J.D. Salinger |
Nota: este relato inédito, al igual que “Este sándwich no tiene mayonesa”, incluido también en este Dossier, pertenece a The Complete Uncollected Stories I and II y apareció en The New Yorker, el 22 de Diciembre de 1946 (pág. 76- 79 / 82- 86) Algunas de las escenas que lo ocupan han sido más tarde utilizadas y reformuladas por Salinger en su novela The Catcher in the Rye. (N. del. T)
Cuando sale en vacaciones de la Escuela Preparatoria para muchachos Pencey (“Un docente por cada diez estudiantes”), Holden Morrisey Caufield generalmente lleva puesto su sobretodo y un sombrero de bordes pronunciados hacia la copa. Mientras pasan los autobuses de la Quinta Avenida, algunas chicas que conocen a Holden a menudo piensan que lo verían caminar por Saks’ o Altman’s o Lord & Taylor’s, pero generalmente se trata de otra persona.
Este año, las vacaciones de Navidad de Holden en la Preparatoria Pencey concidieron con las de Sally Hayes en la Escuella Mary A. Woodruff para señoritas (“especial atención a aquellos con cierta tendencia por la dramaturgia”). Al salir de vacaciones de Mary A. Woodruff, generalmente Sally no lleva sombrero aunque sí un nuevo abrigo azul plateado de piel. Mientras camina por la Quinta Avenida, los muchachos que conocen a Sally piensan a menudo que la verían pasar por Saks’ o Altman’s o por Lord & Taylor’s. Pero generalmente se trata de otra persona.
En cuanto llegó a New York, Holden tomó un taxi a casa, dejó su Gladstone en el recibidor, besó a su madre, abultó su abrigo y su sombrero convenientemente en una silla y marcó el número de Sally.
“Hey,” dijo a la bocina. “¿Sally?”
“Sí, ¿Quién habla?”
“Holden Caufield. ¿Cómo estás?”
“¡Holden! ¡Bien! ¿Qué tal tú?”
“Genial,” dijo Holden. “Oye, ¡cómo va todo? Digo, ¿qué tal la escuela?”
“Bien,” dijo Sally. “Bueno, ya sabes.”
“Perfecto,” dijo Holden. “Óyeme. ¿Qué haces esta noche?”
Holden la llevó a Wedgwood Room esa noche, ambos iban bien arreglados, Sally llevaba un nuevo vestido turquesa. Bailaron muchísimo. El estilo de Holden era más lento, con pasos largos hacia atrás y adelante, como si bailara sobre una alcantarilla abierta. Bailaron con las mejillas juntas y a ninguno de los dos le importó si era bochornoso. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvieron vacaciones.
Se lo pasaron maravillosamente en el taxi que los trajo de vuelta a casa. En dos ocasiones, cuando el taxi se detuvo brevemente por el tráfico, Holden saltó en su asiento.
“Te quiero,” le soltó a Sally, apartando su boca de la de ella.
“Oh, cariño, yo también te quiero,” dijo Sally, y agregó, menos apasionada, “Prométeme que te dejarás crecer el pelo. El pelo rapado es muy cursi.”
Al día siguiente, el jueves, Holden llevó a Sally a la matinée a ver “Oh Mistress Mine”, la cual ninguno de los dos había visto. En el primer entreacto, salieron a fumar al vestíbulo y ambos acordaron vehementemente que los Lunts eran maravillosos. George Harrison, de Andover, también fumaba en el vestíbulo y reconoció a Sally, tal como ella lo esperaba. Habían sido presentados alguna vez en una fiesta y nunca habían vuelto a verse desde entonces. Ahora, en el vestíbulo del Empire, se saludaron con el mismo gusto de quienes parecen haberse bañado frecuentemente desde niños. Sally le preguntó a George si creía que la obra era maravillosa. George se tomó el tiempo para replicar, acercando su pie al de la mujer que estaba a su lado. Dijo que la pieza en sí misma no era ciertamente una obra maestra, pero que los Lunts, por supuesto, era ángeles.
“Ángeles,” pensó Holden. “Ángeles, por el amor de Dios. Àngeles.”
Luego de la matinée, Sally le dijo a Holden que se le había ocurrido una idea maravillosa. “Vayamos a patinar mañana por la noche a Radio City.”
“Bien,” dijo Holden. “Seguro.”
“¿Lo dices en serio?” dijo Sally. “No lo digas si no lo piensas en realidad. Digo, a mí me importa un bledo hacer una cosa o la otra.”
“No,” dijo Holden. “Vayamos. Será divertido.”
