demás no puedan entrar. Ese es el incidente, la construcción de una carretera que va atravesar uno de los muros que rodean una tranquila comunidad, lo que desencadena la primera novela de Jackson, The Road Through The Wall (1948, Penguin Books, Modern Classics). Casi un documental de estilo David Lynch sobre el horror que anida en los suburbios, cuando se levanta el tejado de esas casitas unifamiliares, y se contemplan hipocresía, el racismo y la violencia.
Lo urbano en Jackson es otro elemento que se opone al género de terror clásico. Las historias suceden en ciudades, grandes o pequeñas, y la naturaleza cumple un papel secundario. El miedo está en las casas, ya sean una mansión gótica, una casa solariega, un pobre apartamento, un despacho o una habitación alquilada: esas construcciones, destartaladas, en obras, presas de un incendio, son el cuerpo de los protagonistas. Su fragilidad, su ruina, es el armazón por donde transita cada personaje, a punto de desmoronarse. Y a su alrededor, una valla, para que los demás no puedan entrar. Ese es el incidente, la construcción de una carretera que va atravesar uno de los muros que rodean una tranquila comunidad, lo que desencadena la primera novela de Jackson, The Road Through The Wall (1948, Penguin Books, Modern Classics). Casi un documental de estilo David Lynch sobre el horror que anida en los suburbios, cuando se levanta el tejado de esas casitas unifamiliares, y se contemplan hipocresía, el racismo y la violencia.
En la última novela que escribió Shirley Jackson también se levanta una valla alrededor de la casa donde viven sus protagonistas. En 1962 se publicó Siempre hemos vivido en el castillo (Ed. Edhasa, 1990), memorable cuento gótico sobre la claustrofobia y la enajenación. Las hermanas Blackwood viven en la antigua casa familiar, de pasado esplendoroso, aisladas del resto del pueblo, con la compañía de un gato y su tío Julian, anciano paralítico, que se pasa el día escribiendo y rescribiendo la historia familiar. Hay deudas y ofensas con las familias y vecinos del pueblo que no han sido arregladas. La mayor, Constance, es una mujer joven y bondadosa, pero no sale nunca de la casa, siempre limpiando y cocinando. La pequeña, Merricat, es una postadolescente agresiva y salvaje, que solo sale para hacer la compra, y después vuelve corriendo al terreno familiar, donde lo único que hace es comer los deliciosos platos que prepara su hermana, y ensayar rituales mágicos para proteger el terreno. Jackson consigue que la rareza de los protagonistas se nos haga simpática, como si en principio fuesen unos chiflados que viven de espaldas a la sociedad, «en la luna», como dice la pequeña, pero en realidad se trata de una historia espantosa, un cuento de hadas aterrador: la hermana pequeña, Merricat, de niña ya era una asesina experta en sustancias venenosas, que había liquidado a la familia echando arsénico en el azúcar. Solo sobrevivieron su hermana Constance (que no toma azúcar) y el tío Julian (que toma muy poco). No se nos dice por qué lo hizo, incluso se nos hace dudar de quién lo hizo, pero Constance, además de atribuirse el crimen, permanece en la casa con ella. Sabemos que ella quisiera irse de allí, empezar una (nueva) vida, incluso después de unos acontecimientos que dejan la casa reducida a cenizas, pero no lo hace. Así continúan las dos, solas, condenadas a cocinar y comer, entre las ruinas de su castillo. En esa pesadilla o sueño dorado de comida, relaciones casi incestuosas, soledad eterna, cercadas por la gente que murmura alrededor, está Shirley Jackson, maestra de maestros como Stephen King y Joyce Carol Oates, pero incomprendida en su tiempo, y no solo por su familia y vecinos. Aún hoy, sigue sin ajustarse al esquema literario, personal y artístico que dicen que una escritora debe tener.
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