Ilustración de Triunfo Arciniegas |
George V. Higgins
NUEVE TIROS
En el transcurso de la noche, Coyle tomó varias copas. Bebió cerveza con Dillon durante el primer periodo del partido. Bobby Orr pasó por detrás de la portería de los Bruins y regateó a tres Rangers dejándolos sentados. Se plantó delante de la meta de New York, fintó fingiendo que tiraba abajo y a la izquierda, disparó alto y a la derecha, y Coyle, junto con Dillon y catorce mil novecientos sesenta y cinco más, se levantó del asiento para expresar a gritos su entusiasmo. El locutor dijo «Gol de Orr, el número cuatro». Sonó otra ovación.Al lado de Coyle había un asiento vacío.
—No entiendo dónde demonios está —dijo Dillon—. ¿Sabes ese amigo mío del que te hablaba? Me dio sus dos entradas. Yo he invitado al sobrino de mi mujer. No entiendo dónde está. Al chaval le encanta el hockey . No entiendo cómo sigue en la escuela, porque siempre está aquí, gorreando entradas. Tiene veinte años, pero es un chico listo.
El chico llegó durante el descanso de entre el primer y el segundo periodo. Se disculpó por el retraso.
—He ido a casa —dijo— y he recibido el mensaje, pero luego he tenido que pedir un coche prestado. Creí que iba a perderme el partido, maldita sea.
—¿Y no podías venir en el tranvía o algo así? —preguntó Coyle.
—Hasta Swampscott no, joder —respondió el chico muy serio—. Pasadas las nueve de la noche, es imposible llegar a Swampscott. De veras.
—Eh —dijo Dillon—. ¿Quién quiere una cerveza?
—Yo quiero una cerveza —dijo Coyle.
El chico tomó cerveza y Dillon también bebió una.
En el segundo periodo, los Rangers abrieron el marcador con un gol a Cheevers. Sanderson fue expulsado por juego duro. Sanderson volvió a entrar. Esposito fue expulsado por dar un codazo. Sanderson dio un pase de gol a Dallas Smith mientras estaban en inferioridad numérica y Orr dio un pase a Esposito, que pasó la pastilla a Bucyk para que marcara otra vez.
Entre el segundo y el tercer periodo, a Coyle le costó seguir la conversación de Dillon con el sobrino de su mujer. Coyle fue al retrete. Cuando se levantaba, Dillon le comentó que preguntara si le apetecía una cerveza a alguien. Coyle volvió con tres cervezas, que sostenía cuidadosamente delante de sí. Tenía una mancha de cerveza en los pantalones.
—Con una multitud así, es difícil no derramarla —dijo.
—En las gradas no se puede beber cerveza —dijo el chico.
—Escucha —replicó Coyle—. ¿Quieres cerveza o no?
Durante el tercer periodo, los Rangers marcaron otro gol. Sanderson fue expulsado cinco minutos por una pelea. Los Bruins ganaron. Tres a dos.
—Es una maravilla —dijo Coyle—. Una maravilla. ¿Te imaginas estar en la piel de ese chico? ¿Cuántos años tiene? ¿Veintiuno? Es el mejor jugador de hockey del mundo. Dios, el número cuatro, Bobby Orr. ¡Qué futuro le espera!
—Oh, escucha —dijo Dillon—. Se me había olvidado decírtelo. He quedado con unas chicas.
—Jesús —dijo Coyle—. No sé. Es bastante tarde.
—Vamos —dijo Dillon—. Corrámonos una juerga, esta noche.
—Eh —dijo el chico—, yo no puedo. Tengo que devolver el coche. Tengo que ir a casa.
—¿Y tú? —preguntó Dillon a Coyle—. ¿Dónde tienes el coche?
—Lo dejé en Cambridge —respondió Coyle—. Desde allí fui a tu bar en tranvía y no volví a recogerlo.
—Mierda —dijo Dillon—. O sea, esas chicas están muy bien, pero va a ser imposible. Es que están en Brookline, ¿sabes?
—Escuchad una cosa —dijo el chico—. Yo puedo llevaros hasta su coche y luego irme a casa. Mañana tengo un examen, así que no puedo trasnochar mucho.
Tomaron una copa en la taberna del Boston Garden mientras esperaban a que el tráfico disminuyera. Cuando salieron, a Dillon le costaba caminar recto. A Coyle le costaba todavía más. Trastabillaron en las vías del tranvía.
—Vaya par de viejos cabrones —dijo el chico—, no sé qué sería de vosotros sin la ayuda de la juventud.
El chico tenía un sedán blanco, un Ford Galaxy de 1968. Abrió la puerta delantera del pasajero. Dillon y Coyle se quedaron plantados, tambaleándose.