Sally y Holden eran malísimos patinando sobre hielo. Los tobillos de Sally chocaban el uno con el otro de una manera desagradable y los de Holden no lo hacían mucho mejor. Esa noche había allí cientos de personas que no tenían nada mejor que hacer que ponerse a mirar a quienes patinaban.
“Hagámonos de una mesa y pidamos algo de beber,” sugirió inesperadamente Holden.
“Es la idea más maravillosa que he oído en este día,” dijo Sally.
Se quitaron los patines y se sentaron en una mesa. Hacía calor en el salón y Sally se sacó también las manoplas de lana. Holden comenzó a encender fósforos. Los dejaba quemarse hasta que ya no podía sostenerlos; luego dejaba caer los restos en el cenicero.
“Mira,” dijo Sally, “Tengo que saberlo- ¿Vas a ayudarme o no con el árbol para Nochebuena?”
“Seguro,” dijo Holden sin entusiasmo.
“Digo, tengo que saberlo,” dijo Sally.
Holden dejó de pronto de encender fósforos. Se inclinó sobre la mesa. “Sally, ¿tú nunca te hartas de nada? Digo, ¿no te asusta a veces que todo termine siendo una mierda al menos que hagas algo?”
“Claro,” dijo Sally.
“¿Te gusta la escuela?” inquirió Holden.
“Es muy pesada.”
“Pero ¿la odias?”
“Bueno, no, no la odio.”
“Bien, yo sí la odio,” dijo Holden. “Dios, ¡cómo la odio! Pero no es sólo eso. Es todo. Odio vivir en New York. Odio los autobuses de la Quinta Avenida y los de la Avenida Madison y salir por el centro. Odio la película de la calle Setenta y Dos, con esas nubes falsas en el cielorraso, y que me presenten a tipos como George Harrison, y tener que usar el ascensor cuando quieres salir y los tipos que se quieren meter contigo todo el tiempo en Brooks.” Su voz se excito un poco más. “Cosas así. ¿Sabes lo que digo? ¿Sabes? Eres la única razón por la que estoy aquí en vacaciones.”
“¡Qué dulce eres!” dijo Sally, deseando que cambiara ya de tema.
“Dios, ¡cómo odio la escuela! Deberías ir a una escuela de chicos alguna vez. Todo lo que haces es estudiar y pensar lo importante que es que tu equipo de fútbol gane, y hablar de chicas y ropa y licor, y…”
“Ya. Escúchame,” interrumpió Sally. “Muchísimos chicos sacan algo más que eso de la escuela.”
“Estor de acuerdo,” dijo Holden. “Pero esto es todo lo que saco yo. ¿Ves? A eso me refiero. No saco nada de nada. Estoy desquiciado. Muy desquiciado. Mira, Sally. ¿Cómo decírtelo para que lo entiendas? Ésta es mi idea. Le pediré prestado su auto a Fred Halsey y mañana por la mañana nos vamos a Massachussets o Vermont o por allí. ¿No crees? Es precioso. Digo, es hermoso allí arriba, lo digo en serio. Alquilaremos una cabaña o algo así hasta que se me acabe el dinero. Tengo unos ciento doce dólares. Y luego, cuando el dinero se acabe, consigo un trabajo y nos vamos a vivir por allí, cerca de un arroyo. ¿Me entiendes? En serio, Sally, la pasaremos genial. Y luego, más tarde, nos casamos o algo así. ¿Qué dices? ¡Vamos! ¿Qué dices? Hagámoslo, ¿eh?”
“No podemos hacer algo así,” dijo Sally.
“¿Por qué no?” preguntó Holden estridentemente. “¿Por qué diablos no podemos?”
“Porque no se puede,” dijo Sally. “No puedes, eso es todo. Suponte que el dinero se acaba y no consigues trabajo. ¿Y entonces qué?”
“Conseguiré un trabajo. No te preocupes por eso. No tienes que preocuparte por eso. ¿Cuál es el problema? ¿No quieres venir conmigo?”
“No hablo de eso,” dijo Sally. “No hablo de eso en absoluto. Holden, tenemos muchísimo tiempo aún para hacer cosas así –todas esas cosas. Después de terminar la universidad y casarnos. Habrá muchísmos lugares maravillosos a los que ir.”
“No, no los habrá,” dijo Holden. “Será completamente diferente.”
Sally lo miró, la había contradicho muy suavemente.
“No será igual en absoluto. Tendremos que bajar en ascensores con maletas y tal. Tendremos que llamar a todo el mundo y decirles adiós y enviarles postales. Y yo tendré que trabajar con mi padre, pasear por la Avenida Madison y leer periódicos. Tendremos que ir a la calle Setenta y Dos todo el tiempo y ver los informativos. ¡Informativos! Siempre hay alguna tonta carrera de caballos o alguna señora que inaugura un barco estrellando una botella. No entiendes en absoluto lo que estoy diciéndote.”
“Quizás no. Quizás tú no entiendes, en todo caso,” dijo Sally.
Holden se puso de pie, con uno de los patines colgándole del hombro. “Me apenas muchísimo,” anunció bastante desapasionadamente.
Un poco más tarde de la medianoche, Holden y un chico gordo y poco vistoso llamado Carl Luce se sentaron en el Wadsworth Bar a tomar Scotchs y comer papas fritas. Carl también iba a la Preparatoria Pencey y estaba en su misma clase.
“Hey, Carl,” dijo Holden, “tú eres uno de esos tipos intelectuales. Dime algo. Suponte que te sientes harto. Suponte que empiezas a volverte loco, muy loco. Suponte que quieres abandonar la escuela y todo y largarte de New York. ¿Qué harías?”
“Bebe,” dijo Carl. “A la mierda con todo eso.”
“En serio, lo digo en serio,” rogó Holden.
“Siempre te fastidias por cualquier cosa,” dijo Carl. Y se levantó y se fue.
Holden siguió bebiendo. Se tomó nueve dólares de Scotch y a eso de las 2 de la madrugada, caminó de la barra a la antesala, donde estaba el teléfono. Marcó tres veces hasta que dio con el número que quería.
“¡Hooola!” gritó al teléfono.
“¿Quién es?” inquirió una voz fría.
“Soy yo, Holden Caufield. ¿Podría hablar con Sally, por favor?”
“Sally duerme. Habla la Sra. Hayes. ¿Por qué llamas a estas horas, Holden?”
“¿Quiero hablar con Sally, Sra. Hayes. Importante. Llámela.”
“Sally duerme, Holden. Llámala mañana. Buenas noches.”
“Despiértela. Despiéeertela Sra. Hayes, eh. Despiéeertela, Sra. Hayes.”
“Holden,” dijo Sally, al otro lado. “Soy yo. ¿Qué sucede?”
“Sally, ¿eres tú?”
“Sí. Estás borracho.”
“Sally, estaré contigo en Nochebuena. Iremos a cortar un árbol. ¿Qué dices? ¿Eh?”
“Sí. Ve a la cama ahora. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás?”
“Cortaré un árbol para ti. ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Eh?”
“Sí. Ahora ve a la cama. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás?”
“Cortaré un árbol para ti. ¿Eh? ¿Ok?”
“¡Sí! ¡Buenas noches!”
“B’enas noches. B’enas noches, Sally, preciosa. Preciosa. Sally, cariño.”
Holden colgó y se quedó junto al teléfono unos quince minutos. Luego metió otra moneda en la ranura y volvió a marcar el mismo número.
“¡Hooola!” gritó. “Hablar con Sally, por favor.”
Se escuchó un agudo tintineo mientras colgaban y Holden colgó también. Se tambaleó por un momento. Luego fue hasta los sanitarios y llenó el lavabo con agua helada. Sumergió la cabeza hasta las orejas y luego caminó hasta la radiador, goteando, y se puso debajo. Se quedó sentado debajo del radiador, contando las baldosas del suelo mientras el agua resbalaba por su cara y se le metía en la nuca, empapándole el cuello de la camisa y la corbata. Veinte minutos después, entró el pianista del bar a peinarse. Tenía el pelo ensortijado.
“¡Hey, amigo!” lo saludó Holden desde el radiador. “Tengo la butaca más caliente. Me apagaron las luces y estaba empezándome a enfriar.”
El pianista sonrió.
“Dios, tú sí que puedes tocar, eh,” dijo Holden. “Tocas realmente bien. Deberías estar en la radio. ¿Sabes? Eres buenísimo, amigo.”
“¿No quieres una toalla, muchacho?” le preguntó el pianista.
“No, ya no,” dijo Holden.
“¿Por qué no te vas a casa ya?”
Holden sacudió la cabeza. “Ya no”, dijo. “Ya no.”
El pianista se encogió de hombros y volvió a meter el peine en su bolsillo. Cuando salió del baño, Holden se quitó de debajo del radiador y pestañeó varias veces para dejar ir las lágrimas. Luego fue hasta el recibidor. Se puso el sobretodo sin abotonárselo y se colocó con fuerza el sombrero sobre la cabeza empapada.
Los dientes le castañeaban con violencia; se detuvo en la esquina y esperó el autobús de la Avenida Madison. La espera sería larga.
Traducción: Martín Abadía
Título original: Slight Rebellion off Madison (The New Yorker XXII, Diciembre de 1946, 76-79, 82 -86)
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