—Escucha —dijo Dillon—. Tú montarás delante. Yo iré detrás, ¿de acuerdo?
Dillon montó y se sentó detrás del conductor. Coyle apoyó la cabeza en la parte superior del asiento. Respiraba con dificultad.
—¿Seguro que estarás en condiciones de conducir? —le preguntó Dillon.
—Oh, sí —dijo Coyle con los ojos cerrados—. En perfectas condiciones. No hay problema. Por el momento, está siendo una noche estupenda.
—Y lo que queda —dijo Dillon.
Bajó la mano al suelo y palpó a tientas. En la alfombrilla del pasajero trasero de la derecha, encontró un revólver mágnum Arminius del 22, con el cargador lleno. Lo cogió y se lo puso en el regazo.
—No sé dónde queréis que vaya —dijo el chico, que salía marcha atrás pasando por encima de las vías.
—Díselo tú —Dillon le dijo a Coyle.
Coyle contestó con un ronquido.
—Da la vuelta por la parte delantera del estadio —dijo Dillon—. Sigue recto hasta las oficinas del Registro y dirígete hacia la autopista Monseñor O’Brien , en caso de que se despierte. Ahora, conduce.
—Sé de qué va todo esto —dijo el chaval.
—Bien —dijo Dillon—. Me alegro de oírlo. Tú conduce. Si estuviera en tu lugar, iría a Belmont y escogería carreteras en las que pudiera correr mucho sin despertar sospechas. Saldría por la Ruta 2 y buscaría un Ford descapotable gris en el aparcamiento de las boleras de West End. No permitiría que nada me molestase. Cuando llegase a las boleras, aparcaría al lado del Ford y me apearía y montaría en el Ford y esperaría a que yo llegase. Entonces, volvería a Boston.
—Alguien ha dicho algo sobre no sé qué dinero —dijo el chico.
—Si estuviera en tu lugar —dijo Dillon—, me centraría en buscar ese descapotable. Llevaría ese descapotable de vuelta a Boston, me dejaría a mí allí y, si estuviera en tu lugar, antes de abandonar ese coche en el barrio de los negratas miraría en la guantera a ver si hay mil pavos.
—¿Habrá lío? —dijo el chico.
—¿No amanece todos los días? —replicó Dillon.
Cuando cruzaron el río y llegaron a Cambridge, el tráfico se hizo mucho más fluido. Se dirigieron hacia el norte, siguiendo los indicadores de la Ruta 91. Cuando ya llevaban unos cinco kilómetros circulando por ella, iban a cien por hora.
—Tendrás que salir muy pronto —dijo Dillon.
—Lo sé, lo sé —dijo el chico.
Cuando el Ford estuvo solo en la carretera, Dillon levantó el revólver y lo sostuvo a un par de centímetros de la cabeza de Coyle, apuntándolo con la boca del cañón en la nuca, detrás de la oreja izquierda. Dillon amartilló el arma. El primer disparo entró perfectamente. Dillon siguió disparando, esta vez sin amartillar. Finalmente, el revólver hizo clic en una recámara vacía. Coyle se desplomó contra la carrocería, entre las puertas del Ford. El velocímetro marcaba ciento treinta kilómetros la hora.
—Más despacio, estúpido de mierda —dijo Dillon—. ¿Quieres que te detengan o algo así?
—Me he puesto nervioso —dijo el chico—. Han sido muchos tiros.
—Han sido nueve —dijo Dillon.
El coche olía a pólvora.
—Han sonado muy fuerte —dijo el chico.
—Por eso uso uno del 22 —explicó Dillon—. Si hubiera disparado uno del 38 aquí dentro, te habrías salido del camino.
—¿Está muerto? —inquirió el chico.
—Si no lo está ahora, no lo estará nunca —respondió Dillon—. Ahora, reduce y sal de esta carretera.
La bolera estaba a oscuras. El chico detuvo el sedán junto al Ford descapotable.
—Eh —dijo—, con tan poca luz, se parece mucho a este coche.
—Vas aprendiendo —dijo Dillon—. Esa es la idea. La poli ha estado viendo ese coche toda la noche. Ahora van a ver otro que parece el mismo. No lo registrarán hasta dentro de un par de horas. Ayúdame a meterlo aquí abajo.
Apretujaron a Coyle en el suelo del asiento del acompañante. Se apearon del Ford.
—Ciérralo —dijo Dillon—. Eso mantiene alejados a los voluntarios.
Montaron en el descapotable. Arrancó a la primera.
—No está nada mal este coche —dijo Dillon—. Y ahora, vuelve a Memorial Drive y cruza el puente de Massachusetts Avenue. Tengo que deshacerme de este revólver.
George V. Higgins
Los amigos de Eddie Coyle, capítulo 29.
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